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La herida vengada: primer capítulo del libro sobre nueve nefastos días en que Colombia se llenó de dolor

El Espectador publica uno de los capítulos del libro '1985, la semana que cambió a Colombia' de la editorial Semana Libros, a propósito de los 30 años del holocausto del Palacio de Justicia.

Alfredo Molano Bravo* Cortesía Semana Libros
07 de noviembre de 2015 - 01:44 a. m.

I
 
El paro de septiembre de 1977 en demanda de mejoras salariales y respeto a la vida puso a temblar el establecimiento. En Bogotá hubo numerosos muertos. Los militares, que miraban todo problema de orden público como una manifestación del «enemigo interno», le pidieron a Alfonso López Michelsen tomar medidas extraordinarias. López pasó de agache, pero Julio César Turbay, que lo sucedió y era coronel honorario de las Fuerzas Militares, decretó el llamado Estatuto de Seguridad, que endurecía las penas a delitos contra el orden público y daba a los militares amplias facultades para juzgar civiles. El M-19, que gozaba de simpatía popular, realizó varios atrevidos operativos que lo pusieron a la cabeza de la resistencia contra el Gobierno. El 31 diciembre de 1978 guerrilleros del M-19 asaltaron el Cantón Norte y se llevaron cerca de cinco mil armas, y en febrero de 1980 se tomaron la embajada dominicana. Los militares quedaron en ridículo. Iáder Giraldo, un columnista muy leído, les aconsejó contratar una empresa de vigilancia privada para impedir una nueva sorpresa. Los fusiles le costaron al M-19 más de trescientos cincuenta presos, muchos torturados en la Escuela de Caballería en un lugar conocido como El Polvorín. De la embajada, en cambio, los guerrilleros salieron aprestigiados, y Turbay redobló las medidas represivas. Fueron los días en que el general Camacho Leyva, ministro de Guerra, habló del «terrorismo intelectual». García Márquez y Daniel Samper Pizano se refugiaron en México y España.
 
Belisario Betancur montó su candidatura con un contundente «sí se puede», con el que ganó las elecciones de 1982. En su discurso de posesión abrió la puerta de la paz; Jaime Bateman aceptó el reto y se tendieron puentes para una negociación que, se aspiraba, fuera un diálogo nacional. La primera medida del Gobierno fue una ley de amnistía que abrió las puertas de las cárceles a más de mil doscientos presos, la gran mayoría condenados por rebelión.  Los militares vivieron la medida como una burla. El ministro de Guerra, general Fernando Landazábal, declaró: «Cuando se ha estado a punto de obtener la victoria militar definitiva sobre los alzados en armas, la acción de la autoridad política interviene transformando sus derrotas en victorias de gran resonancia». No obstante, en agosto de 1984 se pactó un cese el fuego sin entrega de armas en Corinto, una especie de arras de la negociación de paz que se llamaría «Diálogo Nacional». En El Hobo (Huila) y Corinto (Cauca) se firmó una tregua temporal con el M-19, y en La Uribe (Meta), un primer cese el fuego con las Farc. El Ministro de Guerra volvió a tronar: «No se oyó a los generales, no se les quiso oír jamás, y en cambio se pactó una tregua con los rebeldes, que no es ni será más que un instrumento de presión fabricado por la subversión de tipo internacional». Al malestar manifiesto en las Fuerzas Militares se unió una no disimulada incomodidad en el establecimiento. Poco a poco la presión contra el Presidente creció y debilitó sus esfuerzos por la paz. Se oyó hablar de golpe militar cuando el general Landazábal gritó: «El país debe acostumbrarse a oír a sus generales». Betancur le respondió: «Los militares deben acostumbrarse a las amnistías». En diciembre de 1984, tropas de la Tercera Brigada atacaron al M-19 en Yarumales (Cauca), pese a que la tregua estaba vigente. El Gobierno exigió que los guerrilleros salieran desarmados y sin uniformes hacia Los Robles (Cauca). El Ejército argumentaba que allí se escondían secuestrados, y el Ministro de Gobierno, que era una República independiente. El M-19 pidió la presencia de la Comisión de Verificación, demanda que se había vuelto ya rutinaria, sin que los resultados se hicieran públicos. La respuesta fue un combate de veinticuatro días, al término de los cuales el Eme realizó su VIII conferencia en Los Robles, donde se decidió volver a la guerra. En Armenia (Quindío) atacó al Batallón Cisneros con cargas explosivas y fusilería; atentó contra el ministro de Gobierno, Jaime Castro, y contra el comandante del Ejército, general Samudio Molina. Iván Marino Ospina cayó en combate con la fuerza pública, y Antonio Navarro fue herido en un atentado con granadas.
 
