El hombre de la foto tiene dieciocho años. Dicen que la gente que muere se queda en la edad que tuvo. Se llama Robert Hébras y va a morir a los noventa y siete, pero es como si nunca hubiera cumplido diecinueve. Es aprendiz de mecánico. La imagen lo muestra como lo recuerdan quienes lo conocieron en esa época: echado en la hierba, tranquilo, viendo pasar el tiempo. Faltan menos de dos semanas para que comience el verano de 1944. El mundo ha estado en guerra, pero circulan rumores que hacen creer que va a terminar pronto: los aliados han desembarcado en Normandía. Los relatos llegan por la radio o por la gente que viene de Limoges, la capital del departamento, en el tranvía que recorre la curva calle principal. Los habitantes del casco urbano de Oradour-sur-Glane, un pueblito de trescientas veinte casas, han recibido familias desplazadas del este de Francia, pero jamás en la vida han visto un nazi.
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Verán muchos el 10 de junio de 1944, día en que, a pesar de ser sábado, todos los niños y niñas de las veredas estaban en el pueblo porque había visita médica, y en que había llegado mucha gente porque se distribuía carne y tabaco.
Verán muchos, y para muchos un nazi será la última cosa que verán en la vida.
La mañana anterior, en el café de un hotel frente a la estación de trenes de la cercana población de Saint-Junien, los oficiales alemanes Heinz Lammerding, Joachim Kleist y Adolf Diekmann habían desplegado un mapa de la región y escogido a Oradour. Las masacres se las piensan hombres alrededor de una mesa. Sabían que en el pueblito no había caletas de armas, pero cuando a las dos de la tarde del día siguiente cerca de doscientos soldados, entre alemanes y franceses al servicio de los nazis, llegaron en camiones blindados y empezaron a sacar a la gente de sus casas para reunirla en un potrero en las afueras, dijeron que buscaban caletas de armas.
Y los habitantes de Oradour se dijeron: “Aquí no hay caletas de armas, todo va a estar bien”, y casi todos caminaron confiados.
A los niños y las niñas los sacaron de las escuelas una hora después. Algunos corrieron a reunirse con sus padres cuando llegaron al potrero, otros solo los vieron de lejos antes de que Diekmann diera la orden de separar a los menores de catorce años y a las mujeres del grupo de hombres mayores. Los hombres de Oradour fueron luego divididos en seis grupos. Eran ciento ochenta en total. A las tres y cuarenta de la tarde escucharon la ráfaga con la que los nazis asesinaron a uno de los conductores del tranvía que llegaba de la capital.
A las cuatro de la tarde, ciento setenta y cinco de ellos estaban muertos.
En cada uno de los sitios a los que los llevaron les dispararon a las piernas y luego al torso. Después les arrojaron montones de paja que encendieron. Varios de los que habían sobrevivido a los disparos murieron quemados o ahogados por el humo. El hecho de que en todos los lugares (tres granjas, dos garajes y un depósito de vinos) los nazis hubieran actuado de la misma manera fue considerado prueba del carácter metódico y planeado de la masacre en el juicio que tuvo lugar en Burdeos en enero de 1953.
“A mi abuelo le cayó un amigo muerto encima. Estaba herido en una pierna y un brazo y temía que lo remataran, pero alcanzó a pensar que prefería morir de un tiro y no quemado”, dice Agathe Hébras, la nieta de Robert, el hombre de la fotografía.
Solo cuatro hombres más de los presentes en Oradour esa tarde sobrevivieron: Jean Marcel Darthout, Clément Broussaudier, Yvon Roby, Mathieu Borie y Pierre Poutaraud. La mayoría pasó la noche escondida en granjas de personas que habían sido retenidas por los nazis o en los bosques cercanos. Robert era consciente de que todos sus amigos estaban muertos y pensaba que, cuando los nazis se fueran, regresaría a un pueblo lleno de viudas y huérfanos.
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No sabía que, mientras una parte de los alemanes llevaba a los hombres a los lugares donde iban a fusilarlos, otro grupo se encargaba de encerrar en la pequeña iglesia a las 248 mujeres y 205 niños y niñas que habían detenido.
Lo que allí pasó se sabe gracias al testimonio de Marguerite Roufanche, la única sobreviviente del grupo de mujeres y menores. Una y otra vez contó cómo, frente a todos, los nazis instalaron varios cajones de dinamita, desenrollaron con calma los cables para accionarlos a distancia, bloquearon las puertas a pesar de los gritos e hicieron explotar las cargas. A quienes no murieron aplastados por el techo o las paredes les dispararon. Como con los hombres, arrojaron paja sobre los cuerpos antes de prenderles fuego.
“Marguerite vio morir a una hija, dos hijos y un nieto. Durante años las personas que tenían familia aquí venían a buscarla y le preguntaban si había visto a tal o tal persona. Era un gran esfuerzo, pero sabía que tenía que hacerlo para dar algo de paz”, dice Agathe Hébras. “Era una mujer religiosa, que se volvió aún más devota. Mi abuelo, en cambio, desde ese día dejó de creer que pudiera existir un dios”.
“Es importante contar las historias diciendo ‘Mi abuelo’, ‘Mi abuela’. El tiempo pasa y una manera de combatir el olvido es poniéndoles rostros. Robert Hébras pasó décadas sin hablar de la masacre, pero luego dedicó sus días a ir a los colegios a contar lo que había pasado”, dice Benoît Fabry, presidente de la Asociación de Familiares de Víctimas, quien perdió a toda la familia de su madre en la masacre.
Benoît vive en el “pueblo nuevo” de Oradour, a doscientos metros del lugar donde ocurrió la masacre. Treinta y seis por ciento de los votos de los habitantes en las últimas elecciones legislativas fueron para la extrema derecha.
“Mucha gente ha votado así por protestar contra los políticos tradicionales, sin pensar en el peligro que representan los totalitarismos”, dice. “Pronto no habrá una sola persona viva que haya sido testigo de esa guerra. Eso, y los horrores que pasan en el mundo en este preciso momento, hacen que el trabajo de memoria sobre las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial sea cada vez más importante”.
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Su vida, como la de Agathe, ha estado dedicada a preservar no solo el recuerdo de Oradour, sino también a evitar que el tiempo y el descuido derrumben los muros de lo que fue el pueblo, que nunca fue reconstruido y sigue en el mismo estado en que lo dejaron los asesinos.
La idea fue expresada por el general Charles de Gaulle cuando visitó el pueblo en 1945 y oficializada al año siguiente, pero parecía evidente desde el primer momento. No porque alguien quisiera volver, sino porque no había nadie que volviera.
Hoy en día aún es posible no solo recorrer las calles adoquinadas y ver los muros tiznados de las casas, sino también los objetos metálicos que no se fundieron del todo durante el incendio al que se dedicaron los nazis luego de una masacre que apenas duró dos horas y dejó 643 muertos. Al saqueo, y luego al incendio metódico de cada construcción, sobrevivieron los rieles y los cables del tranvía que nunca volvió a circular, varios autos y las herramientas del herrero y el ebanista. También marcos de camas de hierro entre las que crecen briznas de hierba.
Y ollas, porque algunas personas pensaron que, luego de que los nazis se fueran —porque no había caletas de armas, porque no había otra razón que ese punto que tres hombres escogieron en un mapa—, tendrían tiempo de terminar de cocinar.
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