Con el voto unánime de 22 magistrados y dos conjueces, la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional la ley 27 de 1980, a través de la cual había sido incorporado al ordenamiento jurídico el Tratado de Extradición, suscrito entre los gobiernos de Colombia y Estados Unidos en septiembre de 1979.
Esta decisión judicial causó desaliento entre las autoridades nacionales e indignación en Estados Unidos, pues en aquellos días el Tratado de Extradición era la única opción de la que se disponía para enfrentar a los carteles de la droga que, desde dos años atrás y luego del asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara, le habían declarado la guerra al Estado y a la sociedad colombiana. De hecho, la controvertida sentencia de la Corte Suprema de Justicia fue ruidosamente celebrada por los narcotraficantes.
¿Pero qué sucedió en esa época para que este fallo provocara la conmoción que causó? La historia se remonta a finales de los años 70, cuando en las calles de Miami y Nueva York se desató la primera guerra entre los carteles de la droga colombiana. Una pelea forjada por el control de la venta de cocaína en Estados Unidos que dejó innumerables víctimas en ese país, pero al mismo tiempo le permitió a la justicia norteamericana documentar en detalle la conformación y tentáculos de los carteles.
De esta manera, al gobierno de Estados Unidos, que entonces presidía Jimmy Carter, le sobraron argumentos para insistir en la firma de un Tratado de Extradición con Colombia, que le permitiera consolidar normas anteriores de colaboración judicial y asegurar el apresamiento y condena de los narcotraficantes que ya dominaban el negocio de la cocaína. Tras la firma del Tratado en septiembre de 1979, empezó la brega para que fuera aprobado en Colombia, logro que se dio a través de la ley 27 de 1980.
En esa época, gobernaba en Colombia el dirigente liberal Julio César Turbay Ayala, para quien la mayor prioridad en materia de seguridad era la lucha contra la subversión. La prueba es que a través del llamado “Estatuto de Seguridad”, desplegaba acciones con facultades de Estado de Sitio para enfrentar a la insurgencia. Se hablaba de la existencia de los carteles de la droga, pero no constituía un objetivo primordial del Ejecutivo hacerles frente. Por el contrario, los principales capos ostentaban con su poder y eran reconocidos empresarios en el deporte, el comercio o la banca.
Por esta última razón, ni siquiera cuando fue sancionada la ley aprobatoria del Tratado de Extradición, había mayor preocupación entre los narcotraficantes. Después del relevo en la Casa de Nariño, con el comienzo de la presidencia de Belisario Betancur, empezaron a cambiar las circunstancias. Llegaron las primeras peticiones de extradición procedentes de Estados Unidos, para que fueran enviados narcotraficantes colombianos. Sin embargo, al reclamo de Emiro Mejía y Lucas Gómez Van Grieken en 1983, la respuesta del Estado colombiano fue negativa.
No obstante, en ese mismo 1983 quedó claro que las primeras peticiones de la justicia norteamericana habían encendido las alarmas de los narcotraficantes. La prueba es que llegaron a la Corte Suprema de Justicia las primeras demandas de inconstitucionalidad contra el Tratado y su ley aprobatoria. Entre 1983 y 1985 hubo tres fallos del alto tribunal negando las solicitudes de inexequibilidad. En las tres ocasiones, la Corte se declaró inhibida para fallar de fondo en el asunto por falta de competencia.
En esencia, la posición de la Corte siempre fue clara: preservando una doctrina sostenida desde 1914, a raíz de una demanda contra el Tratado Urrutia-Thompson que compuso las relaciones entre Estados Unidos y Colombia después del rapto de Panamá, el alto tribunal manifestó tajantemente: “La Corte no puede desconocer o modificar un tratado internacional”. Sin embargo, los narcotraficantes estaban empecinados en lo contrario y empezaron a presionar la caída del Tratado a punta de violencia.