El prestigio del M-19 comenzó a declinar como efecto calculado de los medios de comunicación, presionados a su vez por los gremios, que vieron en las concesiones de Belisario un peligro inminente para su hegemonía política. En agosto de 1984 El Tiempo opinaba: «Es natural que surja el recelo de que el Poder Ejecutivo, llevado por consideraciones no ajenas a una cierta simpatía por los guerrilleros, se abstenga de combatirlos con verdadera eficacia y vaya así dejando la Nación a la implacable violencia de ellos».  Los permanentes combates en medio de una menguada tregua contribuyeron a erosionar el apoyo de la opinión pública al camino entreabierto por el Presidente. 
 
Rosemberg Pabón comentaría después: «Desde el 24 de agosto de 1984 hasta que se rompió la tregua, en 1985, no hubo un día de descanso, todos los días fuimos atacados». Fue, como se llamó, una «tregua armada». El general Rafael Samudio Molina declaró que «pretender hacer la paz a espaldas del estamento militar […] no es bien visto […] y está destinado al fracaso».
 
Las relaciones entre el poder judicial y los militares se comenzaron a enfriar a medida que el Gobierno sacaba adelante la amnistía. En esencia, la diferencia giraba en torno al alcance de la justicia penal militar para juzgar civiles y, por tanto, sobre la conexidad entre conductas comunes y delitos políticos. El doctor Alfonso Reyes Echandía, presidente de la Corte Suprema de Justicia, había criticado muy severamente la utilización de las figuras del estado de sitio y de la justicia penal militar como recurso para resolver los problemas sociales y políticos. «Hemos dicho ya que dentro de la concepción político-militar de la teoría de la seguridad nacional se les han entregado en nuestros países a las Fuerzas Armadas el control del orden público interno y la tarea de combatir militarmente a los grupos rebeldes o sediciosos».  La cuestión se complicó aún más cuando el procurador Carlos Jiménez Gómez denunció el vínculo de cincuenta y nueve militares activos con la organización paramilitar Muerte a Secuestradores (MAS), creada a raíz del secuestro de Martha Nieves Ochoa por parte del M-19. Los gremios de industriales y ganaderos rechazaron la declaración de Jiménez Gómez. «El MAS no existe sino en mentes enfermizas de malos colombianos. Las Fuerzas Armadas saldrán airosas […]», declaró la Asociación Nacional de Industriales (Andi). 
 
Un hecho de profunda significación para el M-19 tuvo lugar el 30 de septiembre de 1985. Un comando guerrillero se robó un camión con leche en el sur de Bogotá, y cuando los guerrilleros estaban repartiéndola, quinientos hombres de la Policía, el Ejército y el DAS rodearon a los insurrectos y dispararon a discreción: once muertos. La Procuraduría declaró: «Nuestra prueba testimonial y técnica avala conclusiones que no favorecen la actuación de los agentes de la Policía». En 1997, la Corte Interamericana de Derechos Humanos afirmó que los guerrilleros habían sido «ejecutados arbitraria y sumariamente» por agentes del orden. Como represalia contra la muerte de los guerrilleros, tuvieron lugar dos acciones de envergadura: el ataque al Batallón Cisneros, que fracasó porque las cargas de dinamita no estallaron, y el atentado contra el general Samudio, el 23 de octubre, del que salió vivo gracias a la pericia del conductor del automóvil. Para los militares se trataba de una peligrosa ofensiva facilitada por la amnistía decretada por Betancur.
 
En la clandestinidad, sin medios de comunicación en la mano, el M-19 se convirtió en un poder «alternativo de poca monta». Betancur había optado por apoyarse en los militares, en vez de retarlos; el establecimiento, por su parte, le apretaba las tuercas al Presidente. «Las declaraciones, en contra de las iniciativas de paz, de los generales Fernando Landazábal y Rafael Samudio fueron respaldadas por los gremios económicos. Ganaderos y terratenientes amenazaron con asumir su propia defensa y difundieron públicamente su oposición al proceso de paz emprendido por Belisario Betancur». 
 
