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Cada vez que asistimos a un 6 y 7 de noviembre el país recuerda lo que sucedió en 1985. Quienes vivieron para contarlo no dejan de volver a las memorias de esas horas para preguntarse qué estaban haciendo mientras que en el Palacio de Justicia se libraba una batalla que para muchos fracturó el Estado de derecho y rompió nuevamente la historia del país. Quienes no estábamos en el mundo en aquel entonces les preguntamos a los mayores cómo recuerdan este acontecimiento y ahí es entonces cuándo entendemos que hay una necesidad por preguntarnos qué y cómo pasó lo que nunca debió ocurrir.
Es en esa necesidad, que más allá de las obligaciones del Estado y del aparato judicial por hacer justicia y ofrecer garantías de verdad y no repetición a las víctimas y a la sociedad, que aparece la cultura como parte fundamental de la memoria. En palabras de Walter Benjamin, en su texto Tesis sobre la filosofía de la historia, “el don de encender en el pasado la chispa de la esperanza pertenece solo al historiador que está convencido de que ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence.”
La literatura, o en general el arte, no pretende tergiversar la historia, tampoco tendría que servir a intereses personales para limpiar la imagen de algún protagonista o para cambiar el relato oficial o la memoria colectiva frente a un acontecimiento. En Formas breves, Ricardo Piglia aclaraba que “La literatura narra siempre dos historias: una visible, la de los hechos; y otra secreta, la del sentido”.
En 2016, como parte del Programa Distrital de Estímulos de Idartes, Laura Valbuena pudo publicar como ganadora su investigación “La toma del Palacio de Justicia en 30 años de literatura”, que luego fue distribuida por Filomena editores. En el libro, la autora afirma: “Pese al silencio que en un principio guardaron sobre los hechos el sector y la versión oficial, así como por muchos años la misma academia; la literatura fue una voz constante, aunque no periódica, que se opuso al olvido y a los pactos de silencio; la cual se instauró como herramienta auxiliadora de memoria y antagonista de la amnesia”.
Lo interesante de este libro es que, en esos 30 años, cuya tendencia no ha cambiado significativamente en la última década, muestra cómo “los pronunciamientos literarios diversificaron sus temas y recursos con el paso de los años. Un claro ejemplo es el tema de los desaparecidos, que aparecía con menos relevancia en las primeras obras, pero que en las más recientes constituyó siempre un punto esencial”.
Los primeros años la mayoría de los textos sobre la toma y retoma del Palacio de Justicia, ocurridas entre el 6 y el 7 de noviembre de 1985, fueron de carácter periodístico y oficial. Ante la falta de investigaciones y resultados sobre lo ocurrido en el centro de la rama judicial del país, se hizo necesaria precisamente la búsqueda de testimonios y pruebas que fueran esclareciendo lo que dejaron las cenizas de un Palacio que vio morir a sus magistrados, a los guerrilleros del M-19 que primero se tomaron el lugar y luego a los soldados y también inocentes que cayeron en la retoma, en una muestra que sobrepasó toda dimensión por parte de las Fuerzas Militares y que terminaría dejando no pocas incógnitas sobre las personas que salieron con vida del sitio, que fueron luego trasladadas al Museo de la Independencia, y que después de eso no se volvieron a ver.
En términos periodísticos podríamos destacar obras como: El palacio de justicia, una tragedia colombiana, de Ana Carrigan; El palacio sin máscara, de Germán Castro Caycedo; Las dos tomas, de Manuel Vicente Peña; Noche de lobos, de Ramón Jimeno Rondón, entre otros.
En la reconstrucción que hizo Valbuena señala que la estructura que más impera en los textos periodísticos fue la crónica, y que la tendencia de muchas de estas obras “fueron más allá de la relación, casi siempre enfocados en resaltar el papel de los culpables, como si fueron un abogado acusador que en sí centrarse en analizar las consecuencias y la naturaleza de los hechos”.
