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La economía construida alrededor del tráfico de drogas, en especial del cultivo de la hoja de coca y la producción de cocaína, marcó una opción laboral para decenas de hombres y mujeres que crecían en estos caseríos y pueblos, en regiones en donde primero llegó la guerra que el Estado. Sin embargo, la inmersión en estos entornos, controlados por actores armados, no fueron iguales para unos y otras. Los testimonios escuchados por la Comisión de la Verdad evidencian que, entre 1999 y 2016, la violencia sexual contra mujeres y niñas fue, por ejemplo, marcadamente mayor en municipios cocaleros, y estos índices aumentaron en el período del Plan Colombia y de la avanzada paramilitar.
Esta es una de las conclusiones más novedosas del apartado sobre los impactos que tuvo el conflicto armado en la vida de las mujeres, en especial en estos lugares en donde el tráfico y control de las rentas de las drogas de uso ilícito marcaron la cotidianidad. Las guerrillas y los paramilitares, por ejemplo, controlaban todo y cobraban impuestos: “Ellos todo lo anotaban, todos los finqueros, los trabajadores, cuántas hectáreas tenían. Incluso ahí ya les decían, de acuerdo con las hectáreas que tuvieran, que debían hacer un aporte a la organización, o sea, como un impuesto”, dijo una de las mujeres entrevistadas.
Esa economía de la coca abrió posibilidades de trabajo remunerado para las mujeres. Pero todo estaba reglado y sujeto a la voluntad de los armados. Es más, las disputas violentas en territorios cocaleros, sumadas al modelo de control territorial de la fuerza pública, transformaron la vida de estas comunidades y territorios, y generaron impactos profundos en la vida de las mujeres. El riesgo para las mujeres se incrementó por cuenta del narcotráfico.
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De acuerdo con las conclusiones de la Comisión de la Verdad, la discriminación y la subordinación de las mujeres y niñas se agudizaron con esta economía de las drogas ilegales. Y esto derivó en que se afianzó la cosificación de sus cuerpos y, en numerosos casos, fueron introducidas en el circuito de la prostitución:
“Esa fue una zona cauchera en una época anterior, pero luego llegó la hoja de coca. Miraflores (Guaviare) fue como una Colombia chiquita; eso llegaba gente de todas partes, jovencitas y niñas en la prostitución, a buscarse para el semestre de su universidad. Yo no lo podía aceptar y decía: “Esas niñas tan bonitas y en la prostitución””, dijo una mujer en entrevista a la Comisión y su testimonio coincidió con otro
Para esta entidad, aunque las mujeres encontraron un ingreso en las labores que trajo consigo la explotación de la coca, la desigualdad estructural se agudizó, en términos de oficios, pagos y riesgos, lo que reafirmó la subvaloración del trabajo femenino. Así quedó relatado por Manuela*, una lideresa de Mapiripán (Meta), a la Comisión de la Verdad:
“Mucha esclavitud de las mujeres, es decir, eran las empleadas en todos los sentidos. Ellas eran las que limpiaban todos los hoteles, las aseadoras, las que lavaban la loza, las que cocinaban en los chongos, las que trabajaban en las coqueras, pero la remuneración era muy baja frente a lo que ganaba un trabajador que cogía coca. Ellas hacían de comer y no ganaban ni siquiera un mínimo. Lo que ganaban era por ahí un cuarto del mínimo”.
Red de informantes
De igual forma, en los momentos de mayor tensión de la guerra, a finales de los años noventa y principios de la década de 2000, una segunda dinámica se introdujo en la cotidianidad de las mujeres: la seducción por parte de los grupos armados, sobre todo de las Farc y los paramilitares de las AUC para mantener el control de los territorios. Mediante la presión para entablar relaciones sexuales y sentimentales se vieron forzadas a vincularse al narcotráfico como informantes o colaboradoras y así terminaron en un riesgo mayor, aseguró la Comisión.
Política antidrogas y sus impactos en las mujeres
La política antidrogas contribuyó a estigmatizar a los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico y castigó penalmente a las personas utilizadas por este mercado: comunidades campesinas, negras e indígenas, mujeres y consumidores, asegura la Comisión de la Verdad. Los datos más recientes del Inpec muestran que 3.818 mujeres están sindicadas y condenadas por tráfico, porte o fabricación de estupefacientes (de acuerdo con la Ley 30 de 1986), y representan un 46% de la población femenina encarcelada. Desde 1991, el número de mujeres prisioneras en Colombia se ha multiplicado 5,5 veces frente a un 2,9 en el caso de los hombres. De ese porcentaje, casi cinco de cada diez mujeres están en prisión por delitos relacionados con drogas y solo una lo está por haber cometido una conducta violenta o por pertenecer a una empresa criminal.
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El uso de glifosato
Las mujeres también narraron a la Comisión de la Verdad las afectaciones a la salud y el deterioro en sus condiciones de vida: intoxicaciones, problemas dermatológicos, abortos, cáncer, muertes tempranas y malformaciones congénitas que trajo en su vida y la de sus familias la política estatal de aspersiones aéreas con glifosato.
“Tenía 17 años y estaba embarazada de mi niño, como en 2006. En el mes de septiembre hicieron las fumigaciones con glifosato en El Patía. Mi niño apenas se estaba formando cuando a los seis meses me tomaron la ecografía. El doctor me dijo: “El niño viene con malformación y toca interrumpir el embarazo”, pero yo dejé que naciera. Solo le pedí a Dios que mi niño naciera como fuera, no fui capaz de quitarle la vida. Desde ahí vengo sufriendo con él. (…) El doctor me dice que fue por las fumigaciones, porque fumigaron toda esa cordillera y nosotros tomábamos el agua del río. Claro, el aire y el río, toda el agua bajaba contaminada. Eran cuatro enfermedades las que tuvo él: hidrocefalia, mielomeningocele, falta de control de esfínteres y escoliosis severa”, aseguró una mujer en el Meta.
Las fumigaciones sobre comunidades, fuentes de agua y cultivos de pancoger extendieron en diferentes momentos la contaminación y el miedo. Los problemas de salud de las personas y animales fueron parte de las consecuencias en la vida de dichas comunidades, y las mujeres resultaron más afectadas por sus tareas ligadas al agua, al cuidado, la alimentación, por su mayor permanencia en sus casas y cultivos.
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Pese a todo, en diversas oportunidades, la reacción comunitaria hacia las aspersiones ha sido la defensa de saberes y del territorio. En Nariño, rescata esta entidad, las negras y afrocolombianas han levantado su voz con canciones para denunciar los efectos de la aspersión aérea. La Asociación de Mujeres Afrodescendientes por la Vida del Río Tapaje, en Nariño, por ejemplo, surgió en un escenario de resistencia ante el reclutamiento forzado de las Farc y las aspersiones con glifosato ordenadas por el Gobierno. Había una preocupación por la destrucción del saber, por la tierra, las semillas, la medicina y la alimentación. Esto refleja el cuidado de la vida que han brindado las mujeres, aun en medio de condiciones adversas, una constante en medio de tanta violencia.