Nunca como en aquellos días la organización había necesitado tanto un «golpe publicitario revolucionario». Sin Jaime Bateman y sin Iván Marino Ospina, Álvaro Fayad y Lucho Otero planearon lo que llamaron una «demanda armada»: «Un pedido de cuentas público por el colapso de la tregua que reivindicaría al M-19 les probaría al país y al mundo la criminalidad del gobierno colombiano y sus agentes asesinos».  El plan original, según un miembro del M-19 que inicialmente fue seleccionado para la toma, consistía en copar el edificio, defenderlo desde adentro con cargas explosivas y fuego de fusilería, y desde afuera, con francotiradores apostados en edificaciones adyacentes. La negociación con el Gobierno se llevaría a cabo en un lugar distinto al Palacio de Justicia. Las acciones armadas eran paralelas a la negociación y no unificadas, como se hicieron después. El plan fue sustituido por uno que tendría lugar el 18 de octubre, día en que llegaba a Bogotá el presidente de Francia, François Mitterrand. Pero los militares habían descubierto el plan y lo habían denunciado. El 16 de octubre, «dos guerrilleros fueron detenidos merodeando el Palacio y en posesión de completos planos de la edificación. Pocas horas después, durante un allanamiento a una residencia del movimiento, fue incautada una grabación que contenía la proclama que se debía dar a conocer en el momento de la toma». El ministro de Defensa, Miguel Vega Uribe, dijo en la Cámara de Representantes: «El M-19 planea tomarse el edificio de la Corte Suprema de Justicia el jueves 17 de octubre, cuando los magistrados estén reunidos, tomándolos como rehenes al estilo embajada de Santo Domingo [sic]; harán fuertes exigencias al Gobierno sobre diferentes aspectos, entre ellos el Tratado de Extradición».  La situación fue intensamente discutida en el comando superior y se fijó una nueva fecha: 6 de noviembre. El Gobierno dictó medidas extremas de seguridad y el Palacio se volvió, al decir de un sobreviviente citado por la Comisión de la Verdad, «un edificio donde era más fácil salir que entrar». La Policía Nacional lo vigilaba las veinticuatro horas, e instalaron máquinas detectoras de armas en la entrada principal.
 
 
El 5 de noviembre por la noche, en la casa de concentración, punto de partida —situada en la Calle Sexta sur con Carrera Octava, en Bogotá—, Lucho Otero, el comandante militar de la operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre, había explicado, por fin, el sentido de la operación: se trata de una «protesta armada» que se hará con la toma del Palacio de Justicia. Leyó el manifiesto que Otty Patiño había mandado imprimir: se acusaba de traición a Betancur y se le convocaría a un juicio al que los magistrados de los altos tribunales acudirían en calidad de invitados y no de rehenes. Lo repitió varias veces. Cargo a Betancur: Traición a los acuerdos de cese el fuego y Diálogo Nacional, «en actitud dolosa». A renglón seguido, exigirían la presencia en el Palacio de Justicia de los miembros de la Comisión de Verificación para dar su versión sobre las violaciones del cese el fuego. Y remataba así: los culpables de traicionar los acuerdos «merecen una sola condena: ser desterrados del Gobierno para que una nueva voluntad nacional, patriótica y democrática, asuma la tarea posible aquí y ahora de hacer la paz». El negro Jacquin, tercero al mando, explicó, mapa sobre el suelo, cada uno de los movimientos de los grupos desde el sitio de partida hasta el control total de la edificación, momento en el cual se notificaría al Presidente la iniciación del juicio al que debería comparecer en persona o mandar un representante. La operación remataría con el traslado de los insurgentes que participaban en el operativo a Yarumales (Cauca) y al barrio Siloé, en Cali. Algunos, no obstante, llegaron a pensar que del Palacio de Justicia saldrían para el Palacio de Nariño. Otero se despidió hacia las 9 p.m. A las dos de la mañana la casa quedó en silencio. La fuente del M-19 consultada afirma que en Bogotá se entregó el ordeno firmado por Álvaro Fayad y Carlos Pizarro que suspendía el operativo. Una orden que nunca se cumplió.
 
