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“Ya eligieron papa, ojalá sea alguien que no nos haga retroceder”, dijo Mónica Astorga cuando apenas habían transcurrido dos minutos desde el inicio de la entrevista. Su voz se escuchaba clara, mientras al fondo un noticiero argentino informaba sobre la fumata blanca en el Vaticano. Las palabras de Mónica cobraban otro sentido al conocer su historia. Conocida como “la monja de las trans”, dedicó su vida a acompañar y proteger a mujeres con experiencia de vida trans en Neuquén, en el suroeste argentino. Su vínculo con el papa Francisco fue estrecho, aunque su compromiso con el cuidado de las mujeres trans de la provincia la llevó, finalmente, a tomar distancia de una Iglesia que no siempre supo caminar a su lado.
En conversación con El Espectador, Mónica Astorga recuerda que, desde muy pequeña, sintió el llamado a la vida religiosa. Esa sensación, dice, la acompañó desde los siete años. “Ingresé al Carmelo cuando tenía 20 años recién cumplidos. Aunque era una vida contemplativa, de clausura —como se le suele llamar—, siempre supe que quería abrazar a toda la humanidad. No sabía bien cómo, pero pensaba que a través de la oración era posible”, relata. Fue entonces cuando comenzó a acercarse a las personas más vulnerables: quienes sufrían por el consumo de drogas, las mujeres víctimas de violencia de género y los prisioneros.
“Lo único que siempre pedía era tener los pies en la tierra, no volar, no perder el contacto con la gente. Siempre supe que quería rostros y nombres para llevar a mi oración”, agrega. Así, dedicó gran parte de su vida al servicio dentro del monasterio dirigido por la Orden de las Carmelitas Descalzas, en Neuquén, donde llegó a ser madre superiora durante dos períodos de tres años.
Pero no fue sino hasta 2006 que Mónica tuvo su primer encuentro con una mujer trans: Romina. “Ella fue a una parroquia de la Virgen de Lourdes. Fue a dejar el diezmo porque estaba pasando por un momento muy difícil. Le pidió ayuda a la Virgen, porque era devota de la Virgen de Lourdes”, recuerda Mónica. Luego de dejar su ofrenda, fue el mismo sacerdote quien, sin saber muy bien qué hacer, la envió al monasterio. Allí estaba Mónica.
Romina, como casi todas las mujeres trans de su generación en Argentina, vivía del trabajo sexual. No por elección, sino por las violencias que le cerraron otras puertas: la exclusión social por ser una persona con una identidad de género diversa, el rechazo familiar, la persecución policial y la indiferencia de un Estado que no la nombraba, asegura Astorga.
En ese momento, el monasterio fue testigo de un gesto inusual, casi revolucionario para la Iglesia católica: una monja abriendo las puertas de un convento para recibir, acompañar y dignificar a las mujeres trans. “Mirá, vos decime cómo te tengo que tratar. No quiero lastimarte por ignorancia”, recuerda la hermana Mónica que fue una de las primeras cosas que le preguntó. Y Romina le contó su historia: expulsada de su casa a los 15 y con la esperanza de poder salir de las calles y estudiar peluquería. Días después, Romina volvió con cuatro compañeras. Así comenzó todo.
Las historias eran similares. Rechazo, golpes, abandono, y la prostitución como única salida. Katiana, una de ellas, le dijo algo que Mónica no pudo olvidar: “Yo quiero una cama limpia para morir”. No pedía amor, trabajo ni justicia: solo una cama. Y en esa petición, Mónica Astorga relata que se dio cuenta de toda la violencia estructural que recaía sobre estas mujeres: la negación de servicios básicos, la persecución policial, la exclusión laboral, la violencia médica, la criminalización, el desprecio social. Y, en muchos casos, el desprecio de la propia Iglesia.
“No existía todavía la Ley de Identidad de Género, ni el matrimonio igualitario. En los centros de salud las ponían en pabellones de hombres, no las atendían. Vivían bajo amenaza constante. Muchas habían sido echadas de sus casas entre los 8 y los 15 años. Una me dijo que su padre la ataba a un árbol y la arrastraba con un caballo para ‘hacerla hombrecito’”, relata Mónica.
“Me di cuenta que la población trans es la más excluida y la más vulnerable entre todas las personas”, agrega. Fue así como Mónica comenzó a ayudar al grupo de mujeres, no sólo guiandolas espiritualmente, sino en su cotidianidad “para que ellas pudieran alcanzar sus sueños, porque todos y todas tenemos sueños, eso nos hace humanos”.
