El 9 de julio, en el estado de Paraná (Brasil), el policía Jorge Guaranho asesinó al tesorero del Partido de los Trabajadores (PT), Marcelo Arruda en Foz do Iguaçu. Lo que era la celebración de su cumpleaños número 50, se convirtió en el epicentro de un crimen. La sede de la Asociación Deportiva de Salud Física de Itaipú, que estaba decorada hasta la saciedad con la propaganda de Luiz Inácio Lula da Silva, que congregaba a su familia y amigos, de repente, se llenó del sonido proveniente de las consignas a favor de Jair Bolsonaro, pero, sobre todo, del impacto de un disparo. Eso no es todo: Rafael Silva de Oliveira, con solo 24 años y seguidor del actual presidente, confesó haber apuñalado quince veces a Benedito Cardoso dos Santos, un compañero de trabajo que era seguidor del líder izquierdista.
“Tenemos un país donde la violencia política se ha nacionalizado”, dice el consultor político Caio Manhanelli, quien, mientras atiende una llamada desde Bogotá hasta São Paulo, comenta que es el coorganizador de World Wide Elections, una iniciativa que respaldó la realización de Brasil Elections Tour 2022, un encuentro que reunió a varios observadores internacionales alrededor de “las elecciones presidenciales brasileñas más disputadas de los últimos años desde la redemocratización”. A su parecer, “Bolsonaro ha dejado un país fragmentado”, y a eso le agrega el cuestionado curso de la economía y el aumento de la pobreza. Aunque el Banco Central de Brasil informó que la actividad económica avanzó un 2,24 % entre enero y junio de este año, mejorando en este rubro, y que según el Índice de Actividad Económica el ritmo de crecimiento de la economía brasileña es del 2,18 %, se espera que en lo que queda del año el país viva una desaceleración económica, dado el impacto de la inflación. Además, actualmente, 33 millones de personas pasan hambre en el gigante suramericano.
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Si bien Bolsonaro logró terminar su gobierno, alcanzando la cúspide de su oficio como político, siendo el ocupante del Palacio de Planalto a lo largo de cuatro años, a pesar de “ser un político sin liderazgo” y de no haber tomado la vocería en su pasado como diputado, él es recordado por ser poco empático, comenta Manhanelli. Por ejemplo, cuando Brasil tenía 71.886 personas contagiadas de coronavirus y se sabía que 5.017 fallecieron a causa de ello, y un periodista le dijo que el número de fallecidos había superado al de China, el mandatario afirmó: “¿Y qué? ¿Qué quieres que haga? Soy un mesías, pero no hago milagros”. En comparación, según el analista, Lula proyectó lo contrario. A él se le vio llorar en público, consolar a sus electores y se le escuchó decir: “Yo sé lo que es tener hambre”. Esa, según Manhanelli, es la diferencia entre ellos, pues si bien el líder izquierdista carga a sus espaldas los escándalos de Petrobras (o Lava Jato) y Mensalão, y el 69 % de los brasileños considera que el gobierno de Bolsonaro es corrupto, según un estudio del Instituto Datafolha, la percepción que rondó por el país en estos últimos meses fue: “¿Por qué aceptar un político corrupto que no hace nada? ¿Podríamos aceptar a uno con un pasado corrupto que ha hecho algo por el país?”. Y los resultados lo reflejaron: el izquierdista venció al ultraderechista en las urnas, con el 50,90 % de los apoyos.
Y es que, precisamente, el manejo de la pandemia dejó mal parado a Bolsonaro, y una investigación llevada a cabo el año pasado por la Comisión Parlamentaria de Investigación lo trató de probar, aunque no tuvo mayor alcance. En el documento se leían acusaciones en su contra por cometer “crímenes contra la humanidad”, por favorecer una pandemia que resultó en muerte y por “charlatanismo”. En ese sentido, Manhanelli se atreve a afirmar que “el mal manejo del coronavirus apostó a que este mataría gente que no estaría a favor del gobierno, pues, por ejemplo, la población negra fue una de las más afectadas por el Covid-19″, y las cifras lo muestran: uno de cada tres negros hospitalizados murió durante los primeros meses de la pandemia, en comparación al fallecimiento de uno de cada 4,4 personas blancas hospitalizadas. Ahora bien, esa mala gestión también terminó matando a sus propios seguidores, pues entre las 600.000 muertes que dejó el coronavirus en Brasil hay quienes asimilaron su discurso antivacuna y de rechazo al aislamiento, agrega el analista.
Aquí cabría un aspecto más: el choque entre Bolsonaro y las élites brasileñas, como la magistratura. Porque no es solo que él haya convocado unas manifestaciones para amenazar al presidente del Supremo Tribunal Federal, Alexandre Moraes, luego de que él iniciara una investigación contra la familia presidencial, sino que este mismo juez se ha extralimitado en sus intentos de oponerse al mandatario, como lo hizo con ocho empresarios de derecha, a quienes, teniendo únicamente como prueba unos mensajes en Whatsapp en los que se leía que “preferían un golpe de Estado a que regrese el Partido de los Trabajadores”, se les congelaron sus cuentas, se les allanaron sus casas, se les solicitó entregar sus registros financieros, telefónicos y digitales, y se les suspendieron algunas de sus cuentas en las redes sociales.
“Aquello no es nuevo, eso hace parte de nuestra cultura política y, claro, debilita la democracia”, afirma Manhanelli. “Ahora bien, aunque Bolsonaro no es el culpable del comportamiento de Moraes, quien se excedió en sus acciones, el presidente sí incita a dicho tipo de actitudes. Él es tan autoritario, se pone tan arriba de la ley, y del bien y del mal, que otras personas con acceso al poder pueden querer hacer lo mismo, y lo hacen para contrarrestarlo”. Entretanto, y como cierre a la conversación, dice: “Él es completamente dispensable, la derecha nunca lo ha necesitado”.
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