Tras el asesinato de Rodrigo Lara en 1984, no sólo regresaron las demandas contra el Tratado de Extradición sino las amenazas contra los magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Pero los juristas no se dejaron amilanar y la evidencia es que en uno de los fallos de negativa a la revisión del Tratado, el magistrado Ricardo Medina Moyano dejó escrito que además de que la Corte no podía modificar un tratado, “Colombia no podía colocarse en una situación de complicidad, haciendo de su territorio un santuario o un asilo de la delincuencia organizada”.
A esa altura de la confrontación entre el Estado y los carteles de la droga, ya el gobierno de Belisario Betancur, con la valerosa conducta de su ministro de Justicia, Enrique Parejo González, había extraditado a varios colombianos. Fueron 13 en total antes del relevo en la Casa de Nariño en agosto de 1986. Por esta razón, la presión de los narcotraficantes hacia los magistrados de la Corte Suprema de Justicia se hizo cada vez más intensa. A través de sufragios, coronas mortuorias o agresivas grabaciones, el narcotráfico amenazaba todas las semanas a los magistrados.
En otras palabras, en 1985, por cuenta de los narcotraficantes en guerra contra el Estado, los colombianos más amenazados del país eran los magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Aun así, y existiendo reportes de prensa que daban cuenta de lo que iba a suceder, en la mañana del miércoles 6 de noviembre de 1985, cuando un comando del M-19 se tomó el Palacio de Justicia, no había un miembro de la fuerza pública custodiando a los magistrados. Lo que pasó ese día ya el país lo conoce.
Murieron 11 magistrados de la Corte Suprema de Justicia, además de un alto número de funcionarios judiciales al servicio de este tribunal o del Consejo de Estado. Aunque judicialmente nunca se concluyó que hubo alianzas entre el M-19 y el cartel de Medellín para el ataque al templo de la justicia, siempre quedó la duda histórica sobre la conveniencia de intereses para producir la toma. Lo cierto es que descabezada la cúpula del poder judicial en Colombia, hubo que volver a integrar el alto tribunal.
Pero a pesar de la gravedad de lo sucedido, los narcotraficantes insistieron en seguir amenazando a quienes sobrevivieron del holocausto del Palacio de Justicia. Y cumplieron sus amenazas. El 31 de julio de 1986, dos sicarios le propinaron 16 balazos al magistrado Hernando Baquero Borda. La razón: su valentía para insistir en la legalidad del Tratado de Extradición. Dos inocentes más perdieron la vida en el ataque: un escolta del magistrado Baquero y un joven obrero que transitaba por el lugar del atentado.
Con una nueva Corte, no demoró en ser interpuesta una nueva demanda contra la ley aprobatoria del Tratado de Extradición. Sólo que esta vez, basándose en un haz jurídico, según el cual el alto tribunal sí podía revisar tratados, siempre y cuando no se hubiese perfeccionado el convenio a través del canje de notas, o en la eventualidad de que se hubiera cometido un error de forma en la ley aprobatoria, reclamó la inconstitucionalidad de la ley 27 de 1980. Según la demanda, el error había sido que la ley no fue firmada por el entonces presidente Turbay.
Y en efecto, por los días en que entró para sanción a la Presidencia la ley 27 de 1980, el presidente Turbay no estaba en Colombia. En su reemplazo, firmó la ley el ministro delegatario Germán Zea. La demanda argumentó que, según la Constitución vigente, la dirección de las relaciones internacionales era competencia única del Jefe de Estado. Esa fue también la tesis que acogió la Corte Suprema para echar abajo la extradición de colombianos. Aquel 12 de diciembre de 1986, el gobierno de Virgilio Barco perdía el instrumento más importante en su lucha contra el narcotráfico.
Apenas 25 días atrás había sido asesinado el exdirector de la Policía Antinarcóticos, Jaime Ramírez Gómez, y los carteles de la drogas celebraban efusivamente la caída del Tratado de Extradición. La única reacción del presidente Barco fue aportar una desesperada salida jurídica: si lo que se necesitaba era una firma presidencial, él aportaba la suya. Con ese argumento, el gobierno siguió dando la lucha contra los carteles de la droga. Cinco meses más tarde, la Corte tumbaba el atajo jurídico del presidente Barco. Sin embargo, su voluntad se impuso para seguir extraditando.