Alexander José Sánchez, un caminante venezolano de 21 años, quisiera tener superpoderes para poder ir hasta Venezuela y traer a Bogotá a su mamá, sus siete hermanos y a su hija, de dos años. No le hace tanta falta su país, en el que trabajaba en una recicladora de vidrios en el estado de Aragua, sino su mundo y sus vínculos. Emprendió rumbo hacia Colombia tratando de conseguir algo de comida y de dinero para enviar a su casa y, pese a no querer renunciar, la soledad cada día lo consume más.
Un sentimiento similar siente Sebastián Colantoni, de 18 años, quien, si bien salió desde Caracas a principios de 2018 en unas condiciones económicas mucho mejores a las de Sánchez, pues nunca padeció hambre ni rechazo, sintió que dejaba atrás algo muy importante. “Yo sí me quería ir pero me quería traer a todo el mundo conmigo. Es un sentimiento raro, porque yo no extraño necesariamente vivir en Venezuela, pero extraño ese clima, mis amigos, los lugares a los que íbamos”, asegura.
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Según el Ministerio de Relaciones Exteriores colombiano, dentro de la cifra total de venezolanos en Colombia, que ya llega a 1’200.000 personas, 378.000 tienen entre 18 y 19 años de edad. Las personas entre 30 y 39 años ya son más de 230.000. Esto hace que, por estar en la adolescencia o en la adultez joven, vivan una situación mental muy particular, con peligros potenciales pero también con oportunidades de superar un proceso tan duro como lo es una migración obligada.
Y es que la condición psíquica de una persona que ronda esta edad es inestable, pues están estructurando su forma de apegarse y de formar vínculos.
La psiquiatra y fellow de psiquiatría infantil y adolescente, María Angélica Botero, advierte uno de los primeros riesgos: “Si ellos empiezan a presentar síntomas depresivos puede que empiecen a identificar que son personas depresivas y se sientan muy vulnerables e incapaces de defenderse a sí mismos”.
Según un estudio realizado en Alemania por el médico Hans Dietrich y sus colaboradores, el 59% de una muestra de 2.057 refugiados entre 18 y 24 años que salieron de Siria en 2016, es decir 1.214, aseguraron haber tenido al menos una experiencia traumática. Muchos de ellos presentaban estrés postraumático, trastornos de ansiedad, problemas emocionales y de comportamiento.
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Los expertos citan un informe en campos de refugiados sirios en Grecia, con edad promedio de 18 años en el que el 75% presentó una prevalencia de trastornos de ansiedad. El hecho no es de poca monta: según Acnur, el número de personas que migraron en el mundo superó los 70 millones en 2018.
Por su parte, el psiquiatra con doctorado en neurociencias de la Universidad Javeriana, Hernando Santamaría, señaló a El Espectador que al romper los vínculos sociales y simbólicos de manera abrupta se presentan angustia, tristeza y estrés . “Hay gente que ante el estrés logra reconstituir sus propios recursos, reconocerse, logra saber que tiene ciertas capacidades que antes no intuía. Es decir, tiene también una parte positiva al poner a prueba los propios recursos para enfrentar situaciones difíciles”, señaló.
Mientras John Jairo Montilla, un caminante venezolano de 26 años que llegó hace un mes a Colombia, se come un buñuelo en la terminal de transporte del barrio El Salitre, en Bogotá, dice que le duele hacerlo. No por algo físico, sino porque sabe que su hijo está en Venezuela pasando hambre. “Cada vez que hablo con él me parte el corazón pero lo tranquilizo y le digo que le voy a mandar cualquier cosa para Venezuela. A veces me pongo a llorar pensando en mis seres queridos, demasiado tremendo no poder hacer nada”, señala.
Según Botero, esto tiene una explicación médica y es que en este tipo de crisis, como casi todas, este sentimiento se presenta cuando se pierde el control. Es decir, cuando tenemos una rutina en unas condiciones de vida estables, estamos seguros de saber lo que estamos haciendo. Sin embargo, en este tipo de cambios las personas pierden esa sensación y por eso duele no poder hacer nada por conseguir comida o defender a su familia. “se pierde la idea que uno tenía de la justicia y del bien, eso es entre otras cosas lo que genera el trauma psíquico”.
