La Serranía de Perijá, donde concluye un tramo de la cadena montañosa más extensa del mundo, la cordillera de los Andes, también ha funcionado como un importante límite natural entre Colombia y Venezuela. La línea de cresta marca la frontera territorial entre los departamentos colombianos de Norte de Santanter, Cesar y una parte de la Guajira y el estado venezolano de Zulia.
Entre la llanura y la montaña, cubierta de densas selvas tropicales, andaron y se ubicaron históricamente comunidades indígenas ancestrales, como los Yukpa, que encontraban en los ríos, lagos y montes del Perijá los recursos para su caza, pesca y recolección, para su buen vivir. Sin embargo, la riqueza de su territorio también fue motivo de conflicto. La explotación petrolera, la colonización agrícola y la minería industrial fueron quitándole terreno a los indígenas, aislándolos en lo alto de las montañas.
Desde 2015 empezaron a llegar a Colombia numerosas familias de esta comunidad que vivían en la parte venezolana de la Sierra del Perijá. Tras varios meses divagando por las calles y los parques de Cúcuta finalmente se asentaron en el barrio Nuevo Escobal, junto al paso fronterizo de Ureña. Allí, en la ribera del río Táchira, levantaron un resguardo improvisado en el que han permanecido por más de tres años sin agua, luz ni servicios básicos. Al principio eran 30, hoy son más de 300.
Además de estar ubicados en una zona de alto riesgo natural, pues una creciente del río puede llevarse los cambuches en cualquier momento, los Yukpa se encontraron con un problema mayor: en el Escobal nadie garantiza la seguridad cuando oscurece. Están en la línea negra, entre las trochas fronterizas que son corredor de mercancías, chatarra y alimentos de contrabando; las bandas criminales y grupos al margen de la ley que se disputan el paso; unos vecinos que no los quieren en su barrio y entre el olvido y el abandono del Estado.
“Aquí no se puede decir nada. Aquí nadie ve ni dice nada”, asegura un habitante del Escobal. El peligro inherente de las zonas fronterizas del país, con el que conviven todos los días, les ha enseñado que es mejor quedarse callados. Los Yukpa también tienen sus denuncias: algunos de ellos han logrado escapar de grupos armados que intentan llevárselos engañados, a otros los han golpeado y a unos más los han desaparecido. Además, desde que llegaron al Escobal han muerto dos niños por desnutrición.
Entonces, ¿por qué siguen ahí?, “es la necesidad”, dicen.
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La crisis en Venezuela también golpeó a los indígenas. Felipe Romero, indígena Yukpa de la comunidad de Tuapare, llegó hasta Bucaramanga. Es artesano y todos los días vende sus sombreros, canastas y carteras de palma de iraca en la carrera 33, una de las vías principales de la ciudad. Viene desde hace 4 años, pero todavía no se acostumbra. “Yo mantengo entre aquí y allá. Cuando necesito dinero o mercado vengo hasta acá, vendo la mercancía y me vuelvo a ir”, cuenta. La vez pasada que estuvo en la ciudad tuvo que quedarse por un año.
“Aquí todo es distinto. En mi comunidad me levanto, desayuno y de una vez voy pal monte. Me llevo el almuerzo en una canasta como esta”, asegura mientras señala sus artesanías, esas que aprendió a tejer de su abuelo y de su padre. Aunque, más que el monte, extraña a su familia: “A veces, cuando llego a la pieza, lloro, porque me hacen falta. El gobierno piensa que traemos a los niños para ponerlos a trabajar o a mendigar, a que pidan cosas. Pero no. Es que los indígenas somos así, estamos todos juntos... cargamos con ellos pa’ arriba y pa’ abajo”. Tiene cuatro hijos, la menor tiene 10 meses, el mayor nueve años. “Lo hago por ellos, por la necesidad”.
Unas cuadras más abajo, en el centro de Bucaramanga, están otros “paisanos”: Silverio Romero, su esposa Lisila, y sus hijos Lizeth y Adetzo. A diferencia de Felipe, ellos decidieron migrar juntos. Han ido y venido varias veces y, ahora, llevan casi un año vendiendo sus artesanías en ese punto. Con lo que consiguen comen, arriendan una pieza para los cuatro y ahorran para volver a su comunidad.
“La niña ya no quiere volver a la Sierra. Dice que no le gusta porque no habla como nosotros, no nos entiende y tampoco le gusta lo que comemos allá. Ella se ha criado aquí. A veces pienso que me gustaría dejarla para que la educaran, pero me da miedo”, dice Lisila. También le preocupa un brote que les salió a sus hijos en la piel de todo el cuerpo. “En donde vivíamos no lo tenían”, dice. Cree que es porque se la pasan jugando acostados en el piso, aunque lleva unas cobijas para que se sienten allí, “no se quedan quietos y eso es muy sucio”. Tampoco ha podido llevarlos al médico para que los revisen.