 
II
 
Mis relaciones con el M-19 habían sido personales con el Flaco Bateman, Álvaro Fayad, Lucho Otero y otros, a quienes conocí y traté en la Facultad de Sociología de la Nacional cuando pertenecían a la Juventud Comunista (Juco).  En algunas elecciones estudiantiles nos aliábamos y en otras no. Ellos eran de la Juco, nosotros, camilistas. Eso era claro. Pero para nosotros, ellos no eran unos «mamertos» corrientes, sentíamos que detrás de cámaras, como se dice, tenían una febril actividad clandestina. Después supe que ese algo era una estrecha relación con las Farc, lo que explicaba todo. Durante un tiempo no volví a saber de ellos hasta el día que el Flaco me llamó y me dijo: «Oiga, hermano, quiero comerme unos chorizos en La Españolita». Nos encontramos en ese restaurante en lo que todavía era el «norte de Bogotá». Llegó manejando un viejo Volkswagen. Nos tomamos un par de cervezas y me preguntó a quemarropa: «Hermano: ¿usted qué sabe de la Amnistía? Turbay está hablando de esa joda y nosotros no sabemos ni mierda de eso». Le respondí que yo tampoco sabía, pero que hablando de amnistía, me parecía simbólico que nos hubiéramos encontrado al lado del restaurante La Bella Suiza, porque de ahí, el 6 de junio de 1957, salió Guadalupe Salcedo después de tomarse unos tragos con Juan Lozano y los exguerilleros Álvaro Villamil y Franco Isaza hacia el sur de la ciudad, donde fue asesinado por la Policía. El Flaco soltó una risotada de incredulidad. Quedamos en volver a vernos después. Un después que se cumplió en casa de una amiga común, frente al Batallón de Caballería en el norte de Bogotá. La velada fue más larga. Grabé buena parte de la conversación con la idea de hacer un libro con ellos; entre trago y trago se me olvidó la grabadora. Terminamos dormidos en la sala. Turbay les había dado treinta días para acogerse a la amnistía, a lo que Bateman le respondió: «Le regalamos esos días, Presidente». No volví a verlo. Cuando murió, me llamaron de Semana María Elvira Samper y Laura Restrepo a preguntarme si yo tenía algo «fresco» sobre Bateman. Desempolvé la grabación que había hecho a medias y se publicó. Hablaba de la cadena de amor que lo protegía y que encabezaba Clementina, su mamá. 
 
 
III
 
Aquel 6 de noviembre trabajaba yo como consultor en una firma de ingenieros situada en la Avenida Chile, en Bogotá. A las doce en punto salí a almorzar y estaba parado tratando de atravesar la Carrera Séptima cuando oí un ruido desacostumbrado y miedoso: era media docena de tanques de guerra que pasaron a toda velocidad y subieron por la Calle 72 a tomar la Carrera Quinta hacia el sur. ¿De qué se trataba un despliegue tan agresivo un día que no era ni 20 de Julio ni 7 de Agosto? ¿Para dónde irían con sus cañones al viento y con semejantes caras de miedo e ira? Tres minutos después oí por la radio que la guerrilla se había tomado el Palacio de Justicia. El contingente de tanques iba al mando del teniente coronel Alfonso Plazas Vega, que minutos antes había estado en la oficina de su suegro, el general Miguel Vega Uribe, entonces ministro de Defensa. Según lo que relata la periodista colombo-irlandesa Ana Carrigan en su libro El Palacio de Justicia: una tragedia colombiana, a las 11:40 un personaje llamó al Ministro y le informó la novedad. De acuerdo con el Informe de la Comisión de la Verdad, allí se enteró de la noticia. A las 12:15 lo vi pasar al mando de los tanques, y a la Plaza de Bolívar llegaron a las 12:25, según la misma investigadora.  Es decir, en cuarenta minutos Plazas Vega había recorrido veintitrés kilómetros. Desde ese momento hasta las dos de la madrugada, mientras yo escribía mi libro Siguiendo el corte, no me desprendí del radio. A esa hora trágica oí la explosión del rocket contra el Palacio de Justicia que acabó con lo que quedaba en el cuarto piso. Según Ana Carrigan, Vega Uribe informó al Presidente que al parecer Reyes Echandía estaba en el baño con Andrés Almarales.  Luego se comprobó que esto no era cierto. Se cumplía así la orden que Paladín 6, el general Jesús Armando Arias Cabrales, al mando de la operación, dio a sus hombres: «Apurar, apurar a consolidar, y acabar con todo». Habían transcurrido catorce horas del asalto, el primer día de la tragedia. Es extraño: el recuerdo que tengo de aquel acontecimiento que resume la historia de las relaciones entre el poder civil y el poder militar en el país se limitó durante muchos años a las imágenes del paso de los tanques por la Avenida Chile y del último roquetazo contra el Palacio de Justicia. En medio de esos cuadros, que se quedaron congelados en mi memoria, suele saltar la figura del coronel Plazas Vega respondiéndole a un reportero de RCN que le había preguntado cuál era la «decisión» de las fuerzas del Estado en ese momento: «Pues, mantener la democracia, maestro».
 
