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Después de los atentados en París

La observación del comportamiento del pueblo francés, incluyendo la gran mayoría de los musulmanes, deja pensar que el acercamiento y el entendimiento podrían durar

Olivier Escarguel*
30 de noviembre de 2015 - 08:42 p. m.
Después de los atentados en París

Profetizar es complicado y, generalmente, imposible, sobre todo en momentos de profundas crisis y a partir de planteamientos erróneos. Es fuerte la tentación de predecir convulsiones en la medida de lo ocurrido en París. El Estado Islámico (Daesh, en árabe), señalan algunos, tendría su origen en el pecado de la colonización francesa (¡en Siria!), con, entre otras consecuencias, la violencia de los terroristas debida a la mala política del país integrador. Así, el estado de urgencia decidido por François Hollande sería la premisa de una limitación durable de las libertades públicas como un retroceso sistemático de Schengen y de la unidad europea.

Los conceptos se deben manejar con cuidado, tanto las relaciones entre la historia y la geopolítica, como el peso de los factores nacionales, regionales e internacionales. La relación de cada país occidental con el islam y los países musulmanes es el resultado de factores nacionales que se unen, se cruzan o pueden oponerse con factores internacionales. La política francesa en Siria, en 2015, no está influenciada por su ocupación del territorio sirio entre 1920 y 1946 (Siria nunca fue una colonia francesa). En cambio, su percepción del peligro islámico tiene una relación cercana con su pasado de Estado colonizador en el Magreb, de donde proviene la gran mayoría de su población musulmana. Sin embargo, la intervención militar en Siria difiere de la política tradicional francesa en África (Malí, Costa de Marfil) y responde tanto a intereses internos como a la solidaridad entre países occidentales para la defensa de valores comunes.

Francia apoyó a EE. UU., a raíz del 11-S, a Afganistán en su lucha contra Al Qaeda y al surgimiento del radicalismo islámico. Sin embargo, se opuso a la intervención estadounidense en Irak en 2003, porque Francia es tradicionalmente un aliado de los EE. UU., no un alineado. Fueron entonces dos posturas inversas: solidaridad histórica —comunidad democrática frente a regímenes autoritarios o totalitarios— y el peligro común frente a los radicales islamistas, Al Queda y los talibanes (2001); una visión menos ideológica, preocupada por los equilibrios de la región y los demás actores regionales por otra parte (2003). Igual por el manejo de los casos de Irán, Egipto o Libia, entre acuerdos y desacuerdos, entre guerra y rechazo de la guerra.

El caso sirio de la política francesa y de la elección o de la jerarquía en el combate necesario entre un dictador y un grupo islámico radical y ofensivo es muy representativo de los dilemas anteriores y muy nuevo a la vez para Francia. Al mismo tiempo se complica por la acumulación de los desórdenes y de la multiplicación efectiva de los actores regionales y de los intereses durante los dos últimos años. Dos fechas recientes pueden ayudar a entender. En el verano de 2013, después del uso de armas químicas por parte de Bashar al Asad, Francia intentó convencer a Barack Obama de intervenir en Siria para castigar al dictador. El presidente estadounidense —tal vez por las negociaciones que EE. UU. seguía con Irán y porque Siria es un aliado de este país— no apoyó al presidente francés.

En agosto de 2014 se impuso entre aliados occidentales y árabes (22 países involucrados, incluyendo a Francia) el imperativo de golpear por aire a Daesh en Irak y, con una ayuda logística, a sus enemigos por tierra. Se trata entonces de defender el Estado iraquí, sin interferir de lado sirio, por la emergencia de un “Estado”. Mientras se intensificaba la guerra civil siria y la violencia perpetrada por Al Asad, éste se convirtió en un obstáculo mayor para encontrar una solución tanto en Siria como en Irak, a la vez como actor imposible y como perseguidor de las poblaciones civiles (no por recuperar el petróleo sirio, pues de eso hay muy poco).

Francia, en un caso de legítima defensa, está más o menos como EE. UU. en 2001, pero con una multiplicidad de actores cuya posición no puede alinearse con la suya: Turquía y los kurdos en el Norte —enemigos, aliados objetivos frente a Daesh—; Rusia, apoyando a Siria, pero con una nueva voluntad de golpear al EI (y todavía involucrada en el teatro ucraniano); Irán, apoyando a los chiitas iraquíes, pero también a Al Asad; Catar o Arabia Saudita participando en la coalición de Irak, opuestas a los chiitas de Irán y de Siria, pero financiando el extremismo musulmán.

La observación del comportamiento del pueblo francés, incluyendo la gran mayoría de los musulmanes, deja pensar que el acercamiento y el entendimiento podrían durar. Lejos de suponer un peligro para las libertades y un giro en las prioridades del Estado francés —la seguridad no es ni de derecha, ni de izquierda—, puede traer un fortalecimiento tanto de la identidad nacional como de la unidad europea.

* Analista internacional, doctor en ciencia política de Scienco-Po Paris.

Por Olivier Escarguel*

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