
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Luz Aleyda Palta es conocida por hablar sin tapujos sobre diversidad sexual dentro de su comunidad indígena en el norte del Cauca. Y, aunque ha abierto muchos caminos, prefiere presentarse con pocas palabras: su apodo favorito es Ale; es una mujer indígena, lesbiana y madre de una niña.
Han pasado varios años desde que Aleyda empezó a traducir el lenguaje de género a los simbolismos de las comunidades indígenas. Cada vez que le preguntan cómo explicar las orientaciones sexuales o las identidades de género diversas, ella lo resume así: “Las comunidades indígenas siempre hablamos desde el sentir. Entonces, cuando hablamos de ese sentir, es lo que está dentro. El sentir no se puede cambiar ni palpar, pero está ahí. Siempre me coloco como ejemplo: yo nací mujer porque nací con una vagina, pero mi sentir no lo es. Mi sentir no es tan femenino”, relata en conversación con El Espectador.
Es una narración que suele utilizar, sobre todo, cuando trabaja con niñas y niños LGBTIQ+ en Santander de Quilichao, el municipio donde vive actualmente, ubicado en el Cauca, el segundo departamento con mayor población indígena en el país, y que hoy sigue marcado por el conflicto armado. Solo en 2025, más de 474.100 personas han sido afectadas, según el Equipo Humanitario País (EHP). Si bien su formación es en administración pública, desde hace más de ocho años se dedica al activismo y a la defensa de derechos humanos, en especial de mujeres y personas LGBTIQ+.
Para llegar hasta este momento de su vida, Aleyda tuvo que recorrer un camino que no fue corto ni fácil. Creció sintiendo que no pertenecía a muchos lugares al mismo tiempo: “ni por ser hetero, ni por ser indígena”, dice. Aunque es nativa del pueblo Nasa Kiwe Tekh Ksxaw, su infancia no transcurrió allí por causa del desplazamiento forzado. De hecho, se estima que siete de cada diez víctimas en ese departamento han sido desplazadas por la violencia armada, según el Registro Único de Víctimas. Fue por eso que tuvo que crecer en la ciudad, “en medio de una población occidental. De hecho le tenía miedo al campo. O sea, nada que tuviese que ver con comunidades indígenas”, recuerda.
La sensación de no pertenecer también se reflejaba en su forma de verse y de expresarse. Le gustaba vestirse y comunicarse de forma “más masculina”, y se sentía más cómoda así. De hecho, sus deportes favoritos eran aquellos que solo dejaban jugar a los niños, como el fútbol. Ella cuenta que con el tiempo entendería que, justo en esas canchas donde solía practicar, empezaría su liderazgo. Además, había algo que para ella era evidente: su gusto por las mujeres. Pese a que intentó salir con hombres —e incluso tuvo una hija—, llegó un momento en el que no quiso seguir forzándose. A partir de ahí, empezó a vivir, como ella lo describe, “no desde lo que era físicamente, sino desde lo que sentía”.
Fue justo en su embarazo cuando empezó a salir con una mujer. Una relación que por más que terminó, le permitió abrirse a nuevas experiencias. Después conoció a una compañera indígena a quien recuerda como alguien que la ayudó a reencontrarse su origen. Con ella derrumbó muchos miedos, como volver a la comunidad de la que sus padres habían huido por el conflicto armado, y allí formaron, por primera vez en ese territorio, una familia conformada por dos mujeres y una niña.
Homofobia en pueblos indígenas: entre el tabú y el castigo
Así como Aleyda atesora varios recuerdos de compartir hogar con una mujer, también guarda marcas dolorosas por la homofobia que vivieron. Relata que su pareja fue postulada como autoridad del resguardo y que esto desencadenó campañas en su contra. “Visibilizaron nuestro contexto familiar, de que éramos lesbianas, de que éramos unas ‘enfermas’. Empezaron con un discurso de odio. Realmente nos excluyeron de muchos espacios”, cuenta. Incluso, la situación llegó tan lejos que una persona de su hogar fue víctima de violencia sexual como una forma de ataque hacía ellas.
Crecer en estas comunidades siendo una persona con una orientación sexual o identidad de género diversa no es fácil. El informe Violencia contra personas LGBTI de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) advierte que las violencias por prejuicio se agravan cuando se pertenece a comunidades étnicas o racializadas, en parte por las normas internas que muchas veces se basan en roles tradicionales de género. Al mismo tiempo, señalan que la información sobre personas indígenas LGBTIQ+ es limitada, muchas veces, sus experiencias se expresan a través de simbolismos, como el concepto de “Doble Espíritu”. Una identidad que no suele aparecer en los registros oficiales ni en los datos desagregados, pero que representa la manera en que en un mismo cuerpo convive un “espíritu masculino y otro femenino”.
Según Aleyda, la discriminación se vive de diferentes formas en los pueblos indígenas. En algunos casos se manifiesta en prácticas como el trabajo comunitario, el destierro de los resguardos y la realización de “espacios de armonización”. Explica que este último equivale a las mal llamadas “terapias de conversión”, que en otros escenarios se traducen en prácticas sin ningún sustento científico, que pretenden “cambiar” la orientación sexual o la identidad de género de las personas, a través de manipulación psicológica, hipnosis, medicación innecesaria y, en algunos casos, prácticas más extremas como exorcismos, violaciones sexuales, palizas, desnudez forzada, o lobotomías. Por eso Naciones Unidas, las considera como una forma de tortura, y una violación a los derechos humanos.