IV
 
El miembro del M-19 consultado y citado atrás recuerda que ese 6 de noviembre a las nueve de la mañana —dos horas antes de iniciarse el operativo— oyó a Yamid Amat comentando que a Caracol habían llegado documentos sobre la inminente toma del Palacio de Justicia por parte del M-19. La noticia lo dejó helado porque estaba seguro de que el operativo se había suspendido. Hacia las 10:30 a.m. del 6 de noviembre, el general Rafael Samudio Molina se notificaba en la Sección Tercera del Consejo de Estado del fallo contra el Ministerio de Defensa por las torturas infligidas a la médica Olga López de Roldán, en la Brigada de Institutos Militares (BIM), a raíz del robo de armas del Cantón Norte. Según diría más tarde el general Samudio a la Comisión de la Verdad, al llegar a la Plaza de Bolívar se sorprendió «del despliegue de tanta tropa». «En el despacho del Consejo de Estado vi a un abogado que estaba mirando un expediente».  Se trataba de Jacquin, cuyo nombre de guerra era «Pompo», quien una hora antes había entrado con seis de sus compañeros, vestidos de civil pero armados con revólveres, sin que la máquina detectora los hubiera registrado. Hicieron un reconocimiento rápido de la situación interna: a las 11 a.m. llamó por teléfono a Otero y le contó que no había Policía y que el operativo se podía poner en marcha. «El 6 de noviembre de 1985, el Palacio de Justicia amaneció sin protección policial y sólo contaba con mínima vigilancia privada, conformada por no más de seis empleados de la empresa Cobasec».  Parecía como si la fuerza pública hubiera atendido literalmente el sarcasmo de Iáder Giraldo de contratar los servicios de seguridad privada para vigilar objetivos amenazados por la guerrilla. «En este sentido, múltiples testimonios recibidos por la Comisión de la Verdad coinciden en plantear que el retiro de la vigilancia pudo ser deliberado, dado el conocimiento previo que se tenía de los planes de la toma y los antecedentes de la confrontación entre las Fuerzas Armadas y el M-19. Conforme a varias versiones, era inocultable que el Ejército, vejado en su dignidad, herido en su amor propio ante hechos como el robo de las cinco mil armas del Cantón Norte, ante la orden de cese al fuego impartida por el Gobierno frente a los combates en el marco del conflicto armado en Yarumales y los atentados del grupo guerrillero, esperaba una oportunidad propicia para desquitarse de su enemigo». 
 
Media hora más tarde el camión donde iba el grueso del comando Iván Marino Ospina, comandante asesinado unos días antes en Cali, rompió la barrera de entrada al sótano del Palacio, situado en la Carrera Octava. A esa hora, la esposa del magistrado Manuel Gaona lo llamó para desearle suerte, ya que él era ponente del fallo sobre la exequibilidad del tratado de extradición, que tendría lugar esa mañana. El operativo había comenzado con un error gravísimo: por un cambio ordenado a última hora por Otero, el grupo que debía entrar por la puerta principal al mismo tiempo no pudo unirse al grupo mayor, donde iba Almarales. Con todo, el edificio —un verdadero búnker— fue copado con rapidez. En los primeros minutos habían quedado muertas seis personas de seguridad del Palacio y dos guerrilleros. En el Palacio había trescientos civiles y treinta y cinco guerrilleros activos. El grupo perdido desistió de entrar porque al llegar, la balacera ya se había trabado. El presidente de la Corte Suprema de Justicia, magistrado Alfonso Reyes Echandía, había entrado unos minutos antes a su oficina, donde lo encontrarían Jacquin y Otero, encargados de los «rehenes fundamentales». En ese momento el magistrado Gaona salió de su oficina, se enteró de la gravedad de lo que estaba sucediendo, colgó un pañuelo blanco en la puerta y volvió al expediente. 
 
Los planes de Otero se desbarataron al no poder entrar el grupo que se tomaría el sótano y enfrentaría los tanques en la puerta principal. Esos tanques —Cascabel y Urutu— habían sido alistados semanas atrás, así como el Plan Tricolor, preparado de antemano, dispuesto a ponerse en marcha tan pronto el ministro Vega Uribe y el general Samudio Molina dieran la orden. Los guerrilleros instalaron un par de bombas Claymore en la entrada sur y concentraron su fuerza entre los pisos segundo y tercero, en la esquina noroccidental, desde donde podían dominar todo el edificio. Betancur y su ministro de Relaciones Exteriores, Augusto Ramírez Ocampo, fueron informados del hecho mientras los embajadores de México, Uruguay y Argelia presentaban sus credenciales. Betancur, personalmente, dio la orden al Batallón Guardia Presidencial de apoyar a la Policía para «restablecer el orden y sobre todo, para evitar el derramamiento de sangre». Fue, afirma Ana Carrigan, la única orden militar del Presidente. A las 12:30 citó al Ministro de Defensa a una reunión con el gabinete en pleno; llegaría dos horas y media más tarde cuando tres tanques estaban ya adentro del edificio y dos mil hombres atacaban a los treinta y cinco guerrilleros que había en esa ratonera en que se convertiría el Palacio de Justicia en pocas horas.  Los generales Arias Cabrales y Samudio Molina, con el visto bueno de Vega Uribe, a quien el M-19 le había robado los cinco mil fusiles siete años antes, elaboraron un plan para la recuperación del edificio con armas de guerra convencional: ametralladoras y fusiles, carros blindados, desde afuera. Y desde adentro: granadas, cañones, rockets, bombas, minas, explosivos plásticos, dinamita. «La orden terminante era matarlos a todos», concluye Ana Carrigan.
 
