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La manera menos eficaz de medir la influencia de la derecha en Europa es a través de los votos. En Francia, Marine Le Pen, líder del Frente Nacional, perdió las elecciones generales el año pasado; en Austria, la ultraderecha estuvo cerca de ganar la presidencia; en Reino Unido, el UKIP ganó cuatro millones de votos (de entre 30 millones) en las últimas elecciones parlamentarias. En cuestión de voto, la ultraderecha todavía parece débil: los millones de votos del UKIP le representaron sólo dos escaños (de 650) en el Parlamento.
Pero allí no yace su influencia ni su éxito, sino en la manera en que se camuflan en las palabras y en las cuestiones más populares. En el caso del Brexit, se han sabido camuflar con tal éxito, que la frase “queremos nuestro país de vuelta” es pronunciada tanto por aquellos que creen de manera honesta que su país le entregaba demasiado a la Unión Europea como por aquellos que se declaran fascistas, nacionalistas y enemigos de los migrantes. Los votos no dicen nada de esos partidos: su porción de influencia está en el fondo de las palabras y los actos más cotidianos.
Su importancia no está representada en número de votos sino en influencia. Y eso es mucho más peligroso. Los ultraderechistas han sido perspicaces porque eligieron ofrecer un campo común donde ultraderechistas y gente del común, sin una visión política definida, se sienten identificados. Como pasó con el Brexit, algunos los apoyan sin reconocer sus intenciones.
Tenerle miedo a la migración no es, por supuesto, lo mismo que odiar a los migrantes. Pero es el principio de un ambiente de miedo que podría terminar, recalca la historia, en la creación de un ambiente propicio para ese rechazo. Para ver a los inmigrantes, y a todo aquel que parezca extranjero, como una amenaza. En su campaña a favor del Brexit, el UKIP argumentaba que, como era posible que Turquía entrara en la Unión Europea (UE), millones de trabajadores turcos llegarían al Reino Unido a buscar trabajo. De paso, abarrotarían el mercado laboral dispuesto para los nacionales.
Las ideas del UKIP tuvieron efecto. El líder del partido, Nigel Farage, decía que el Reino Unido entregaba 350 millones de libras a la UE por semana y que el retorno no era proporcional. Decía que ese dinero podría ser invertido en el sistema nacional de salud. En plena Comisión Europea, tras el éxito del referendo, dijo que ya no sería posible. El alimento de esas ideas nacionalistas partió, entonces, de supuestos que pretendían fomentar el miedo entre los pobladores menos informados, que al mismo tiempo tenían que decidir sobre una cuestión para la que, en franca lid, había que estar bien informado.
El apoyo internacional al Brexit muestra de qué tipo de populismo está hecho y el peligro de que esas ideas, a pesar de la defensa férrea y utópica que hace la UE de la libertad de expresión, se extiendan por Europa. El candidato republicano, Donald Trump, dijo que el Reino Unido “estaría mejor” por fuera de la UE; Le Pen afirmó que era una “victoria por la libertad”. Tanto Trump como Farage han dicho que hay que “tomar de nuevo el control del país”, los dos basados, sobre todo, en la “amenaza” de la migración. En sus discursos, ambos han pergeñado factores que desestabilizan a sus votantes, alientan el miedo por esos hechos y proponen que la única solución es darle una nueva vida al espíritu nacional. La definición de ese espíritu es, de entrada, el rechazo de otros cientos de miles que quieren entrar en su territorio en busca de una vida mejor.
Los números son dicientes. Un informe del gobierno alemán, presentado esta semana, apunta que el extremismo de derechas ha aumentado en el país. De 21.000 militantes en los círculos de ultraderecha, pasaron a 22.500 en 2015. Según el informe, la mitad de ellos están “orientados” hacia la violencia, de modo que existe la posibilidad de que “surjan nuevas estructuras terroristas”. El aumento de mayor significado es el de los delitos atribuibles a la ultraderecha: de 15.569 casos en 2014 pasaron a 20.525 el año pasado. Hubo 918 de clara intención xenófoba. Alemania tiene de qué preocuparse, dado que el año 1,1 millones de personas solicitaron asilo en ese país. El informe asegura que ese crecimiento coincide con el aumento de los migrantes que se dirigen hacia Europa.
El referendo del Brexit no fue un debate, sino una decisión dictada por la emoción. Tanto así sucede con la campaña de Trump y el avance de la ultraderecha en el resto de Europa, en países como Polonia y Hungría. Europa es un laboratorio de la efervescencia nacionalista y chovinista. El periodista Randeep Ramesh escribió en The Guardian: “Es una paradoja que la victoria de la era secular sea que los argumentos políticos son ganados más por creencias que por hechos. El debate dejó de basarse en opiniones que pueden ser examinadas por los rivales presentando un caso basado en evidencia empírica. Los referendos, que pueden desatar emociones reprimidas y donde las conspiraciones pueden apoderarse del proceso democrático, están hechos a la medida para esta subversión. Sí, la gente ha hablado. Pero no los hechos”.