“A veces la infancia es más larga que la vida”, Ana María Matute
Blue es una joven de 18 años que nunca pudo ser una niña. Alguna vez tuvo nombres y apellidos, pero no una familia. Pide que la llamen como su color favorito para enterrar el pasado, y la razón supera todos los límites de lo infrahumano: cuando era pequeña, las dos personas que la trajeron al mundo comenzaron a abusarla y convirtieron su cuerpo en un negocio. Hasta los 16 años, Blue tuvo que desterrar muchos de sus recuerdos para poder seguir con vida. Ella fue una de las 8.130 menores víctimas de explotación sexual registradas en Colombia en los últimos cinco años, según datos entregados por la Fiscalía a este medio. Más allá de esa cifra, la realidad muestra que la explotación sexual comercial de niños, niñas y adolescentes es un flagelo sin tregua. Un drama que tiene a Blue obsesionada con encontrar justicia para ella y todas las que vengan detrás.
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A principios de este año, la joven decidió compartir su historia en Instagram para alertar a nuevas posibles víctimas de sus agresores, quienes continúan en libertad. En los más de 70 minutos de videos que ha publicado, relata cómo a sus ocho años comenzaron los abusos por parte de su progenitor. Violaciones que derivaron en una cadena de esclavitud sexual en la que quisieron convertirla en un objeto comercial. La joven jamás menciona las palabras papá o mamá: categorías vetadas para siempre de su vida.
La mujer que la dio a luz fue principal verdugo. No solo intercambió muchas veces el cuerpo de la niña por dinero, drogas y licor, sino que también la abusó junto a su pareja. Las dos mujeres obligaban a Blue a consumir narcóticos para que soportara las vejaciones a las que era sometida. Vendían su intimidad a locales y extranjeros, mientras se lucraban aprovechándose de otras víctimas en el sur de Colombia. “Me llevaban a fiestas en las que otras niñas también eran abusadas. Recuerdo una que era indígena. Mi progenitora dijo que ella no valía nada”, cuenta la joven de pelo espinado como un erizo, con la mirada perdida en el vacío.
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A sus 14 años, Blue escapó y fue acogida por una temporada en un hogar del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, pero sus victimarios la persuadieron para regresar. Solo hasta los 16, pudo salir del todo de ese infierno. Su rescate fue posible gracias a la ayuda de un hombre que se involucró con su engendradora y que no consintió la violencia. Él la ayudó a huir, y después fue auxiliada por la ONG Libertas International, que trabaja para darle a víctimas de explotación sexual y trata de personas la oportunidad de un nuevo comienzo.
La ONG también ejerce presión para que los extranjeros que vienen a explotar sexualmente a menores en Latinoamérica se enfrenten a la justicia. De hecho, el caso de Blue involucra a varios foráneos, especialmente a un ciudadano americano que la violentó por meses, tras un trato económico con su progenitora. “Ella me dijo que iba a trabajar con él como secretaria y al poco tiempo empezaron las violaciones”, relata la joven con un suspiro de ira.
Según ella, durante su estancia forzosa con el depredador se percató de que también se había aprovechado de niñas en Cartagena y Republicana Dominicana. Además, fue testigo de cómo el anciano abusaba de su mascota de compañía. Blue conserva chats e imágenes en su teléfono como pruebas de todo lo que fue forzada a vivir.
Hoy, años después de estas violencias, aguarda por justicia desde un escondite pensado para su seguridad. Con ayuda de la ONG, busca empujar el proceso judicial abierto en contra de sus explotadores. “Necesito que paguen por lo que me hicieron y que no haya más víctimas”, sentencia la adolescente apretando los nudillos. Aunque la valentía de Blue rompe cualquier esquema, ella sabe que las cicatrices ante la traición de quienes tenían que cuidarla jamás sanarán del todo: “Espero que Dios pueda perdonarlos, porque yo no puedo”.
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El triángulo del delito
Así como en la historia de Blue, la mayoría de los casos de explotación sexual comercial de niños, niñas y adolescentes tienen la misma arquitectura criminal, algo que Mervin Gallego, director de justicia de Libertas International, llama el triángulo de la explotación. “Hay un explotador (proxeneta o comisionista), un demandante, y una víctima”, explica el policía jubilado con más de 20 años de experiencia en la investigación de delitos sexuales en Colombia. Según Gallego, actualmente muchos de estos crímenes se desarrollan tras los velos de Internet, a través de la difusión de pornografía infantil y el contacto con menores de edad por medio de las redes sociales y las aplicaciones de citas. “La mayoría de los casos pasan desapercibidos”, sentencia el experto.