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En el caso de Colantoni posiblemente no existe esta situación. Sin embargo, sí hay miedos iniciales al momento de llegar relacionados con la necesidad humana de encajar socialmente en un nuevo entorno. “Al principio, cuando entré al colegio o iba a centros comerciales, me daba pena hablar por mi acento y hablaba en italiano. Ya eso se me quitó. Ahora estoy adueñado de lo que soy y no me da cosa hablar”, señala.
Hoy en día la salud mental de los jóvenes preocupa a la comunidad internacional. La Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que, según estudios recientes “los problemas de salud mental, en particular la depresión, constituyen la principal causa de morbilidad en los jóvenes”. Además, la organización aseguró en septiembre del año pasado que a nivel mundial, entre el 10% y el 20% de adolescentes padecen este tipo de problemas.
Todo esto se podría potenciar con un proceso de migración forzada. En Nauru, una isla en el Océano Pacífico en donde miles de migrantes que quieren llegar a Australia son confinados, de 208 personas que Médicos Sin Fronteras atendió, 63 habían intentado suicidarse, 124 tuvieron pensamientos suicidas y 34 se habían autolesionado. En octubre de 2018 el gobierno australiano se vio obligado a evacuar a 11 niños por problemas médicos y, en ese momento, todavía quedaban 52 menores en la isla que estaban en riesgo, según el medio local ABC.
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Santamaría explica que la fragilidad en la adolescencia y en la adultez temprana está en que hay más en juego y se busca la validación grupal.: “Incluso si un venezolano en buenas condiciones que llega a Bogotá porque le tocó, puede ser que no quiera hacer exposición de cierto tipo de cosas y las cambie para tener validez. O que lo haga con cierta vergüenza”.
Según el experto, todos los choques de aislamiento o cambios abruptos terminan repercutiendo no solo en lo mental sino también en lo físico. “Hay algunos estudios que muestran que personas que han sido migradas tienen mayor riesgo de mortalidad y mayor riesgo de contraer enfermedades crónicas”.
Una de las causas más importantes del fenómeno, según Santamaría, es la deshumanización hacia los venezolanos. “Cuando uno les pone a los colombianos una imagen de la escala evolutiva, desde el mono hasta el hombre y se les dice que digan dónde están los venezolanos, los ponen un punto antes, donde están los neandertales, una sorpresa. Puede ser un chiste, una forma de protestar, pero eso se asocia con poca empatía con el otro.”, señaló el experto.
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Y es que los gestos de xenofobia se han presentado en distintas partes de la región contra los migrantes. En agosto del año pasado, en la ciudad de Pacaraima, del estado de Roraima, fronteriza entre Venezuela y Brasil, un grupo de 1.200 venezolanos tuvo que abandonar el campamento en el que se refugiaban en el vecino país debido a los fuertes ataques que recibieron por parte de los habitantes de la ciudad.
Por esa misma época cientos de costarricenses se manifestaron en el parque La Merced de San José en contra del ingreso de nicaragüenses que pedían refugio en el vecino país, huyendo de la violenta represión que ejercía el actual gobierno del mandatario Daniel Ortega.
Sin embargo, este tipo de comportamientos no son exclusivos Latinoamérica. Un informe realizado por Melanie Straiton, del Instituto Noruego de Salud Mental, y otros colaboradores, reveló que un 36% de una muestra de jóvenes migrantes entre 16 y 24 años que llegaron a Noruega aseguró haber sentido discriminación. La cifra está muy por debajo del caso de la muestra de adultos consultados entre 45 y 66 años, de los que el 19.6% señalaron haber sentido xenofobia.
¿Hay solución? Para Botero es importante “intentar hacerlos sentir bienvenidos, refortalecer la confianza básica, la bondad y la justicia. Entre más puedan sentirse útiles, mejor”. Además, el psiquiatra señala: “La mente humana funciona evolutivamente, ayudamos a las personas con las que tenemos más cercanía genética. ¿Si Venezuela no es cercana entonces qué lo es?”.
*Este artículo se realizó gracias a la beca Rosalynn Carter para Periodismo en Salud Mental 2018