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Luis Felipe Vertel Urango es un nombre, pero también fue una sentencia. Un castigo por una serie de crímenes macabros que un fugitivo criminal perpetró en Córdoba y cuya condena terminó injustamente purgada por un campesino. Fueron seis largos años de cárcel en los que Vertel Urango pagó con su alma y su libertad los desagravios de otro, y la injustificable confusión de la Fiscalía. Esta es la historia de quien sobrevivió a tener el nombre de un paramilitar.
Un relato de Apartadó
Para llegar a la casa de Luis Felipe Vertel hay que transitar por las veredas de Apartadó (Antioquia), en medio de extensas plantaciones de banano que, en el horizonte, terminan confundiéndose con las aguas del Atlántico. Entre los miles de hectáreas ricas para el cultivo quedan al descubierto las realidades de Colombia. Las Agc marcan su presencia en cada esquina, con pintura amarilla en las fachadas de las casas de lata. O con suerte de madera, material que se pudre, pues en el Urabá llueve porque sí y porque no.
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El corregimiento donde vive Vertel tiene decenas de hogares, conectados por una carretera de tierra, que también hace las veces de parque para los niños. Suenan las motos de bajo cilindraje, que llevan en su lomo a campesinos en camiseta que cargan frutas en la espalda. Van a Apartadó, donde, en contraste y a 39 minutos, la riqueza del imperio bananero adorna el paisaje con camionetas enormes y construcciones propias de una capital. Entre susurros, algunos dicen que también se debe al dinero de las Agc, que están en su casa.
Vertel se apena de ser anfitrión. Cuando habla desvía la mirada. Tiene mucho por recordar y denunciar. Hace un año salió de prisión y todavía no consigue empleo. Perdió su subsidio de salud y la fuerza de trabajo que conservaba después de entregar en las bananeras. La puerta de madera vieja de su casa parece tener los días contados. El bombillo en la sala es lo más cercano a un electrodoméstico. Mallas negras protegen su cama de los mosquitos. Debajo de una mesa tiene centenares de papeles, desordenados. Es su expediente. Miles de palabras que jamás entendió, pero que significan que es un hombre inocente.
“Yo jamás he participado en grupos al margen de la ley. Todo el tiempo he sido del campo y por eso gracias a Dios he sabido vivir la vida. Jamás he sabido qué es un armamento en mis manos. ¿La herramienta mía? Un machete, un martillo, un hacha. Sé sembrar una mata de yuca, de plátano, de maíz, arroz. ¡Qué injusticia que la ley cometió conmigo!”, dice.
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A lo lejos se escucha al presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda Tres Esquinas rifando un ventilador. Está en el colegio de la zona, ante la mirada de decenas de campesinos ansiosos por estrenar. De esta misma vereda salía Vertel el 8 de febrero de 2015 a llevarles dinero a sus padres, en Valencia (Córdoba). En el camino lo detuvo la Policía. Revisaron sus antecedentes penales y se dieron cuenta de que tenía una condena de 40 años de prisión. Y lo peor: su nombre escrito al lado del de los temidos exjefes paramilitares Salvatore Mancuso, Fidel y Carlos Castaño.
Un exterminio
Vertel pasó de cargar en sus manos un fajo corto de billetes a unas esposas. Lo condujeron a la cárcel Las Mercedes, en Montería (Córdoba). Pasó la tarde amarrado a un arco de microfútbol. Pronto se enteró que lo acusaban de crímenes que ni podía imaginar. La Policía de Córdoba anunció su captura como un logro. Se suponía que con ella la justicia colombiana empezaba a reparar en algo a la familia Padilla, cuyos miembros fueron exterminados en los noventa en un municipio aledaño de Urabá.
El caso se remonta al 29 de noviembre de 1994. Ese día, un grupo paramilitar asaltó la finca Las Gardenias, en el municipio de San Pedro de Urabá (Antioquia). Buscaban a Alejandro Antonio Padilla, a quien acusaban de colaborador de la guerrilla de las Farc. Al final encontraron a sus hijos, Valdemiro, Roberto y Estanislao, quienes fueron fusilados uno a uno. Algunos fueron desollados. Su único pecado: Salvatore Mancuso los referenció como informantes de la insurgencia. Los paramilitares robaron la finca de Alejandro Padilla y 500 cabezas de ganado. No obstante, no pudieron arrebatarle la vida a Sofanor Padilla, otro de los hijos.