Así le sucedió a Samantha, una joven de 19 años de Medellín que fue presa de las carencias en casa. “Estaba desesperada porque a veces no teníamos ni para comer,”, argumenta la joven, cuarta hija en una familia de siete hermanos y una madre soltera. Acababa de cumplir 16 años, cuando una amiga la invitó al apartamento de un hombre mayor en un sector exclusivo de la ciudad. A cambio de 200.000 pesos (50 dólares), tuvieron relaciones. “Yo nunca quise estar con él, pero sentía que no tenía más opciones”, explica la joven. Durante meses, lo visitó en su residencia, y paulatinamente el pago por su cuerpo se redujo. “Hubo veces en las que solo me dio 80.000 pesos, pero seguí yendo porque la plata me servía para algo de mercado en la casa”, remata la mujer de ojos negros.
El depredador sexual era un colombiano de unos 50 años nacionalizado en EE.UU., que reclutaba menores con ayuda de otras chicas para saciar sus placeres. “A mí me pidió que le llevara niñas más pequeñas y le dije que no conocía a nadie”, cuenta Samantha, quien en varias ocasiones tuvo que negarse a tener relaciones con amigos del abusador. Las víctimas del hombre eran niñas con dificultades económicas a quienes les daba migajas de dinero durante sus estancias en el país. Además, les pedía que no usaran protección y las grababa sin su consentimiento. “Supe de los videos cuando se destapó todo”, comenta la adolescente con una expresión de desconcierto.
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El caso salió a la luz por la denuncia de una vecina ante el ingreso recurrente de niñas al apartamento. Un acto que por años el hombre realizó a punta de sobornos con el personal de seguridad. “Me dijo que tenía a los porteros del conjunto comprados”, asegura Samantha, con la mirada fija en el suelo.
La joven tardó mucho tiempo en comprender que fue víctima de alguien que se aprovechó de su vulnerabilidad. “Es difícil reconocerlo porque es algo que pasa mucho en la ciudad”, recalca la adolescente, quien, pese a romper con el círculo de explotación, sigue siendo invitada por otras jóvenes como ella a este tipo de actividades. “Muchos hombres citan chicas en hoteles o apartamentos donde se hospedan, y ellas van a la buena de Dios”, explica Samantha, con pocas esperanzas de que las cosas cambien para todas: “Colombia es un país donde mucha gente sufre, y a la mayoría no le importa”.
Con ayuda de Libertas, la joven terminó el bachillerato el año pasado y se prepara para construir una nueva vida junto a su hijo de casi dos años. “Quiero un mejor futuro para él”, apunta con una sonrisa. Samantha también espera justicia. Según Gallego, su abusador enfrentaba cargos de demanda de explotación sexual comercial de persona menor de 18 años y pornografía infantil. El hombre fue condenado por la justicia colombiana y su defensa apeló el fallo. Ahora, se espera la decisión del tribunal para ordenar la captura. “Esperamos que suceda pronto”, asegura el expolicía, que no desampara a las más de 80 víctimas con las que la ONG trabaja en Medellín.
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Lo que sucedió con los videos de Samantha es una problemática frecuente. Según el último boletín de la ONG Valientes, dedicada a luchar contra explotación sexual comercial de niños, niñas y adolescentes en Colombia, en 2022 la pornografía fue el delito más recurrente de ese tipo de crímenes, dejando a más de 1.500 víctimas expuestas en Internet. Las otras modalidades de este flagelo son la utilización de menores de 18 años en prostitución, la explotación sexual asociada al turismo, la trata de niños, niñas y adolescentes con fines de explotación sexual, las uniones maritales forzadas o serviles, y la utilización sexual de niños y niñas en contextos de conflicto, por grupos armados u organizaciones criminales.
A pesar de los esfuerzos, la explotación sexual comercial de niños, niñas y adolescentes persiste, y a menudo salta a la vista de cualquier espectador. “Vas al Poblado y lo que ven son chicas”, resalta Samantha.
Para enfrentar esa realidad, a mediados de febrero, el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, se tomó la calle más transitada del sector. En sus manos, llevaba un volante que decía “In Medellín boys and girls must be respected [En Medellín los niños y las niñas deben ser respetados]”.
Durante su caminata, el mandatario se detenía a hablar con las chicas que estaban en las esquinas a la espera del mejor postor. “Yo soy padre de familia, y esto nos tiene que doler.”, le dijo Gutiérrez a este medio. El político reconoce la necesidad de brindar opciones distintas a las y los menores. “Primero vamos a poner las cosas en orden, y eso es dar oportunidades sociales a personas que han caído en estas redes por tener una necesidad”, señaló el alcalde de Medellín.
A pesar de sus intenciones, es difícil seguirle la pista a un drama que parece desbocado en la ciudad. Según la Mesa contra la explotación sexual comercial de niños, niñas y adolescente en Medellín, el subregistro de víctimas es muy grande por la falta de denuncias. Además, es complejo tener una visión clara del fenómeno. “Los datos y las cifras reportadas por diferentes instituciones no son comparables ni se pueden integrar, lo que sugiere la necesidad de estandarizar los sistemas de información para obtener una visión precisa de la situación”, compartió el ente, que agrupa a más de 30 instituciones, en una publicación en redes sociales a fines de 2023.
