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Todos somos los chefs de nuestra casa. Algunos experimentamos con carnes, otros con pollo, y unos cuantos más se atreven con mariscos. En el acto de cocinar, descubrimos sabores que revelan la esencia de las tierras colombianas: hierbas de azotea, achiote, cilantro, ají topito o bocadillo.
Ingredientes que, décadas atrás, salvaron del hambre a nuestros antepasados y que, junto con la caza, se convirtieron en una forma de subsistir. La cocina siempre salva. Y si con dos manos se logran creaciones que viajan de lo sencillo a lo sofisticado, cuando se suman cuatro o seis, las cenas se transforman en rutas gastronómicas: colaboraciones donde la autenticidad se pasea entre los cubiertos, y la creatividad se entrelaza con saberes diversos para sorprender, emocionar y satisfacer al comensal.
Cenas a varias manos: cuando la cocina se convierte en un diálogo creativo
La gastronomía involucra procesos colectivos que, con el tiempo, pueden ser catalogados como “fenómenos”. Las cenas a varias manos son una expresión viva de la cocina contemporánea, una ventana en la que cocineros tradicionales y chefs especializados se reúnen alrededor de los fogones para crear propuestas que actúan como puentes entre regiones, culturas, ingredientes y técnicas. Todo ello narra la identidad de una nación.
En estos encuentros, los comensales son testigos de una despensa viva que no solo exhibe recursos, sino que busca resignificar lo propio, reivindicar la cocina local y recuperar una identidad culinaria en riesgo de diluirse.
No se trata solo de crear recetas con esencia, sino de hacerlo desde un trabajo colectivo que alimenta la exploración creativa. Esa mezcla con el aprendizaje y la reinvención genera visibilidad y construye una relación equilibrada dentro del ecosistema gastronómico. En última instancia, se trata de una conversación entre pares que termina servida en la mesa.
La intensidad se saborea, pero lo auténtico se defiende y redescubre, fusionando tradición con modernidad. Sea una moda o no, esta propuesta también representa un acto de democratización: en la cocina, todos tienen un lugar.
Dos cenas, un solo lenguaje, el de la cocina compartida
“Hay que dejar el miedo a intentar y a explorar en este laboratorio que escribe historias a diario”, dice el chef cartagenero Charlie Otero. A través de estas acciones colaborativas, ha consolidado una forma de trabajo donde enseñar, investigar y servir se convierten en herramientas clave. Para él, la cocina es mucho más que sabor, es un medio para impulsar el cambio social y el bienestar comunitario en Colombia.
Hace unos meses, Otero decidió hacer una cena colaborativa junto a Erika Takagi, del restaurante Donburi by Shirai. En esa ocasión, dos culturas —la colombiana y la asiática— se encontraron en un mismo fogón. Los sabores del Caribe se integraron en recetas típicas de otro continente, adaptadas con ingredientes y matices locales. El riesgo fue mínimo. Como dice Erika, “las reinterpretaciones son infinitas”.
El resultado fue un menú colombo-japonés sorprendente: ramen de sobrebarriga, sushi futo maki con arroz de coco y atún, gyozas de posta cartagenera, fideos con trucha y tubérculos nacionales, entre otras recetas. Apuestas arriesgadas, sí, pero que terminaron con ovaciones de pie.
No hay que mentir, el paladar, a veces, teme lo desconocido, pero desafiarlo puede resultar en una grata sorpresa para los sentidos. Y si de enseñanza e investigación se trata, las cenas colaborativas son el pretexto perfecto para reunir a grandes referentes de la gastronomía nacional.
Uno de ellos es el chef y columnista de El Espectador, Harry Sasson, reconocido por los Latin America’s 50 Best Restaurants por su labor en la promoción de la riqueza culinaria colombiana, a través de ingredientes tradicionales y técnicas de vanguardia. Sasson fue invitado a la cocina del chef santandereano Carlos Ibáñez, de Cotiza Longaniza, donde las brasas, el producto local y la innovación convergieron para crear experiencias que trascienden el simple acto de comer.