El único sobreviviente corrió cuanto pudo para salir de la masacre. Días después denunció entre los involucrados a “Luis Vertel” y a su hijo “Bedie Vertel Osorio”. Se trataba de un viejo vecino de la familia, con quien los Padilla habían tenido problemas por cruces de ganado entre las fincas. Todo indica que entró a las filas de las autodefensas, buscando protección y despojos a través de la maquinaria criminal más potente en la región. Alejandro Padilla y los miembros restantes de su familia se desplazaron a San Pelayo (Córdoba).
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Parecían kilómetros suficientes para escapar de Mancuso, sin embargo, el jefe paramilitar tenía ojos en todo Urabá y Córdoba. En mayo de 1997, 25 paramilitares llegaron a la vivienda y asesinaron a Padilla, a su esposa Evangelina Ortega, a su hijo Alejandro Padilla Ortega y a tres personas más. Sus cuerpos se desvanecieron cuando los “paras” quemaron la casa. De nuevo, otra sobreviviente acusó al tal Luis Vertel.
Ser homónimo
En marzo de 2000 la Fiscalía declaró como personas ausentes y probables victimarios del exterminio de la familia Padilla a Salvatore Mancuso, Fidel y Carlos Castaño, y a Luis Felipe Vertel Urango. Mientras los primeros eran responsables de un derrame de sangre a nivel nacional y buscaban una salida negociada a su guerra, el ente investigador dio con Vertel Urango tras esculcar las registradurías de Córdoba. En 2007, los cuatro fueron condenados por el Juzgado Segundo Penal de Antioquia, una sentencia que luego confirmó el Tribunal de ese departamento.
Con Mancuso condenado por narcotráfico en Estados Unidos y los hermanos Castaño asesinados (uno sigue desaparecido), solo restaba dar con Vertel. La Policía, sin querer, lo encontró en 2015 y desde entonces empezó a correr una extensa condena, por la que el campesino jamás pudo defenderse. En menos de un día pasó de ser el único soporte de su hogar a quedar retratado en los diarios locales como el peor enemigo de los Padilla. “En la cárcel, en Montería, perdí a mi mamá. Estando en Popayán, a mi papá. Fueron cosas que me dieron duro. Yo les daba recursos a ellos. Se fueron y no los vi. Perdí primos, tías y tíos. ¿Por qué? Por culpa de la ley”, recuerda.
Lo interrumpe su mejor amigo y excuñado, Iván Antonio Flórez, con quien Vertel pasó sus tardes de juventud. “A uno le da impotencia porque detener a una persona injustamente es algo doloroso, sabiendo como es él: humilde y trabajador. Lo que sabe es tomar un hacha para tumbar un palo”, agrega Flórez, quien, con más de 50 años, conserva el grosor en los brazos que le da su labor de embolsador de banano.
Una verdad sin nada a cambio
Vertel estuvo seis años encarcelado junto a criminales presos por delitos violentos. Él, en contraste a la dureza del carácter de sus compañeros, lloraba casi todos los días. Dice que se refugió en Dios. Su familia, como podía, le enviaba encomiendas. Y, con todo en su contra, la abogada Paola Petro, una defensora pública, tomó el caso. Aunque su humilde familia pensaba que no podría costear un buen abogado, para Petro el caso se volvió en una misión: combatir la injusticia.
“Es un campesino, la palabra incluso queda en deuda con él, porque es la real muestra de lo que es el labrador de la tierra. No sabía leer ni escribir, lo tengo presente, porque todas las actuaciones que teníamos había que leérselas y ponerlo en el contexto de lo que se iba a solicitar y de las gestiones que se iban a adelantar”, dice Petro, apenas conteniendo las lágrimas. La llegada de la abogada al caso coincidió con el regreso a la región de un exparamilitar que terminó por desenredar el expediente, en un giro que ninguno esperaba.
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En 2016, el jefe paramilitar Jesús Ignacio Roldán, alias Monoleche, llegó de traslado a la cárcel Las Mercedes, donde estaba Luis Felipe Vertel. Su presencia intimidaba, pues conoce la guerra en Colombia en sus entrañas. Le han preguntado, incluso, por la parapolítica en Córdoba y el Urabá, y fue testigo en el juicio que aprieta a hermano del expresidente Álvaro Uribe Vélez, Santiago, por supuesta alianza con el grupo paramilitar de Los 12 Apóstoles. Paola Petro lo contactó en Las Mercedes y logró que dijera todo lo que sabe del extermino de Los Padilla, sin que eso significara ningún beneficio en su condena.