En cuanto a documentos oficiales, en el libro de Valbuena, aparecen señalados los realizados sobre la Comisión de la Verdad sobre los hechos del Palacio; otros de instituciones oficiales como los hechos por el Tribunal Especial de Instrucción o el Consejo Superior de la Judicatura; también algunos testimoniales como los hechos por Luis Alfonso Plazas Vega, teniente coronel y comandante de los vehículos blindados que ingresaron al Palacio de Justicia, entre otros.
La autora, que habló para este diario, nos compartió su opinión sobre lo que la literatura empezó a aportar unos años después del holocausto del Palacio: “Hoy, ya casi 40 años después, hay muchas cosas que están muy claras en relación con ese tema, pero no hay que olvidar que en 1986, cuando el Tribunal Especial de Instrucción publicó su investigación, lo que hubo fue un gran ocultamiento y negación de la verdad. En ese informe, por ejemplo, se negó la existencia de desaparecidos, uno de los temas más fuertes en las obras literarias sobre la toma del Palacio de Justicia. La literatura fue constante en la denuncia, y mediante la libertad creativa señaló siempre a los culpables a pesar que por muchos años se mantuvieron absueltos. Las obras literarias sobre la tragedia del Palacio de Justicia se atrevieron a enunciar temas que por mucho tiempo estuvieron vedados en la sociedad, haciendo un importante aporte a la memoria colectiva y propiciando en muchos momentos de la historia el debate sobre los hechos”.
Volviendo a la literatura, al menos en el libro de Laura Valbuena se mencionan 16 obras que abordaron en su totalidad, o al menos en uno de sus capítulos, lo sucedido en el Palacio de Justicia en noviembre de 1985.
Noches de humo, de Olga Behar, es quizá uno de los textos más recomendados por otros autores para comprender lo que pasó en el Palacio. Sin caer en discusiones sobre el género narrativo, este libro podría ser considerado como periodismo narrativo o literario, pues parte de una investigación exhaustiva de lo ocurrido el 6 y 7 de noviembre de 1985, y reconstruye el testimonio que le compartió Clara Helena Enciso, conocida en ese entonces como ‘La Mona’, quien fuera la única guerrillera sobreviviente de la toma y retoma del Palacio.
“Yo a ella la había conocido cinco días después de la retoma del Palacio, porque un grupo de personas del M-19 me contactó en ese momento para que intentara conversar con ella, hacerle una especie de entrevista. No para publicar, sino porque el M-19 y todos sus comandantes que estaban en el Cauca se sentían muy desconcertados por el resultado final y por todo lo que había pasado. Querían entender muchas cosas de lo que había ocurrido adentro, porque hasta ese momento no había ninguna versión sobre lo sucedido en el interior del Palacio”, contó Behar en entrevista para este diario.
Behar recordó quiénes le ayudaron en su investigación, además de Enciso, con quien trabajó durante un mes entero: “Yesid Reyes, el hijo del presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía, que en esa época era un joven brillante abogado, quien me llevó documentos personales, fotografías, discursos y llegó hasta México también para ayudarme a delinear ese personaje tan maravilloso e integral que era su padre; y el abogado Eduardo Maya Mendoza, con quien tuve tres o cuatro encuentros en Panamá, que también alimentaron la investigación”.
Frente a la labor de periodistas como ella, que dedicaron parte de su obra a investigar y escribir lo que ocurrió en la toma y retoma del Palacio, Olga Behar aseguró: “El periodismo se convirtió en una herramienta tanto para hacer libros periodísticos como para hacer literatura de la realidad, literatura histórica. Es un caso emblemático que ha tenido un desarrollo, además, desde el punto de vista cronológico, muy interesante en estos cuarenta años. Fíjese que hace apenas unas semanas entregaron los restos a la familia de Guillermo Elvencio Ruiz, que fue uno de los comandantes de esa operación. Y de esto hace cuarenta años. ¿Qué quiere decir? Que todos los días aparecen piezas de este rompecabezas. Es una memoria viva, que sigue allí y que los periodistas debemos seguir alimentando”.