Con un año de trayectoria en la escena gastronómica bogotana, esta propuesta santandereana exalta la identidad y la pluriculturalidad en cada bocado. Como dice Ibáñez: “ quiero que todos los grupos salgan contentos cuando coman, por eso hay que presentarles diferentes alternativas en el menú sin perder las raíces”.
Y lo está logrando. En el reciente aniversario de su restaurante, diseñó junto a Sasson varias propuestas que, además de mostrar la riqueza colombiana, evidenciaron la exigencia y disciplina de este cocinero que ha inspirado a otros a seguir sus pasos. La complicidad quedó al descubierto, esta cena a cuatro manos “celebró la Colombia que se cocina entre tradición y creatividad, entre el recuerdo y la magia”.
“Cocinar con Carlos es como volver a casa, volver al origen, no sé muy bien cómo definirlo, pero de alguna manera es exaltar a Colombia, pero de una manera íntima, cocinar con amigos, cocinar algo nuevo, pero conocido”, relató Sasson.
El centro de mesa, un punto de encuentro para los sentidos
Es la primera señal de intención en una experiencia gastronómica, y quizás la más acertada. Es el boleto de entrada a lo que está por venir, un reflejo de la identidad cultural del anfitrión, del invitado y del concepto detrás del menú. Aquí, compartir no es solo un gesto amable, es la estrategia perfecta para no quedarse con las ganas de probarlo todo.
Harry y Carlos lo entendieron bien. Iniciaron con un dumpling de chorota y un consomé de gallina ahumada con falso caviar de cilantro cimarrón. Luego avivaron los sentidos con una arepita con longaniza y aguacate ahumado. Para los amantes del crujiente, sirvieron atún curado con suero de limón encurtido.
Las entradas revelaron el alma del territorio: trucha del Páramo de Santurbán con vinagreta de guarapo, limón mandarino y aceite de aguacate de San Vicente de Chucurí. Harry dejó su sello con un palmito acevichado, acompañado de gulupa y pimienta verde. Leer esto es entender que Colombia habita en cada plato, y que estos dos chefs llevan con orgullo el delantal de su país.
Sasson celebró tres décadas de su restaurante, y en este homenaje a la propuesta de su colega también dejó su huella, unos langostinos con pega y agridulce de marañón, un bocado digno de cualquier escenario internacional.
Por supuesto, no faltó la bandera de Ibáñez: el chicharrón, esta vez acompañado de guineo, mole santandereano y yuca. Y para cerrar, varias propuestas dulces: torta de almojábana, petit fours, sándwich de gelatina de pata, mantequilla de marañón, jalea de bocadillo de Vélez, panochas de Málaga y bombones de chocolate de San Vicente de Chucurí con ganache de piña de Lebrija.
“La cena con Harry fue cumplir un sueño. Para mí Cotiza Longaniza fue la oportunidad de traer a Bogotá los sabores de mi tierra, de la leña, del fuego y de la tradición que nos une”, contó Ibáñez.
Cada plato, en esta cena y en tantas otras, es una invitación a reconocer el país en sus aromas, en su calor y en las historias que se cocinan a fuego lento. Estos menús celebran una tierra que se comparte y un sabor que define lo que significa ser colombiano.
Cada plato, en esta cena y en tantas otras, es una invitación a reconocer el país en sus aromas, en su calor y en las historias que se cocinan a fuego lento. Estos menús celebran una tierra que se comparte y un sabor que define lo que significa ser colombiano.
Si te gusta la cocina y eres de los que crea recetas en busca de nuevos sabores, escríbenos al correo de Tatiana Gómez Fuentes (tgomez@elespectador.com) o al de Edwin Bohórquez Aya (ebohorquez@elespectador.com) para conocer tu propuesta gastronómica. 😊🥦🥩🥧