Aseguró ante un magistrado del Tribunal Superior de Montería que sí conoció a un “Luis Vertel” en Córdoba, que era vecino de la finca “Las Gardenias”, pero que mejor podrían decirle alias El Compadre. “Había comprado una cantidad de tierra para los Castaño y no había pagado (…). Cuando los Castaño se dan cuenta de que lo van a asesinar, este tipo (El Compadre) se vuela pa´ Venezuela, y hasta donde sé, señor magistrado, hasta la fecha todavía está en Venezuela”, testificó. Y cuando le enseñaron una foto de Luis Felipe Vertel Urango dijo: “Es totalmente una persona que no tiene que ver con El Compadre”.
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Monoleche, además, confirmó que El Compadre exterminó a los Padilla junto a su hijo, quien tenía entre 18 y 19 años. No se entiendo cómo la Fiscalía no indagó en ello, pues solicitó la condena de Vertel a pesar de que el campesino solo tiene un hijo, Jader Luis, quien tenía apenas cuatro meses cuando los Padilla fueron acribillados. Aparte, la abogada Petro consiguió el testimonio de la sobreviviente Virginia Padilla, quien solo tuvo que confirmar que Luis Felipe Vertel jamás fue su vecino y que El Compadre, el “para” que le arrebató su familia, físicamente era distinto.
Con todas esas pruebas, Petro advirtió a la Corte Suprema de Justicia del error. Luego de seis años, en febrero de 2021 Vertel quedó libre y regresó a la misma vereda Tres Esquinas de Apartadó. Volvió sin padres a quién atender, sin energía para trabajar y furioso con “el gobierno y la ley”. La Corte Suprema, en un fallo de 72 páginas, además le contó quien pudo ser el hombre a quien le estaba pagando los crímenes: Luis Gonzaga Bertel Durango. Se trata de un antiguo ganadero nombrado por decenas de postulados a Justicia y Paz, que podría estar en Venezuela haciendo las veces de inocente, mientras el protagonista de esta historia ocupaba su lugar en la cárcel.
Un nombre limpio
Jader Luis Vertel se recupera de un accidente en moto. Usa gafas y tiene una reciente cicatriz que le cubre casi todo el cráneo. Es noble, como todas las personas que Vertel saluda mientras tiene el micrófono en frente. Jader Luis Vertel recuerda cuando su padre regresó a casa. No podía ofrecerle una gran fiesta, pero ayudó a prepararle un sancocho. “Espero que las autoridades se pongan la mano en el corazón y reconozcan la injusticia. Que repararen los daños que le cometieron a él y a la familia. Lo más duro es que mis abuelos fallecieron él estando en la cárcel y él tenía rato que no los podía ver”, concluyó. Era vigilante hasta que perdió el equilibrio conduciendo y por poco pierde la vida.
Luis Felipe Vertel escucha una sugerencia que su amigo, Iván Flórez, le cuchichea al oído por vergüenza. Solicita, entonces, unos minutos más de entrevista para repetir sus peticiones: “Yo lo que quiero, como le dije a la Corte Suprema, es que mi nombre quedé borrado a nivel nacional de todo lo que me acusaron. Que yo me pueda mover de Colombia a donde quiera y no tenga inconveniente de nada. Que todo esté limpio”. Recuerda con dolor, no solo los días en prisión, también las veces que su familia fue acusada y rechazada por supuestamente tener la sangre de un paramilitar.
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Decepcionado hasta los huesos con la justicia penal, tocó la puerta de la justicia administrativa para que una demanda contra la Fiscalía y la Nación repare los daños. Los años que quedaron encerrados en las cárceles. Los días de trabajo que no materializó en su hogar. El dolor de confrontar la muerte de sus padres a la distancia. La vergüenza de ser confundido con quien fue capaz de acabar vidas humanas por un trozo de tierra. Luis Felipe Vertel Urango no cierra la conversación sin precisar, además, que no le guarda rencor a Luis Gonzaga Bertel Durango, quien anda en algún lugar del mundo debiéndole seis años de su vida.
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