La siempreviva, de Miguel Torres; Vivir sin los otros, de Fernando González Santos; Acaso la muerte, de Alejandra Jaramillo Morales; 35 muertos, de Sergio Álvarez Guarín; Once días de noviembre, de Óscar Godoy Barbosa; o Mañana no te presentes, de Marta Orrantia, son algunas de las obras literarias que se mencionan cada tanto entre las varias docenas de libros que se han publicado desde la ficción para también darle un sentido a lo que ocurrió hace 40 años.
Marta Orrantia, que publicó en 2016 su novela Mañana no te presentes, habló también para este diario sobre el papel que ha cumplido la literatura en este caso y dijo: “Lo primero que hay que decir es que nunca se va a poder saber realmente qué pasó ahí. Borraron la evidencia al día siguiente. Los informes de medicina legal dicen una cosa, la verdad oficial dice otra, la guerrilla dice otra, los muertos, que son los que tienen la verdad pues no están. La literatura, hablando de su concepción, no de los libros, lo que hace es meterse con las posibilidades, lo que hace es tratar de buscar explicaciones plausibles de que fue lo que pasó. Es un ejercicio de memoria, pero también de sanación porque se está buscando qué fue lo que pudo haber pasado, no necesariamente lo que realmente pasó, y eso nos da, o por lo menos a mí me la dio, una tranquilidad de poder hablar de eso en términos literarios”.
Orrantia, que en su libro crea un personaje llamado Yolanda, una guerrillera del M-19 que había logrado infiltrarse en el archivo del Palacio, y que vive en carne propia el horror que sucedió al interior del edificio, contó también que la escritura de esa novela: “Fue muy dura. Menos mal que yo soy periodista, pero muchas de las cosas estaban basadas en lo que me contaban, en lo que podía investigar, en los informes de medicina legal que pude leer, en datos que tenía y gente que me decía cómo pasaba todo, que me dibujaba planos. Esa investigación periodística fue la base, pero el hecho de empezar a escribirlo me daba miedo porque en un momento pensaba que le estaba fallando a la memoria de los muertos y quería, no ser justa porque la literatura no busca justicia, busca otras cosas, pero sí quería respetar esos datos, crear otras ficciones, pero al final respetar esa información y al mismo tiempo comprendí que a mucha gente ese texto le dolió, de lado y lado, pero eso es otra cosa”.
Toda la literatura asociada a lo ocurrido en el Palacio parte de hechos que de una u otra manera fueron reales, ya sea por testimonios de quienes estuvieron adentro o cerca al Palacio y lo compartieron con los autores, así como por los recuerdos de los mismos escritores de cómo vivieron esos dos días. Este aspecto, por ejemplo, en su momento lo destacó María Luz Arrieta, que publicó hace años Entre la barbarie y la justicia, el holocausto del 6 de noviembre, que fue bibliotecaria de la Corte Suprema de Justicia entre 1979 y 1994 y que además vivió parte de la tragedia y fue una de las sobrevivientes. “La literatura debe atenerse a la verdad únicamente, siendo un testigo integro sin dejarse engañar por falsos testimonios de personas interesadas en causar el mal. La literatura debe inmiscuirse en lo sucedido, así no sea totalmente, sino con base en algunos testimonios de personas que estuvieron presentes”, comentó Arrieta.
Volviendo a Marta Orrantia, ella afirma que el hecho de que se sigan creando obras alrededor de lo que pasó aporta a que se haga memoria, a que no se deje en el pasado y la impunidad una serie de debates y preguntas necesarias que pueden ayudar a encontrar la verdad, más no a autoproclamarse como parte de esta. “Todos sabemos lo que estábamos haciendo cuando fue la toma del Palacio de Justicia, eso nos partió la vida en dos, fue nuestro 11 de septiembre, algo que nos destrozó como país y que provocó un montón de cosas, no todas malas, porque yo siento que ese hecho desembocó en una constituyente, también en el hecho de que el M-19 firmara la paz. Pero todavía debemos hacer una catarsis y entender qué está pasando, perdonar y de alguna forma poner la mirada en las víctimas, y estoy segura de que si algo hace la ficción es ayudar a que esto quede en el imaginario colectivo, a que no se olvide, a que no se repita”, manifestó Orrantia.
