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Mirar atrás para contar las historias de migración hoy

Reflexiones que dejó la conversación con José Guarnizo, periodista de Vorágine y coautor del libro Migrantes de otro mundo, Txomin Las Heras, investigador adscrito al Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario, y Karen Noriega, coordinadora de comunicaciones de El Barómetro, tras la charla “Narrando la migración en Colombia”. Un repaso por experiencias y descubrimientos alrededor de diferentes diásporas, como la venezolana en Colombia y la africana en Latinoamérica.

María José Noriega Ramírez
17 de noviembre de 2023 - 01:00 a. m.
El Darién, una ruta migratoria a través de la frontera olvidada entre Panamá y Colombia.
El Darién, una ruta migratoria a través de la frontera olvidada entre Panamá y Colombia.
Foto: Gustavo Torrijos

Que las acciones del día a día importan: poner un letrero de arriendo en el que se lee “no para venezolanos”, decir que los venezolanos son culpables de la inseguridad en Bogotá y otras ciudades, y comentar, a través del voz a voz, que los venezolanos llegaron para “robarnos” los trabajos nos aleja a todos. Que la historia de la humanidad es la historia de las migraciones, y entender que así hemos poblado la Tierra desde las primeras civilizaciones hasta ahora, nos une. Que compartimos un idioma, el español, y algunos sonidos, como los del joropo, en cambio, nos acerca. Que si la frontera entre Bogotá y Caracas ahora está viendo una ola migratoria desconocida e inesperada para este lado, con casi tres millones de personas que han salido desde Venezuela hacia Colombia, ha presenciado cómo, por la bonanza petrolera y el conflicto armado interno, los colombianos, en una época, también buscaron una mejor vida del otro lado del borde. Que si no olvidamos la foto de un niño de tres años que murió ahogado en las playas de Turquía, no pasemos por delante que cientos más fallecen cerca de aquí, en aguas chocoanas, a una distancia marcada por la pobreza y muchas veces por la indiferencia.

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Que la migración es cotidianeidad, porque si hace miles de años los primeros seres humanos no se hubieran movido en África, tendríamos un mundo deshabitado. Que si aquellos que fueron de los primeros en llegar a América no hubieran atravesado el estrecho de Bering, entre Eurasia y Alaska, no se habría poblado un continente inhóspito como este. Que la conquista y la colonización tomaron lugar, entre otras cosas, por medio de lo mismo: la migración. Que así llegamos hasta el día de hoy, entre los refugiados ucranianos, la diáspora palestina, los migrantes venezolanos, asiáticos y africanos, que van como errantes por muchos lugares del globo. Que esto no es cuestión de nacionalidad, es algo que forma parte de nuestras vidas. Lo ha hecho y lo seguirá siendo. Que la migración, casi sin duda alguna, es el tema de nuestros tiempos. Que todos, seguramente, tenemos historias familiares sobre eso. Que hay quienes tienen desde hace cinco generaciones, pasando por bisabuelos, abuelos, papás e hijos, el peso del movimiento propio de lo humano.

Entender el pasado para tratar de comprender el presente. Escuchar sobre una entrevista a un oficial de la Marina Mercante Venezolana, que, buscando una mejor suerte que la que encontró en Barranquilla, llegó hace algunos años a Bogotá. Tenía una esposa, dos niños pequeños y en sus ojos la angustia del futuro. Saber que, tiempo después, la BBC informó que un señor murió en el Darién cruzando el río, con uno de sus hijos. Hacer memoria y caer en la cuenta de que es ese mismo de tiempo atrás. Impactarse por esa historia, por cómo llegó y cómo terminó. Contar esto y no dejarlo bajo la llave del silencio. Mostrar el rostro del drama de la migración, uno que a lo largo de América Latina tiene las huellas de los venezolanos, pero también las de muchos más.

Preguntarnos en unos diez años qué hicimos para narrar la migración, cuál fue el retrato que compusimos de ella. Buscar causas y explicaciones. Sorprenderse por la muerte de un niño luego de un naufragio. Ver, en fotos, su cuerpo en las playas de Acandí, un pueblo de pescadores cerca de Panamá, y descubrir que no fue el único, que con él murieron 20 personas más, entre ellas, varios niños. Pensar: esto debe ser noticia nacional. No lo fue. Tratar de nombrar a esas personas de las que poco o nada se sabe. Son africanas, sí, de Angola, del Congo y de la República Democrática del Congo, pero cuáles son sus nombres. No todos se conocen, apenas 11. Inmortalizarlos en las páginas de Migrantes de otro mundo, un libro que marca las rutas migratorias, sus peligros e historias, y encontrarse con ellos a partir de la curiosidad por conocer qué se ha escrito al respecto. Sí, nombrar, porque nombrar es un acto político. Las palabras y el lenguaje importan.

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Encontrarse con estigmatizaciones porque, en tiempos de crisis, cuando hay poca confianza entre unos y otros, cuando satisfacer las necesidades es cada vez más complicado para muchos, aparecen narrativas xenófobas. Escuchar, una y otra vez, que la economía está mal, que estamos sin trabajo, que no hay derechos y, en medio de ello, hallar a un enemigo común, a ese alguien a quien echarle la culpa de todos los males. Ver que un tuit, que pide “meter a la cárcel a los delincuentes venezolanos”, alcanza tres millones de usuarios, justo cuando las personas se alistaban para votar el 29 de octubre en Colombia y cuando algunos políticos, en sus ansias por ganar, se aferraron a esos discursos. Entender que eso no está en el aire, que detrás de esas palabras hay personas, que, así como importamos alimentos, también adoptamos esas ideas que se van regando por el mundo. Que detrás de eso hay un Jair Bolsonaro más allá de Brasil, un Donald Trump que traspasa las fronteras estadounidenses y una Giorgia Meloni que hace eco más allá de Italia y de las costas del Mediterráneo. La idea del “migrante criminal”, como se escucha por las calles, no se inventó en Colombia. Esas creencias vienen de fuera, de modelos políticos y económicos, de líderes en el ejercicio del poder.

“No sé muy bien qué me traerá el destino, pero debo seguir a los que me guían. Volver atrás no es una opción”: Kamal Hossain, bangladesí en Necoclí, Colombia. “Sé que los barcos naufragan. Sé que la selva es peligrosa. Sé que hay grupos criminales que nos pueden secuestrar. Pero no hay que tener miedo”: Manuel, congolés en São Paulo, Brasil. “No importa lo cómodo que pueda estar en Estados Unidos, siempre seré un extraño que quiere volver”: Lambert Mbom, camerunés en Manor Park, Estados Unidos. “Nuestro futuro... es solamente Dios quien lo sabe”: José Pele Messa, congolés en Canadá. “Solo busco un lugar donde recuperar la paz”: Angelina, congolesa en Tapachula, México. Y así muchos más, incluso fuera de las páginas de Migrantes de otro mundo, hablan de por qué migran y muestran que la migración no parará. Hay dos opciones: seguir alimentando lo que nos separa, creando barreras e incomprensión, o construir sobre lo que nos puede unir y, tal vez, incluso, aprovechar la juventud de quienes cogen camino fuera de sus países para mejorar como sociedad.

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