El general Arias Cabrales declaró después a la Comisión de la Verdad: «Para recuperar el edificio y rescatar a los rehenes, procedí con una acción inmediata, sin dar respiro». A la 1:30 entraron a la edificación los primeros dos de los veinticuatro blindados que permanecerían hasta las 10 p.m. El coronel Plazas Vega declaró que la orden de entrar con los tanques la había dado el Presidente. El Presidente declaró a la Comisión de la Verdad: «No ordené el ingreso de los tanques al Palacio de Justicia, en detalle no me consultaron el ingreso de los tanques, la responsabilidad es del comandante militar y era una operación de tracto sucesivo, entregué el mando al Ejército como comandante en jefe». La operación helitransportada se inició a la 1:30. El Director General de la Policía dijo ante la Comisión de la Verdad que no había pedido autorización al Presidente para dicha acción porque no la necesitaba. Detrás de los tanques entraron comandos de varias fuerzas del Estado, mientras los guerrilleros se afianzaban en el segundo y el tercer pisos. El infierno comenzó entonces. Según la Comisión de la Verdad: «los tanques disparaban continuamente […] los helicópteros empezaron a sobrevolar, había una “lluvia de balas” que penetraba en las oficinas; caían las cortinas y las lámparas, los vidrios se reventaban, se vivía una situación de terror». Plazas Vega comentaría más tarde: «[…] en cuanto al desorden, así es la guerra, cada cual se bate como puede; lo del Palacio fue una batalla y no hay ninguna batalla donde no desaparezcan personas».
 
A las 2 p.m. los guerrilleros Luis Otero, Alfonso Jacquin y Guillermo Elvencio Ruiz llegaron al despacho del Presidente de la Corte y lo trasladaron a la oficina del magistrado Pedro Elías Serrano Abadía, en la cara oriental, donde concentrarían veinticinco personas, entre ellas diecisiete magistrados, plenos y auxiliares. En el tercer piso, sector noroccidental, estaba Almarales con sesenta personas hacinadas en el baño y asfixiadas por los gases lacrimógenos. Entre las dos y las tres de la tarde el Ejército recuperó el primero y el segundo pisos y atacaba con bombas, gases y lanzallamas el tercero. En esta acción fue incinerada la mayoría de los archivos del Palacio. Ana Carrigan, que investigó al detalle este hecho, escribió lo siguiente: «El incendio comenzó entre las 5 y las 5:30 p.m. en la esquina nororiental de la biblioteca en el primer piso, y se regó con rapidez por toda el ala nororiental […] El Ejército dijo que el M-19 lo había iniciado, que estaba quemando los archivos de sus patrones […] Pero más tarde los investigadores se dieron cuenta de que era imposible que la guerrilla prendiera fuego a la biblioteca puesto que desde las 2 p.m. el primero y el segundo pisos estaban totalmente controlados por el Ejército».  Hay pruebas muy sólidas que señalan que una de las causas pudieron haber sido los cohetes del Ejército, y otra, como Nicolás Pájaro, sobreviviente, afirmó a la Comisión de la Verdad: «Volaban las lenguas de fuego del puro centro del edificio, y llegaban al tercero y llegaban al cuarto».  Otros magistrados afirmaron: «Eran como bolas de fuego que subían del patio central hacia el tercero y el cuarto pisos».  La Comisión de la Verdad —basada en los testimonios de los hermanos Castaño, jefes de las Autodefensas Unidas de Colombia; de «Popeye», uno de los sicarios más cercanos a Pablo Escobar; y también en indicios muy débiles de Otty Patiño y de Rosemberg Pabón, y en el hecho de que una hora después de la entrada del comando guerrillero se levantó una columna de humo negro originada en el primer piso donde estaban los archivos— sostiene que hubo conexidad del M-19 con el narcotráfico. De todas maneras, los archivos existentes allí no eran piezas únicas como las obras de la Biblioteca de Alejandría y podían ser recuperados, puesto que la mayoría eran expedientes o demandas de inconstitucionalidad relativamente fáciles de reconstruir.
 