Acostumbrada a compartir todo en su comunidad, con la llegada masiva de migrantes venezolanos a la ciudad ahora tiene que pelearse los andenes. “Cuando alguien no tenía, reuníamos entre los que sí teníamos para darle. Pero aquí es diferente”, cuenta. “Son muchos. Si le dan a una, no le dan a la otra, y nosotros hemos estado más tiempo aquí”.
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Bajar de la Sierra, su territorio, en el que vivían con sus paisanos y tenían lo necesario para alimentarse, curarse y mantener sus costumbres, a las zonas urbanas, periféricas y marginadas de unas ciudades que no están preparadas para recibirlos no puede ser un proceso fácil. En palabras del sociólogo y doctor en antropología, Henry Salgado, “de tener un espacio cargado de sentidos y símbolos, un terreno para sembrar y cosechar sus alimentos, familia, bienes y sobretodo, identidad personal y colectiva, pasan a la nada, a un vacío espacial donde no hay ciudadanías ni derechos, solo sujetos desnudos expuestos a los abusos del poder y a las miradas que migran y excluyen”.
Los Yukpa están viviendo con el conflicto. Pero no solo con ese que todos podemos ver, sino con otro, más interno, más personal, que hasta hoy muy pocos se han detenido a mirar.
Hernando Muñoz, psicólogo de la Cruz Roja, ha sido una de las pocas personas que ha podido acercarse directamente a los Yukpa que se encuentran en el Escobal. Las barreras del idioma (pues no todos hablan español) han generado dificultades. Pero, dentro de todo, ha podido ver la crítica situación en la que se encuentran. “Vienen del desplazamiento en Venezuela, pasan por la Serranía del Perijá, atraviesan el Catatumbo hasta llegar a Cúcuta, donde se ubican en una zona fronteriza en la que hay, además, muchos temas de violencia. Todo esto puede tener repercusiones en su salud mental”, asegura.
Pablo Martínez, un médico y antropólogo que ha dedicado gran parte de su vida a trabajar el tema de salud mental en pueblos indígenas, coincide con Muñoz: “Los escenarios críticos por los que han tenido que pasar y en los que viven hoy en día los Yukpa son los que favorecen y pueden generar un estado de lo que nosotros llamamos ansiedad o angustia”, explica. “Si estoy en una situación crítica como esta y no hay quién me pueda regular o ayudar –que es el papel de los chamanes y líderes espirituales en las comunidades– va a ser una bomba de tiempo, porque eso tiene que salir por algún lado”. Además, de su formación como médico y de su trabajo con comunidades puede concluir algo, en la academia y en la medicina occidental no los forman para trabajar con otras culturas, y las herramientas que existen en la psiquiatría “las escalas y esas cosas”, no sirven para medir un problema mental en pueblos indígenas.
Los Yukpa no entienden cuando les hablan de “salud mental”. Las ONG que trabajan en la zona tienen otras prioridades –atención primaria, desnutrición, higiene–, y las autoridades e instituciones del estado parecen hasta ahora estar cayendo en cuenta de que el tema se les puede salir de las manos. Sin embargo, para los indígenas migrantes que llegaron a Colombia todos esos choques culturales ya han empezado a afectarles. ¿Cómo? Los jóvenes se han alejado de sus costumbres, las peligrosas dinámicas fronterizas se han vuelto una opción para el sustento económico; los pequeños sólo quieren comer paquetes y Coca-cola, y los adultos están cansados de su situación.
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Definir la salud mental en los indígenas no es nada fácil y puede haber tantas concepciones como comunidades existentes. Sin embargo, varios expertos coinciden en algo: va más allá de lo individual, es un concepto holístico que está vinculado con el territorio, la comunidad, la salud física y espiritual, el buen vivir y la seguridad ontológica que, en otras palabras, se traduce en la confianza del individuo en su entorno social y material.
“Cuando un indígena pierde el territorio, básicamente, lo que está en riesgo es su identidad. Porque llega a interactuar con algo que es totalmente diferente. Este dilema hace que entre en muchos conflictos, porque no encuentra un lugar propicio para seguir fortaleciendo su cosmovisión, sino todo lo contrario, encuentra un medio totalmente adverso para identificarse como indígena”, explica Gina Coral, psiquiatra Indígena del pueblo de Los Pastos, que fue desplazada con su familia un par de veces a causa del conflicto, hasta que llegó al bajo Putumayo, donde fue acogida por el pueblo Kamsá, a quienes hoy considera su comunidad. Su última migración fue por decisión, pero no por eso menos difícil. Quería estudiar medicina y llegó a Medellín, a la Universidad de Antioquia. Después se especializó en psiquiatría.
“El territorio garantiza que uno tenga un lugar donde pueda llevar a cabo sus tradiciones y preservar sus costumbres, su medicina propia, su alimentación. Todo esto garantiza también la salud mental”, reafirma Coral. Martínez coincide: “Los indígenas con territorio tienen la gran ventaja de que tienen su resguardo, vuelven allí y son los dueños. Pero cuando los desplazas los tienes en un estado mayor de vulnerabilidad y, lo que la experiencia nos muestra, es que es en esos escenarios donde se alcoholizan, empieza el consumo de sustancias, etc. Que haya discriminación, violencia y racismo implica una situación de mayor vulnerabilidad”.