Lea más aquí: Testimonio de sobreviviente a “terapias de conversión” en Lazos de Amor Mariano
La activista cuenta que los espacios de armonización son rituales comunes en muchos pueblos indígenas. Las personas acuden de forma voluntaria cuando sienten que su cuerpo no está bien energéticamente y, en esos casos, se busca “armonizar el cuerpo” para recuperar el equilibrio. Pero, según relata, cuando se trata de personas LGBTIQ+, muchas veces estos rituales no son consentidos y tienen detrás un patrón de discriminación. “Los papás o las autoridades suelen llevar a las personas LGBTIQ+ a los espacios de rituales de armonización para que les cambien ese sentir”, dice.
De hecho, la Procuraduría General de la Nación, en entrevistas realizadas a miembros del pueblo Nasa en el Cauca, reporta que estas prácticas hacen parte de la justicia indígena. Un sistema basado en costumbres propias que busca prevenir y restablecer comportamientos considerados “negativos”. Allí, no tratan solo de sancionar el cuerpo, sino también de intervenir en lo espiritual. Según explican, quien comete una falta o un delito lo hace porque está “enfermo”, y esa “enfermedad” debe ser tratada. Estas prácticas, además de ser discriminatorias, siguen utilizando el argumento de la “enfermedad” a pesar de que la homosexualidad y la transexualidad ya han sido despatologizadas y eliminadas de los manuales de psiquiatría y de las disposiciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Resistir y enseñar: el comienzo de su liderazgo indígena LGBTIQ+
Aunque Aleyda ha pasado por procesos de “armonización”, su sentir no ha cambiado. Tampoco el de otras personas que ha conocido y que han vivido lo mismo. Está convencida de que la idea de dividir el mundo entre hombre y mujer llegó con la colonización, y por eso ha buscado formas propias de su pueblo para explicar que las diversidades sexuales y de género existen.
Una de esas formas ha sido usar símbolos tradicionales. “En la comunidad Nasa, el sol representa al hombre, la luna a la mujer. Entonces he hablado de que un niño nació sol, pero se siente luna. Y si juntamos los dos, puede haber un sol al que le gusta la luna, o una luna a la que le gusta el sol, o ambos”, comenta.
En sus espacios con jóvenes también ha explicado que, desde el nacimiento, lo primero que se observa es lo que hay entre las piernas y que, a partir de eso se asigna un sexo: “Si ven un pene, dicen que es un hombre. Pero eso es solo lo que vemos”. Luego detalla que hay otras cosas que no se ven que también influyen en cómo se desarrolla el sentir de cada persona. “Yo tengo una vagina, no tengo un pene. Pero lo que tengo adentro, eso también influye en lo que siento, en lo que soy y en quién me gusta”, añade.
Entender eso le tomó tiempo y también le permitió ponerle nombre a muchas de las violencias por prejuicio que había vivido. Razón por la cual empezó a buscar justicia. Allí conoció organizaciones sociales que no solo le tendieron la mano, sino que también le ofrecieron una plataforma. Según cuenta, su experiencia llamó la atención por ser particular. Incluso lo recuerda como un “boom” para quienes hacían incidencia política en ese momento: “Bueno, la primera mujer indígena lesbiana que viene a hacer procesos en el mundo occidental”, recuerda.
A partir de ahí, su vida cambió y comenzó su camino como lideresa. Una de sus primeras ideas fue crear espacios deportivos para personas LGBTIQ+, un lugar seguro donde pudieran participar y compartir, como ella lo hacía cuando era niña. Con el tiempo, empezaron a llegar muchas mujeres, también indígenas, que se reconocían en esas búsquedas. Además, ha participado en procesos de exigencia de garantías para defensoras y lideresas, acompaña casos de violencia por prejuicio y promueve espacios de salud mental para jóvenes en escuelas. “Siempre les digo a los chicos: mientras no enfrentemos los miedos, nunca vamos a tener libertad. Y yo, poco a poco, los he ido perdiendo”, afirma.
Y es cierto: Aleyda empezó su vida con muchos miedos. Le temía a montarse en un avión, subirse a una lancha, al campo, a las culebras y a decir públicamente que era lesbiana. Con el tiempo, casi todos esos temores fueron perdiendo fuerza, como las ocasiones en que tuvo que viajar en avión o en lancha para asistir a encuentros como lideresa. O cuando empezó a participar en reuniones con pueblos étnicos de todo el Cauca, y a veces de otras regiones del país, para exigir garantías dentro de los territorios para mujeres indígenas y lesbianas, reconociéndose a sí misma como tal. El único miedo que todavía no ha podido quitarse es el de las culebras. Y ese, dice entre risas, es el único al que no le ve solución cercana.
También confiesa que no romantiza el presente, reconoce que los territorios ancestrales todavía enfrentan barreras. “Para algunos pueblos indígenas, la diversidad sexual sigue siendo un tabú”, dice. Aun así, le da esperanza ver que, poco a poco, se empieza a descolonizar la idea de que es una “enfermedad” o algo que se contagia. “No se trata de que nos acepten, porque nos aceptamos nosotros mismos. Se trata de que nos reconozcan. Como personas con orientaciones sexuales e identidades de género diversas que también existimos en los territorios”, concluye Aleyda.
Eso es lo que la lleva seguir trabajando en diferentes espacios. Actualmente forma parte de la red Tejiendo Hilos de Unidad por el Cauca (Tehiunca LGBTI) y representa al Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) como mujer indígena lesbiana, acompañando procesos relacionados con diversidad sexual, derechos humanos y violencias basadas en género. También es precursora de una organización más local: la Corporación Familias Diversas Interseccionales (CORFADIN).
🟣📰 Para conocer más noticias y análisis, visite la sección de Género y Diversidad de El Espectador.
✉️ Si tiene interés en los temas de género o información que considere oportuna compartirnos, por favor, escríbanos a cualquiera de estos correos: lasigualadasoficial@gmail.com o ladisidenciaee@gmail.com.