Otero comprendió que la guerrilla estaba en «una trampa sin salida» y le propuso a Reyes Echandía llamar al Presidente de la República para negociar un retiro de la guerrilla del Palacio. Reyes marcó el número del despacho presidencial. Respondió una voz que se identificó como Secretario de la Presidencia y le pidió un momento… regresó al cabo de un tiempo interminable: «[…] que el señor presidente está en consejo extraordinario de ministros, que él llamará más tarde». Nunca llamó. Betancur y sus ministros oyeron la proclama del M-19 por la radio. Al terminar, Betancur dijo: «No es posible negociar lo innegociable». El Ministro de Defensa no aparecía, a pesar de las repetidas llamadas del Presidente. Hacia las tres apareció Vega Uribe con «muchísimos generales y coroneles», según un testimonio recogido por Carrigan. Los militares —agrega— habían tomado la decisión unilateral de apoderarse a sangre y fuego del Palacio de Justicia y el Presidente los respaldó. Los magistrados se convirtieron en ese momento en rehenes de los militares. 
 
Yesid Reyes, hijo del Presidente de la Corte, se comunicó con su padre, quien le pasó el teléfono a Otero: «Tienen quince minutos para lograr el cese el fuego —dijo el guerrillero—. O si no, aquí nos morimos todos». La situación era trágica. García Márquez trató de mediar con Betancur, sin resultado. Reyes Echandía se comunicó con el general Víctor Delgado Mallarino y le pidió el cese el fuego. El oficial le respondió que la orden estaba dada pero que «la tropa a cargo del operativo no había podido recibirla». Yesid no se rindió. Habló con Yamid Amat, que aceptó abrir el micrófono al aire para que el país oyera la súplica de la justicia, arrodillada por los militares:
 
Por favor, que nos ayuden, ¡que cese el fuego! La situación es dramática, estamos rodeados aquí de personal del M-19. Por favor, ¡que cese el fuego inmediatamente! Divulgue ante la opinión pública, esto es urgente, es de vida o muerte. ¿Me oyen? […] Es que no podemos hablar con ellos si no cesa el fuego inmediatamente. Por favor, que el Presidente dé finalmente la orden del cese el fuego […] Estamos en un trance de muerte. Ustedes tienen que ayudarnos. Tienen que pedirle al Gobierno que cese el fuego. Rogarle para que el Ejército y la Policía se detengan… Ellos no entienden. Nos apuntan con sus armas. Yo les ruego detengan el fuego porque están dispuestos a todo… Nosotros somos magistrados, empleados, somos inocentes… He tratado de hablar con todas las autoridades. He intentado comunicarme con el señor Presidente, pero él no está… No he podido hablar con él…
El senador Álvaro Villegas Moreno, presidente del Senado, se ofreció entonces para mediar y habló con Betancur. El Presidente le dio un número telefónico para que se comunicaran con él, pero nadie respondió nunca. Tres veces llamó Villegas al Presidente para solicitarle que le contestara a Reyes Echandía. «A mí —declaró Villegas a la Comisión de la Verdad— se me escondió el Presidente, esa es la palabra que yo puedo decir. Es decir, tomó la decisión de no pasarme más al teléfono». En la sesión extraordinaria de ministros, según el acta, el Presidente pidió que, sin ceder en la decisión de no negociar, se ofreciera a los terroristas el respeto a sus vidas y su integridad personal y el adelantamiento de un juicio imparcial, con el lleno de las garantías procesales, ante la justicia ordinaria.
 
Hacia las cinco de la tarde, Reyes estableció comunicación con Delgado Mallarino para repetirle la demanda urgente de cesar el fuego. El oficial le respondió que se estaba haciendo todo lo posible, pero que estaban de por medio las instituciones. Otero, que estaba con Reyes, pasó al teléfono y le dijo a Delgado que el M-19 no se rendiría y que la operación continuaría a cualquier precio. Entonces, el ministro de Justicia, Enrique Parejo, trató de hablar con Almarales al teléfono 2415015, por el que Delgado había hablado con Otero. Nadie respondió. «Se llamó sistemáticamente a cada uno de los teléfonos de la Corte que figuraban en el directorio sin obtener respuesta. Quedó la impresión de que había sido cortada toda comunicación con el Palacio», finalizaba el Consejo de Ministros.
 
En efecto, hacia las cinco de la tarde, mientras la Policía atacaba desde la terraza y el Ejército llegaba al cuarto piso, se perdió toda comunicación con el Palacio de Justicia. Sobre esta hora, la ministra de Comunicaciones prohibió a través de un comunicado «la transmisión de entrevistas y llamadas a magistrados, puesto que ello dificulta cualquier operación tendiente a salvaguardar las vidas de las personas que todavía se encuentran en el Palacio de Justicia, atentamente, Noemí Sanín Posada». Más tarde, la Ministra ordenó la transmisión de partidos de fútbol por todas las emisoras. Declaró, como lo hizo el coronel Plazas Vega, que esa medida era «la única manera de salvar la democracia». Entretanto, los soldados y policías controlaban las áreas, evacuaban personal civil y lo trasladaban a la Casa del Florero para investigarlo y reseñarlo.
 