En el caso de los Yukpa, migrar en comunidad y establecerse en un espacio nada apropiado, pero en el que están juntos, ha sido en cierta medida lo que se conoce en psiquiatría como un “factor protector”. Pero las condiciones en las que han tenido que migrar, y “la doble estigmatización a la que se enfrentan por ser venezolanos, por un lado, e indígenas, por otro, pueden ser factores agravantes”, aseguran los psiquiatras Carlos Fizzola y Laura Ospina. “Estos choques no necesariamente significan el desarrollo de un trastorno o una enfermedad –añaden–, pero sí una pérdida del bienestar”.
Aunque el problema ha estado totalmente desatendido hasta ahora, la solución, coinciden los expertos, apunta en un solo sentido: aplicar lo que se conoce como el “enfoque diferencial”, entender la dinámica propia del pueblo, reconocer y respetar sus costumbres, su cultura, sus saberes ancestrales y aprovechar el recurso propio, es decir, aquellas personas de la comunidad que pueden servir de puente entre lo occidental y lo tradicional. Sin embargo, para lograrlo, no sólo se necesita tiempo, sino también disposición.
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La atención a la población migrante de Venezuela ha sido bandera de campaña del gobierno actual. Medios de comunicación, academia y ciudadanos del común han dedicado gran parte de sutiempo a hablar y conocer del tema. Sin embargo, es poco lo que se ha dicho sobre los migrantes indígenas. Para Germán Valencia, miembro de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y autoridad de la comunidad Nasa, esto es preocupante. “Como organización nacional estamos preocupados, pues el gobierno se ha preocupado por la población venezolana que ha ingresado y que no es indígena, a ellos sí les ha prestado atención...puede ser porque detrás hay un interés político. Pero no ha reconocido a este pueblo indígena, que por ser de frontera debería ser reconocido como binacional”, asegura. “Necesitamos que se comprometan de manera urgente a garantizarle los derechos a los Yukpa, independientemente de que sean ciudadanos colombianos o venezolanos, son pueblos en riesgo”.
En Cúcuta se están dando los primeros pasos. La Sociedad Nacional de Cruz Roja Colombiana ha sido una de las organizaciones que más ha insistido en generar acciones conjuntas y coordinadas entre ONG, instituciones del Estado y comunidad indígena. “La idea es que logremos concertar algo para poderlos reubicar, porque ellos merecen ser sostenibles y tener un lugar en el que puedan desenvolverse como lo hacían en la Sierra, pero para eso tenemos que escucharlos y conocer sus necesidades desde la parte etnocultural”, asegura Eliana Parra, coordinadora del proyecto, quien desde que llegó a Cúcuta ha notado las dificultades y las deficiencias que se tienen desde las organizaciones para trabajar con población indígena.
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La Secretaría de Desarrollo Social de Norte de Santander también ha empezado a abordar el asunto: “Hicimos la primera mesa técnica en la que juntamos a varios entes y actores para ver cómo, desde todos los frentes, podemos ayudar a salvaguardar los derechos de esa comunidad que ya no solo está en Cúcuta, sino que ha llegado a municipios como Tibú y Ocaña”, asegura Luis Alberto Díaz, secretario de Desarrollo Social del departamento. “Le hemos pedido apoyo al ministerio del Interior, porque es un tema complejo y delicado el de los Yukpa debido a la situación en Venezuela. Pero nosotros no vamos a obligar a que nadie se devuelva”, afirma Díaz. Sin embargo, en varias ocasiones se ha acudido al “retorno involuntario” para devolver a los indígenas al lado venezolano de la frontera. Un proceso en el que los derechos de la comunidad parecen haber estado ausentes.
En Bucaramanga, el panorama es más oscuro. “En Santander no hay delegado de asuntos étnicos. Es decir, que no hay un profesional destinado exclusivamente a estos asuntos, por tanto, nosotros no nos acercamos al tema de los Yukpa de manera investigativa”, asegura una delegada de la Defensoría de la ciudad.
Además, el tema con Venezuela es tan polémico que organizaciones que trabajan en el territorio con esta comunidad y miembros de la Defensoría del Pueblo de Cúcuta se han negado a dar declaraciones a El Espectador al respecto. “Es un tema supremamente sensible”, dicen unos. “No he recibido autorización para brindar algún tipo de información”, responden otros. Entre tanto, esta comunidad colombo-venezolana sigue a la deriva en zonas de alto riesgo dando la pelea por su lucha histórica: el territorio. El Cacique, Dionisio Romero, bajo quien recae la responsabilidad de gran parte de la comunidad que se encuentra en el Escobal ha hecho esfuerzos titánicos por organizarlos, censarlos y que, pese a las circunstancias, mantengan sus tradiciones. Sin embargo, el camino es largo y siente que está remando de un solo lado. “Yo ya estoy cansado”, asegura.
*Este artículo se realizó gracias a la beca Rosalynn Carter para Periodismo en Salud Mental 2018.