Primero en las playas de Margarita (Venezuela), luego en las de Santa Marta (Colombia). Edenys Cepeda aprendió el oficio de la artesanía del otro lado de la frontera, gracias a su cuñado, y ahora lo ejerce aquí. Es su sustento de vida. Aunque trabajó en construcción, y quiso hacer una vida de eso en su país y fuera de él, hacer manillas y collares fue su mejor opción, su apuesta final. Las playas de Playa Dormida y Cabo Tortuga lo ven recorrer sus pasos casi a diario, bajo el rayo del sol y algo de la brisa que viene de la Sierra Nevada, buscando nuevos clientes o yendo hacia aquellos que ya saben de su trabajo. Se mueve y parece conocer la zona de siempre, aunque apenas hace ocho años salió de Venezuela para llegar aquí, dejando atrás Maicao, adonde llegó caminando, y también Medellín. Santa Marta es su nuevo hogar, y de eso ya han pasado cuatro calendarios.
Una casa pequeña, donde vivían 14 personas, sin comodidad alguna, lo recibió con su esposa en la capital del Magdalena. Dormían en el piso, sus niños no estudiaban, y si lo hacían, les pedían uniformes, útiles y más. Tres familias compartían ese espacio, entre su hermana, su sobrina y unos primos, y los hijos de algunos de ellos y los propios. Intentó trabajar en construcción, no encontró nada. Ensayó vendiendo tinto en las calles. Nada. La vecina, que también es artesana, comenzó a prestarle algo de material, y así ha despegado, poco a poco. Ahora tiene con qué costear el arriendo de una casa con dos habitaciones y aire acondicionado, en el barrio Altos de Aeromar, cerca al aeropuerto. Sus dos hijos van al colegio. Paga $80.000 para tener la alberca llena, y a eso le suma lo que gasta día a día para acceder a fuentes potables para lo demás. Mensualmente, gasta cerca de $800.000, entre vivienda, agua y gas.
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“Los vecinos me prestaban una cadena de perlas, de corazón o de estrellas. El otro me daba un rollito de nailon, y así. Con eso, más o menos, hacía 30 collares y salía a la playa. Cogía camino a las 9:00 a. m. y llegaba a las 3:00 p. m. Mientras mis amigos hacían $100.000 o $150.000, yo alcanzaba los $30.000 o $40.000 diarios. Ahora, en cambio, estoy más surtido: tengo para ofrecer cadena de perlas, fantasmitas, choques, aretes de perlas y candongas. La cosa ha cambiado mucho”. Su esposa y sus dos hijos lo ayudan a fabricar las piezas. Una que otra vez, acerca a los niños del barrio para enseñarles el oficio, entre ellos, por ejemplo, a los hijos de Divina García, su vecina. Los sábados o domingos, cuando los niños no están en clase, sacan una mesa y dejan fluir la creatividad. Comparten saberes y diseños, no solo las artesanías.
Ella, colombovenezolana, junto a su mamá, tuvo que huir de Ciénaga, Magdalena, por la violencia. Primero llegó a Santa Marta, luego a Barranquilla, finalmente a Venezuela, a Caracas y Margarita, durante la época de Hugo Chávez. Se fue a los nueve años y a sus 27 (es decir, hace seis años) se devolvió para acá, con un esposo policía e hijos. Divina, amiga de la hermana de Edenys por la venta de artesanías en la playa, vio sus intentos de hacerse la vida como albañil, pero o no encontraba algo o le ofrecían muy poco por su trabajo. “Como nosotros también somos artesanos, lo orientamos. Es un trabajo independiente, las ganancias son buenas y es hasta mejor que un trabajo en una empresa. Nosotros empezamos con manillas, luego fuimos progresando y ensayamos con aretes y collares. El que inició con esto fue mi esposo. Cuando me dijo: ‘No doy abasto’, comencé a ayudarlo”, y así han formado comunidad. Es más, durante las ventas, si alguno necesita un material o una herramienta, se prestan mutuamente lo que tienen.
Edenys aspira a abrir un local propio, convertirse en empresario, tener un negocio en el que no solo venda sus artesanías, sino también los materiales para que otros que se dedican a lo mismo puedan elaborar sus piezas. Por ahora, ha aprendido a manejar la plata, “lo que entra y lo que sale”, a ponerle el precio justo a su mercancía, por ejemplo, a un arete o a un collar, y a conocer cuánto gana exactamente con su artesanía. Esos cursos, del consorcio Cash for Urban Assistance, que ampara el programa ADN Dignidad, los tomó por su perfil como emprendedor, o al menos así lo considera el grupo conformado por Acción contra el Hambre y los Consejos Danés y Noruego para Refugiados. Financiado por USAID, este consorcio, desde 2019, ha dado asistencia humanitaria a los migrantes, colombianos retornados y comunidades de acogida, en una apuesta por la integración de todos ellos en Colombia. Fue a través de la ayuda humanitaria y el más reciente intento de apostarle a la empleabilidad que Edenys y estas organizaciones juntaron caminos.
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Carolina Roberto, de Acción contra el Hambre, cuenta que en él coincidieron varios rasgos de vulnerabilidad, como inseguridad alimentaria y calidad de la vivienda, que lo hicieron candidato a recibir la primera asistencia. Con la apuesta más reciente de recuperación económica, fue seleccionado para recibir el apoyo para el desarrollo de su emprendimiento, pues identificaron en él una idea de negocio, sin importar que aún no está de forma regular en el país. Su esposa e hijos ya tienen el Estatuto Temporal de Protección, pero el suyo está en proceso, desde hace dos años.
Según Roberto, “esa no es una condición para acceder a la ayuda, pero constantemente estamos dando el mensaje de que es importante hacerlo. También les hablamos del ahorro. Generalmente, los migrantes no pueden acceder a créditos, pues no tienen vida crediticia, y los bancos no les prestan plata porque no tienen documentos. Ellos terminan recurriendo al gota a gota. El ahorro, entonces, les permite evitar ese préstamo ilegal, que, además, los puede poner en riesgo”. Con datos recogidos en Barranquilla, Bogotá y Nariño, entre 3.190 hogares, ADN Dignidad calcula que quienes participan del programa mejoran su seguridad alimentaria, tienen un 15 % más de probabilidad de contar con ingresos mensuales estables, ahorran más y tienen menos deudas.
Hace al menos seis años, Edenys no iba a Venezuela. Más o menos hace un mes, arrancó para Maracaibo a llevarle un televisor a su mamá, uno grande, o al menos así lo describe. Allá vive con su esposo y su hermana. Su padrastro compra y vende pescado, “la luchan”. Su visita también incluyó un paso por el cementerio para despedirse de aquellos que el coronavirus se llevó y no pudo volver a ver. Yesileth Perozo, su esposa, que fue auxiliar de cocina en una gabarra de perforación para la extracción de petróleo antes de salir de su país, también estuvo por esas tierras, aunque en enero, para que sus hijos obtuvieran sus cédulas venezolanas. Tiene claro que no regresará a vivir allá, al menos eso es lo que piensa ahora. “Vi que las cosas han mejorado, ya hay comida, por ejemplo, pero no hay empleo. Ya estoy acostumbrada a estar en Colombia, y aunque me gusta ir a Venezuela porque allá está mi familia, al mes uno ya quiere regresar a su rutina, a su estabilidad”.
*Este reportaje fue realizado tras un viaje hasta Santa Marta, promovido por ADN Dignidad.
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