También allí se les dio «tratamiento de especiales» a algunos que a los mandos les parecieron sospechosos, «y luego los llevaban a instalaciones militares».  Los militares temían que los «chusmeros» se cambiaran de ropa y salieran como «particulares». La situación de los rehenes era desesperada. Algunos lograron salir de sus refugios y ser rescatados por los militares; otros fueron conducidos al baño entre el tercer y el cuarto piso, donde los guerrilleros eran fuertes aún. A las 6 p.m., según la Policía, habían sido evacuadas doscientas quince personas. Según el general Delgado, cuando la Policía logró entrar por la azotea, el cuarto piso «estaba lleno de humo, no había luz, no encontraron a nadie, no vieron a nadie cuando ellos informaron: “Y aquí, ¿qué vieron ustedes?”, “No, no vimos nada”. […]. La participación de la Policía fue esa. A las 5 y media de la tarde ya estaban evacuando».  Sin embargo, la Comisión de la Verdad estableció que el combate entre el M-19 y el Ejército en el cuarto piso era «feroz».  «Ya el fuego de este sector era abrasador y se desplazaba desde el costado sur hacia la esquina nororiental, donde estaban confinados los cautivos. La oscuridad era absoluta y el humo era asfixiante». Arias Cabrales ordenó disparar granadas contra el sector donde se atrincheraban guerrilleros y se arrinconaban rehenes. La Comisión de la Verdad puntualiza: «A pesar de que sabían que los guerrilleros tenían rehenes, el Ejército ordenó disparar “cargas cráter”, tan poderosas que el Ejército temía que les hicieran daño a sus propias unidades». «La idea —ordenó por radioteléfono el general Arias Cabrales, que dirigía desde el Palacio la operación— es localizar a los chusmeros esos… y si es posible, colocar la carga para abrir un roto y por ese roto aventarles granadas y fumíguelos y lo que sea, en la oficina inmediatamente de encima». El capitán Barrero le respondió que había estallado ya una carga, que esperaban el estallido de la segunda y que, dependiendo del «orificio que haga, entonces se procederá a lo concerniente».
 
En el Consejo de Ministros el clima era muy pesado. Se temía por las vidas de los magistrados y por la del Presidente de la Corte al llegar el Ejército al cuarto piso. «El Ministro de Justicia manifestó que él y otros ministros habían considerado conveniente que no prosiguieran las operaciones en el cuarto piso mientras no se agotara la posibilidad de establecer contacto con Almarales». Justamente en este nivel se originó por las cargas explosivas el incendio que se propagó por todo el edificio. «Cuando empezó el incendio —declaró un suboficial—, se alcanzaban a oír gritos vociferando, no se entendían las palabras». Los tanques disparaban también desde afuera hacia el cuarto piso. El coronel Plazas, por su parte, manifestó que «en la noche disparamos el cañón de uno de los tanques y las ametralladoras». Jaime Betancur, consejero de Estado y hermano del Presidente, recordó que cuando logró escapar del infierno del edificio las llamas eran de color magenta.
 
«Al final —declara el Informe de la Comisión de la Verdad— no fue posible saber con certeza cómo murieron los rehenes y los guerrilleros que se hallaban en el cuarto piso ni el número cierto de personas que allí se encontraban. Se desconoce quiénes fallecieron antes de que las llamas lo consumieran todo, porque de este grupo no sobrevivió ni una sola persona; lo cierto es que los cuerpos se encontraron, en su mayoría, desmembrados, mutilados al parecer por el efecto de las explosiones y casi todos calcinados, y, según informes técnicos, por lo menos tres de los magistrados —Alfonso Reyes Echandía, Ricardo Medina Moyano y José Eduardo Gnecco Correa— mostraron en sus restos mortales proyectiles de armas que no usó la guerrilla».
 
El Informe de la Comisión de la Verdad concluye: «Hacia las 2:00 a.m. hubo un ensordecedor ruido producido por ametralladoras y rockets disparados desde un tanque contra el frente del Palacio de Justicia. Después hubo silencio total durante algunas horas». 
Fue la explosión que yo oí por Radio Santa Fe. A esa hora, yo escribía en mi libro Siguiendo el corte, justamente sobre el silencio que se levanta en las sabanas de los Llanos Orientales al caer la noche: «En esas, la tarde comenzó a hacer sombras. Sentí miedo. No miedo de los animales sino del silencio regado por esa soledad, tan arraigado, tan terco, como si hubiera nacido ahí mismo». Un silencio que no ha podido ser acallado.
 
 

Por Alfredo Molano Bravo* Cortesía Semana Libros

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