Con la ayuda de otros religiosos y voluntarios, organizó talleres de peluquería, cocina y costura, pidió al obispo una casa, y nació la primera Casa Santa Teresita en 2010. Un espacio que ofrecía un techo, comida, contención y formación laboral. Pero esa visión no fue bienvenida por todas las personas en la comunidad religiosa. Su acompañamiento a mujeres trans le costó la persecución dentro de la Iglesia, acusaciones internas, aislamiento. Hasta que finalmente se vio obligada a renunciar en 2020. “Querían sacarme a mí, y terminaron destruyendo el monasterio. Lo cerraron todo. Las mismas que me acusaron también se fueron”, señala.
No obstante, la Casa Santa Teresita sigue funcionando, ahora bajo el liderazgo de Katiana, una de las cinco mujeres trans que se acercaron al monasterio en 2006. “Son ellas las que están incondicionalmente conmigo ahora. Me escriben todos los días. Me mandan fotos de las velas que prenden por mí cada mañana”, dice. Mónica no solo construyó un espacio. Construyó una red afectiva, donde el cuidado circula en ambas direcciones y ayudó a cumplir el deseo de varias mujeres trans de salir de las calles y tener un hogar.
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El papa Francisco fue una figura clave en su camino
“Llevo dos semanas llorando, leyendo las cartas que él me enviaba. Cuando murió, sentí que quedé huérfana”, menciona Mónica. Ella detalla que lo conocía desde la década de los ochenta. En 2009, le contó personalmente sobre su trabajo con mujeres trans. Francisco —entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio— no solo lo aprobó. Le dijo: “Este es un trabajo de frontera que te puso el Señor. Lo que necesites, pedímelo”.
Mónica cuenta que le respondía todas sus cartas cuando ya era papa e incluso ayudó económicamente a una de las mujeres vinculadas a su iniciativa. Ella asegura que su respaldo fue crucial para que el proyecto resistiera los embates internos. Y también para que las propias mujeres trans comenzaran a reconciliarse con la Iglesia. “Decían: Francisco se la jugó por nosotras. Porque sabían que él las veía como lo que eran: personas”.
Con ello, se refieren a las manifestaciones de apoyo a la población LGBTIQ+ que el papa Francisco expresó durante su pontificado. Habló de amor e inclusión, recibió a personas con orientaciones sexuales e identidades de género diversas —incluidas personas trans— e insistió en que toda familia debía acoger sin rechazar. Respaldó las uniones civiles entre parejas del mismo sexo y permitió que temas como la identidad de género ingresaran en la agenda eclesial. Además, abrió espacios simbólicos: el Vaticano, la plaza de San Pedro, las audiencias oficiales.
Francisco fue, en palabras de Mónica, “el único que se la jugó de verdad”. Mientras otros miembros del clero la esquivaban, la atacaban o directamente la expulsaban, él la animaba a seguir adelante. Y, frente a las resistencias internas, lanzó una sentencia contundente: “Clericalismo mezquino… miserables”, cuenta Mónica que le respondió en una de sus cartas.
Hoy, Mónica ya no viste hábito. Ya no vive en el monasterio. Pero sigue acompañando a la población trans. El proyecto se amplió en 2020 y ahora cuenta con 12 viviendas, el complejo Costa de Limay, para residir a las mujeres con experiencia de vida trans con situaciones más difíciles y con problemas de salud. Viven juntas, se cuidan entre ellas, sostienen lo que la sociedad les negó. La Iglesia institucional, en su mayoría, sigue mirando desde lejos.
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Mantiene la esperanza con el nuevo pontificado
Astorga mantiene la esperanza en que el nuevo pontificado no retroceda en los avances alcanzados en los últimos años. Su mensaje no busca grandeza, sino valentía: que continúe el camino de apertura hacia las personas que históricamente han sido excluidas. “Que no nos haga retroceder”, asegura, destacando que la Iglesia no debe ser un lugar de puertas cerradas, sino de acogida para todos y todas. La fe, dice, no debe ser una propiedad privada de unos pocos, sino un bien común.
Ella argumenta que, en su experiencia, las personas LGBTIQ+ no son ajenas a la fe. Afirma que muchas no han abandonado la fe católica, sino que, por el contrario, han sido empujadas a la periferia por el rechazo eclesiástico. En su visión, un gesto simbólico y tangible podría marcar el verdadero cambio: ver la Plaza San Pedro llena de banderas multicolor, un acto público de aceptación que demostraría que la Iglesia no solo ha abierto las puertas, sino también el corazón. Para Mónica, ese sería el día en que la Iglesia realmente podría considerarse inclusiva, dejando atrás las sombras del rechazo y abrazando la diversidad con respeto.
“Dios no es propiedad privada. La Iglesia tiene que abrir más las puertas para toda esa gente que ha dejado en el camino, que ha destruido con su rechazo, que ha marginado, a la que le ha negado a Dios. Porque Dios está con ellos”, concluye.

Por Alejandra Ortiz