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Al comparar los datos de explotación sexual comercial de niños, niñas y adolescente entre 2020 y 2022, la Policía refería a más de 700 víctimas, mientras que la Alcaldía enlistaba a 482 y el ICBF a 119. “Insistimos en la articulación de las instituciones y la sociedad para seguir luchando. Esta es una tarea de todos.”, señala Jazmín Santa, representante de la mesa y maestra universitaria.
Más allá de los números, las calles de la ciudad no saben mentir. Es cotidiano ver a niñas pasearse por varias calles de la zona industrial de San Diego en las que la explotación salta a la vista. En la noche, en este barrio repleto de talleres mecánicos se abre paso la explotación sexual de cuerpos de niñas que tienen hambre.
En un acercamiento incógnito, este diario le preguntó a una trabajadora sexual de la zona, que dice tener 25 años, si allí pueden conseguirse “servicios” con menores de edad. “Si me das 100.000 pesos (25 dólares) te puedo conseguir una niña de 14 o 15 que no esté muy recorrida, o más chiquita si quieres”, contesta la potencial proxeneta. “A ella le puedes dar unos 50.000 o 60.000 pesos. Eso lo va a coger”, prosigue, entre risas, jugando con sus trenzas. La mujer asegura que las dos “compañeras” que están detrás de ella tienen 15 y 16 años, “Lo malo es que a ellas les gusta el Sacol”, señala con desdén, refiriéndose al consumo de un pegante, que actúa como alucinógeno y que es de venta libre. Después de un diálogo corto, la trabajadora sexual revela su usuario en redes sociales para concretar la “venta” de las niñas.
Encuentros así son cotidianos en un sector que se conoce en círculos locales como el lugar de “las terneritas”. Al transitar por ese barrio, ninguna autoridad increpa a las menores o a quienes se aproximan a ellas.
Más allá de las fronteras de Antioquia
Aunque, en algunas calles de la ciudad el fenómeno de explotación sexual asemeja aparadores de niñas en venta, la mayoría de casos pasan desapercibidos, como ocurrió con los de Blue y Samantha. La explotación sexual comercial de niños, niñas y adolescente es una realidad que se ha puesto en relieve en centros urbanos como Medellín, Bogotá y Cartagena, pero que también abarca los lugares más insospechados del país.
En su ejercicio como policía, Gallego entendió el monstruo sin dimensiones al que se estaba enfrentando. “La explotación está en sitios que ni siquiera se nombran”, apunta el hombre de 41 años, que ha investigado casos en las selvas del Guainía y el Amazonas, y en pueblos recónditos marcados por el conflicto.
La misma Blue fue testigo de cómo en la frontera con Ecuador había otras víctimas. “En los momentos en que vi a otras, deseé ser la única”, destaca la joven detrás de su mechón azul. Gran parte de su calvario sucedió en una finca en las inmediaciones del Valle del Cauca.
Quizá, muchas de las que acompañaron su drama están a la sombra. Víctimas sin denuncia, y, por tanto, sin registro. Por ahora, los datos entregados por la Fiscalía, entre 2020 y abril de 2024, eL abuso se extiende por todo el territorio nacional.
Aunque el turismo con fines de explotación sexual es un tema en auge, los datos de la Fiscalía exhiben que la mayoría de los victimarios son colombianos. En ese mismo periodo, solo en 90 procesos han sido indiciados ciudadanos extranjeros, provenientes de Venezuela, Estados Unidos, Alemania, Perú y México.
Ante este flagelo de pocas pistas e historias devastadoras, a trabajadores como Gallego solo les queda aferrarse al consuelo de ayudar a una víctima a la vez. “Me alegra acompañarlas a que construyan su proyecto de vida. Creo que antes era mucho menos lo que podía hacer por ellas”, sentencia el profesional.
Una sobreviviente y una esperanza a la vez
Al igual que él, las víctimas alimentan la esperanza de ser las últimas dolientes. Blue, por ejemplo, sueña con crear una fundación que se llamará Edugencol, para dar educación a los menores y alertar sobre posibles abusos. “Quiero ayudar, para que los niños sean niños”, resalta la joven, que desea cambiar su nombre legalmente a Blue Gen. “Gen es por el libro del Génesis de la Biblia”, explica la adolescente que renació de las cenizas.
Aunque ella mira hacia adelante, es demoledor pensar en quienes quedan atrás. De acuerdo a la conversación con la proxeneta, las matemáticas de la explotación son macabras. Con el pago de su intermediación y las migajas de dinero a las víctimas, en una calle de Colombia puede comprarse la humanidad de una docena de niñas por menos de dos millones de pesos (cerca de 500 dólares).