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Viudas que dejó ‘Manuel Marulanda Vélez’

Su última compañera sentimental  controlaba desde su seguridad, hasta su ropa y comida.

Gloria Castrillón/ Especial para El Espectador
31 de mayo de 2008 - 06:08 a. m.

Sandra era todo en la vida de Manuel Marulanda Vélez. Este hombre que combatió de manera ininterrumpida a 17 presidentes de Colombia, que durante más de medio siglo marcó la historia del conflicto en el país, dejó en manos de esta joven mujer (seguramente él la doblaba en edad) gran parte de su existencia. Ella no sólo fue su compañera sentimental durante los últimos 20 años, sino que se encargaba de su ropa, su comida (por seguridad y por cumplir una dieta especial acorde con su edad), de administrarle las medicinas (sufría de hipertensión y fue operado de la próstata) y de ejercer como integrante del cuerpo de escoltas del jefe guerrillero.

“Murió de un infarto cardíaco, en brazos de su compañera”, dijo Timochenko al leer el comunicado donde aceptaba que su líder había fallecido, como una forma de reconocerle a Sandra sus años de amor y dedicación al octogenario líder de las Farc. Ella se había convertido en su sombra y era tan determinante en su vida, que era quien elegía el sitio donde Marulanda acampaba y los demás miembros de la pequeña escolta personal (cinco a diez personas) acogían la decisión.

Los demás integrantes del Secretariado nunca se enteraban del sitio donde dormían. Cada noche cambiaban de refugio, en una rutina que no cambió ni siquiera durante los casi cuatro años que duró la zona de distensión en el Caguán y que les permitió las Farc disponer de 42 mil kilómetros cuadrados para sus desplazamientos. Ni el Mono Jojoy ni Joaquín Gómez o Fabián Ramírez, jefes guerrilleros que prestaban cientos de hombres para los cerrados anillos de seguridad de que disponía Tirofijo, sabían dónde pernoctaba su jefe.

Sandra, en cambio, no sólo incidía en semejante decisión, sino que además atendía el radio de comunicaciones, lo asesoraba contestando los correos electrónicos y la correspondencia escrita. Durante la época de los diálogos con el gobierno de Andrés Pastrana, ella conducía la camioneta 4x4 en la que se desplazaban por las carreteras que las Farc habían construido y que el mismo Marulanda supervisaba (en su juventud cumplió esta labor para el gobierno de entonces), le manejaba la agenda y hasta filmaba y tomaba fotos de algunos encuentros cruciales con los delegados del gobierno.

Una de las imágenes que le dieron la vuelta al mundo muestra a Sandra, ataviada como su esposo con un uniforme militar, tomándolo de la mano y protegiéndolo de la lluvia con un plástico camuflado, el 8 de febrero de 2001, cuando el presidente Andrés Pastrana viajó al Caguán para destrabar el proceso. En medio de la lluvia, ella corrió a cobijar al Presidente, la figura que encarnaba a su enemigo, con el mismo plástico que había protegido al legendario guerrillero.

A Sandra no le preocupaba demostrar en público su cariño hacia Marulanda. Lo abrazaba y acariciaba, le hablaba al oído y estaba pendiente hasta del más mínimo detalle de su cotidianidad: le cortaba el pelo, le arreglaba las uñas y lo escoltaba hasta la puerta del baño. Le gustaba leer y ver  películas para contárselas a su esposo. Estaba actualizada en diversos temas y se encargaba de que él también lo estuviera, ya que el jefe guerrillero devoraba textos sobre política, estrategia militar e historia.

Las otras viudas

Pero esta mujer, en la que Tirofijo descargó gran parte de su cotidianidad y hasta su seguridad personal, no fue la única en la vida del jefe guerrillero.

La primera compañera sentimental que se le conoció, ya estando en armas, fue Domitila Ducuara. Según información del corresponsal de El Espectador en Neiva, en 1964, ella era quien dirigía el personal femenino (que podía ser de 15 mujeres).


Clementina Cruz, reseñada en la Sexta Brigada de esa ciudad, en el Batallón Tenerife, como colaboradora del bandolero, entregó detalles sobre la vida del grupo de Tirofijo. El relato de la campesina contaba que Domitila “imponía los trabajos a las mujeres, las castigaba, ordenaba turnos para la vigilancia de los castigos, las arrodillaba con piedras en las manos o las ponía a hacer barro y dictaba conferencias”.

Clementina Cruz, que según la nota de prensa “demostraba un marcado afecto por el jefe bandolero y sus gentes”, contó que tras la operación Marquetalia emprendida por el ejército oficial del gobierno de Guillermo León Valencia “doña Domitila fue enviada a Bogotá, por cuenta de las organizaciones comunistas, que le ofrecían completa protección y ayuda”.

La campesina cuenta que trabajó directamente con Tirofijo, sin ninguna remuneración; que prestaba servicios de cocinera y de lavandera y que su marido, Darío Mejía, “les prestaba el servicio de médico, ya que era el yerbatero y servía para hacer curaciones y alentar a las gentes del antisocial”.

La ‘mata hari’ criolla

Pero como en todas las historias de amor, en la guerra también hay una de traición y muerte. Cesario Díaz, un campesino que compartió la infancia con Pedro Antonio Marín, en Génova, Quindío, recordó para El Espectador la historia de La Mona, una mujer que el ejército infiltró en las tropas de los bandoleros, por allá en los años 60.

Cuenta el anciano, que aún vive en Marquetalia y que fue a la misma escuela con Pedro Antonio Marín, que el gobierno envió a La Mona (nadie recuerda el nombre) como profesora de la escuela de Marquetalia, lo enamoró y luego intentó envenenarlo. “Él la descubrió y la mató”.

Don Cesario evocó la niñez con el famoso guerrillero, cuando vestían de pantalón corto y jugaban con bolas de cristal en la calle. Y contó que después de que se conoció la historia de la amante infiltrada averiguó por ella: “Un día me lo encontré y le pregunté: ¿qué hubo de La Mona?, y él me dijo: ‘La tengo sembrando maíz en la finca’. Dicen que la mató y la enterró”.

Por esos días, Pedro Antonio Marín también tuvo amores con una hermana de Jacobo Prías Alape, más conocido como Charro Negro, quien fue muy cercano a los afectos de Tirofijo y cayó asesinado en enero de 1960.

La descendencia

Es incierto el número de hijos que dejó Marulanda en sus casi 80 años de vida. Quienes lo conocieron afirman que era muy reservado con su vida personal y no le gustaba hablar ni de su parentela ni de sus hijos o mujeres.

En su libro Diario de resistencia de Marquetalia, Jacobo Arenas describió a su comandante como un hombre “de 35 años, casado y con cinco hijos”.

Se cree que el número de vástagos puede llegar a la docena y que varios de ellos (tres o cuatro) están en las filas de las Farc, e incluso se especuló que uno de ellos andaba siempre muy cerca de él.

El único hijo conocido vive en Gaitania, inspección de Planadas, Tolima. Allí lo encontró El Espectador en 2004. Tenía 41 años y era conocido como El Pote. Se llama Héctor Julio López Perilla, sufre de un leve retardo mental y aunque nadie se acuerda del nombre de la mamá, todos, hasta los guerrilleros, saben que es hijo de Tirofijo.

Por Gloria Castrillón/ Especial para El Espectador

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