En esa misma vía, y volviendo a la frase de Piglia que citamos más arriba, asimismo Helena Urán Bidegain, hija de Carlos Horacio Urán Rojas, Magistrado Auxiliar del Consejo de Estado de Colombia, asesinado el 7 de noviembre de 1985, aseguró para El Espectador que: “La literatura en el caso del Palacio suple un vacío que deja el Estado al no hacerse cargo de dar escenarios, plataformas no solamente para tramitar el duelo, sino también para darle sentido al horror. Además, permite de una manera bella hablar de escenarios de terror. Eso permite que el tema se mantenga y la gente siga hablando de lo que pasó. Cualquier expresión artística tiene un lenguaje que ninguna otra disciplina tiene. Abarca un público mucho más amplio, y aparte de que lo tiende a decir con estética, logra algo que no logra nada más que es tocar el alma de las personas, el alma colectiva y de la nación. Sucesos como este del Palacio, de violencia y terror, dejan fracturada el alma, y la única manera de sanarlo es a través de la cultura, del arte. Son importantes los procesos judiciales, las crónicas periodísticas, las investigaciones académicas, pero eso toca la parte racional, no la emocional, y lo cultural complementa esta tarea y por eso es necesaria”.
Recientemente se han publicado libros como Perdida en el fuego, de David Marín, que con base en testimonios de casi 1.200 personas, el autor reconstruyó el edificio de manera tridimensional con un modelo digital para intentar explicar las razones que llevaron a que los hechos se presentaran como ya los conocemos; también Helena Urán Bidegain acaba de publicar Deshacer los nudos, libro en el que hace memoria y reflexiona sobre el proceso que ha vivido como víctima y también como investigadora de lo ocurrido en el Palacio; Ricardo Silva Romero, escritor, también acaba de sacar “Mural”, novela en la que parte precisamente de una muestra artística para darle vida a las imágenes que dejaron pruebas fehacientes de la tragedia del 6 y 7 de noviembre de 1985.
Sobre por qué sumarse a la literatura escrita sobre el Palacio, Silva Romero le dijo a este diario lo siguiente: “Tenía pendiente escribir un libro sobre la pesadilla del Palacio de Justicia. Tanto en Historia oficial del amor como en Cómo perderlo todo se cuenta esa historia. No solo es un trauma que compartimos en este país sino un recuerdo familiar que cada tanto nos pesa. Hay maravillosas crónicas sobre el tema. Pero a finales del año pasado entendí que tenía afán de hacer un mural literario que retratara esas muertes y esas vidas. ¿Por qué? Porque me pesaba. Porque quería revivir a tantas personas de mi infancia. Porque quería recrear esos días para que no se nos olvidara la gravedad del asunto".
Los años seguirán pasando y con ellos obras que nos regresen a esa fecha, a las llamas, los tanques y las imágenes de gente que huía despavorida para salvaguardar su vida. Al final, más que un libro u otro cuente esa quimera de la verdad, la sumatoria de cada uno hará que precisamente la verdad deje de ser una maraña imposible de desenredar y pase a ser el descanso y la reconciliación de una sociedad que, como este, tiene que solucionar muchos otros casos que la han fracturado y le han impedido avanzar y trascender en sus heridas y en sus vacíos.
A modo de conclusión, Laura Valbuena afirmó: “Tal vez la importancia del surgimiento de nuevas obras sobre el tema radique en mantener viva la memoria y la convicción de la no repetición de hechos como los ocurridos en el Palacio de Justicia, que permitieron la impunidad de muchos culpables y la invisibilización de las víctimas. La literatura aportó una dosis de verdad así fuera a través de la protección de la ficción por muchos años, y la sociedad tiempo después propició las condiciones para reducir la impunidad sobre los hechos y retomar la importancia de llegar a una verdad histórica que restituyera dignidad a las víctimas”.
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