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Es un lugar común decir que el narcotráfico es el fenómeno que más ha impactado la vida de los colombianos en los últimos cuarenta años. Pero que sea un lugar común no diluye las dimensiones y consecuencias profundas y aún visibles que ha tenido en la sociedad desde mediados de los años ochenta, cuando Colombia se convirtió en el epicentro de “la guerra contra las drogas”. El narcotráfico se coló por todos los resquicios de la sociedad, corrompió la política, las costumbres, los valores, las instituciones, la economía, el deporte y la cultura. Combustible del conflicto armado, nada dejó al margen. Se consolidaron los grandes carteles y se fortalecieron las guerrillas y los grupos paramilitares hasta el punto de que en los años ochenta y noventa Colombia alcanzó los más altos índices de violencia en el mundo y llegó a ser considerada como un “Estado fallido” o “cuasi fallido”, concepto construido por la diplomacia coercitiva de Washington y pasaporte para intervenir en los asuntos internos, algunas veces no solo con la venia sino por petición de gobiernos en serios problemas. El narcotráfico convirtió al “Tíbet de Suramérica”–figura que usó el presidente Alfonso López Michelsen en los años setenta para describir a Colombia como una nación cerrada al mundo– en el “principal centro mundial del tráfico de cocaína”.