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Si uno viaja al sur del país decidido a evitar el cuy, pronto descubre que la resistencia solo retrasa lo inevitable. Lo sé por experiencia propia: llegué al Huila con ese prejuicio heredado de quienes nunca lo han probado y aun así opinan con seguridad. Pero en esta región la mesa manda, y basta un gesto de hospitalidad para que los visitantes empiecen a ceder.
Y cuando por fin uno acepta, lo primero que llega es el sabor y un aire a chicharrón que se queda apenas unos segundos antes de desaparecer.
Entre las carreteras del Macizo Colombiano está Ovando, un corregimiento a trece kilómetros de San Agustín. A simple vista es un lugar sereno, de casas sencillas y calles donde el saludo todavía es costumbre.
Allí, detrás de una fachada cualquiera, se encuentra Obandicuy, el restaurante de Arsenio Avirama Anacona. Aunque al entrar parece una casa tradicional, el corredor se abre a un espacio campestre donde cocina, galpones y mesas comparten la misma historia.
En la parte de atrás, dentro de una estructura de madera, está el criadero, un pequeño mundo organizado con una precisión sorprendente, dividido en compartimentos cuadrados y en dos niveles. Abajo se mueven las hembras; arriba, los machos, separados para que no se huelan antes de tiempo.
Don Arsenio suele acercarse a las mesas con una mezcla de orgullo tranquilo y curiosidad. Habla del criadero hermético al que solo entran él y dos de sus trabajadores para evitar que los animales se estresen. Cuenta que los cuyes no padecen enfermedades y, al contrario, aportan nutrientes a quien los consume. Y quien lo escucha queda atrapado por la serenidad con la que describe ese universo silencioso, con el ritual, que sostiene su oficio.
En algún momento recordó sus comienzos. Probó de todo, vendió empanadas, ropa, cortó cabello e incluso comercializó lombrices para ceviche. Fueron años de ensayo y error hasta que encontró en el cuy un camino seguro. Después de treinta años en el oficio por necesidad y elección, sigue entrando al galpón con la intención de aprender algo.
La cocina y el primer bocado
Cuando terminó la charla, nos invitó a la cocina. Sobre los mesones reposaban los cuyes ya limpios, y los hornos giraban encendidos como en una pollería de barrio, esos que cualquiera reconoce al pasar. El olor era cálido, persistente, inesperadamente familiar para alguien que todavía dudaba.
Antes del plato fuerte sirven una entrada tradicional, las vísceras del cuy fritas y crujientes, acompañadas con maíz. Confieso que ahí no fui capaz de dar el paso, aunque el entusiasmo de quienes lo disfrutan desde siempre hacía que el plato pareciera celebrar algo propio.
Entonces Don Arsenio comenzó a cortar pequeñas porciones del cuy asado. “Para que lo conozcan”, dijo, dejándolas sobre la mesa con una sonrisa tan honesta que era imposible negarse. La textura llegó primero, saboreamos una piel crocante, carne tierna. El sabor recordaba al chicharrón, ese equilibrio entre lo salado y lo grasoso que se queda un instante en el paladar sin llegar a saturar. La grasa era más densa de lo que imaginaba, pero envolvía la boca con suavidad. No sé si podría comerme una presa entera, pero entendí de inmediato por qué tanta gente lo disfruta.
En el sur del país el cuy no es extravagancia ni rutina diaria: es identidad, un plato que acompaña celebraciones y días especiales.
Durante la visita, don Arsenio compartió historias casi increíbles, cuyas que parieron nueve crías, otras que amamantaron trece, anécdotas sobre cómo las madres se acomodan para alimentarlas. Habló de su valor medicinal y de los estudios que lo clasifican entre los platos exóticos del mundo. Lo más llamativo era que no buscaba convencer, solo contaba lo vivido.
Entre esas tradiciones mencionó también un ritual que muchos consideran el punto culminante, la sangre del cuy, que suelen beber mezclada con jugo de mango y a la que atribuyen propiedades afrodisíacas. Esa tampoco fui capaz de probarla, pero bastaba ver la naturalidad con la que hablaban de ella para entender que aquí no es rareza, sino memoria.
Obandicuy sabe que no todos están listos para dar el salto, así que también ofrece sopas, carnes y preparaciones típicas. La invitación está ahí, sin presiones, esperando a quien quiera cruzar la puerta.
Su trayectoria ha recibido varios reconocimientos, una mención de honor de la Alcaldía de San Agustín por su apoyo a las festividades sanpedrinas como creador y multiplicador de la tradición gastronómica, y un premio de la Secretaría de Cultura por sus saberes, su amor, su dedicación y la defensa de la memoria e identidad cultural. No presume de ellos, pero se sienten en cada relato y en cada gesto.
La despedida
Salí del restaurante con el sabor del primer bocado todavía en la boca y en la memoria la imagen del criadero, del horno encendido, de la voz de Don Arsenio contando su historia. No sé si volveré a comer cuy, pero sé que valió la pena intentarlo.
Aunque al principio cueste, aunque la idea incomode, probar un plato tradicional es una manera de entrar en la cultura de un lugar. La identidad también se aprende a través de los sabores que sorprenden, que retan, que cuentan de dónde viene una región.
A veces basta un plato servido con orgullo, una sonrisa franca, un gesto sencillo, para recordar que la gastronomía es un puente hacia la tradición. En Obandicuy ese puente se cruza despacio, mordisco a mordisco, con la mente abierta.
Y quizá sea justo ahí, en ese primer bocado que uno acepta con duda, pero también con curiosidad, donde empieza la verdadera conversación con el territorio.
Si te gusta la cocina y eres de los que crea recetas en busca de nuevos sabores, escríbenos al correo de Tatiana Gómez Fuentes (tgomez@elespectador.com) o al de Edwin Bohórquez Aya (ebohorquez@elespectador.com) para conocer tu propuesta gastronómica. 😊🥦🥩🥧
