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La importancia de las fronteras en la violencia colombiana, como explica Eduardo Pizarro en uno de sus últimos libros a propósito de la Operación Fénix -la cual supuso la muerte del dirigente de las FARC-EP, ‘Raúl Reyes’- no es ni mucho menos nueva. Colombia, como sucede con otros muchos casos de la región, es un Estado cuyo territorio supera ampliamente sus capacidades institucionales. O lo que es igual, es un Estado con más soberanía que territorio.
A tal efecto, las fronteras son emplazamientos en donde las ventajas que ofrece el territorio para el desarrollo de actividades ilícitas al margen del Estado y, en su caso, sustituyendo a éste, es un proceso que en Colombia se remonta a varias décadas atrás. Para el caso de Venezuela, mucho antes de que Hugo Chávez llegase a la presidencia en 1999. Asimismo, si un factor fortaleció la presencia de ELN o FARC-EP en el corredor colombo-venezolano fue, precisamente, la lógica de una Política de Seguridad Democrática que, lejos de concebir integralmente el espacio de confrontación, priorizó, no por casualidad, los emplazamientos centrales en detrimento de otros periféricos como Arauca o Norte de Santander.