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El misterio de una foto del Che Guevara

En España fueron reveladas fotografías del cadáver del guerrillero argentino. Una de ellas también aparece en el archivo del periodista colombiano Carlos Villar Borda. ¿Cuál es su historia?

Juan David Torres Duarte
17 de noviembre de 2014 - 02:56 a. m.
La fotografía del Che Guevara antes de ser lavado por soldados del ejército boliviano, que Villar obtuvo a través de un fotógrafo boliviano./ Archivo Villar Borda - Pamela Aristizábal
La fotografía del Che Guevara antes de ser lavado por soldados del ejército boliviano, que Villar obtuvo a través de un fotógrafo boliviano./ Archivo Villar Borda - Pamela Aristizábal
Foto: PAMELA ARISTIZABAL/EL ESPECTADOR - PAMELA ARISTIZABAL

Dos semanas atrás, en la localidad zaragozana de Ricla (España), el concejal Imanol Arteaga presentó un descubrimiento exquisito: una serie de fotografías del cadáver del Che Guevara cuando fue trasladado a Vallegrande (Bolivia). Los documentos —resguardados en una caja de puros— pertenecían al tío de Arteaga, el clérigo Luis Cuartero, que ofició el sacerdocio en una zona cercana, La Higuera, el lugar donde fue baleado Guevara el 9 de octubre de 1967. Las fotografías fueron bautizadas, casi de inmediato, como inéditas: en blanco y negro y a color, todas ellas mostraban una nueva perspectiva del cuerpo del líder guerrillero, recostado sobre un lavadero luego de que fuera trasladado a Vallegrande. Los orificios de las balas, el recorrido de la sangre y la suciedad general del cuerpo —que fue lavado para ser presentado en público— se ven con cierta claridad; el cuello, destrozado por las balas, es un hilillo de carne blanquecina y en la región cercana al corazón hay otra huella de munición, una abertura de pólvora y sangre caliente.

En los medios de comunicación, la noticia —aparecen fotos inéditas del Che Guevara— circuló con presteza. En esos días, el economista Felipe Villar Stein encontró una galería en internet con las fotografías y una de ellas le pareció familiar: justo aquella en que el cuerpo de Guevara es expuesto antes del baño. Recordó, con una medida amplia de certeza, que aquella fotografía estaba en la casa de su padre en Chapinero (Bogotá), y que hacía parte del archivo que él —Carlos Villar Borda, por entonces corresponsal de la United Press International (UPI)— había recogido para una biografía sobre el argentino, publicada en junio de 1968. Entonces llamó a su madre y le envió una dirección electrónica para que viera la galería. Poco después, ella verificó su juicio: sí, una copia de esa foto estaba en el archivo de casa, entre las notas y registros que su esposo, fallecido en 2010, había realizado de la muerte del Guevara.

No era inédita.

¿Cómo llegó esa foto tomada por Marc Hutten, corresponsal de France Presse —según la versión de Arteaga—, a manos de Villar Borda?

En octubre de 1967, Villar estaba en La Paz, hospedado en el Hotel Copacabana, luego que de aquí y allá llegaran rumores de que Guevara estaba en Bolivia, de que había formado una guerrilla, de que ya se había enfrentado cara a cara con el ejército boliviano. El paradero de Guevara era un misterio desde que desapareciera de Cuba en 1965. Como parte de la UPI, Villar se encargó de contactar y conocer a las personas cercanas a las operaciones militares que se realizaban en la región de Santa Cruz. Pronto, Villar se hizo con las versiones de aquellos —siempre versiones anónimas— que hablaban de la presencia de Guevara en Bolivia y de sus planes de expandir los mandatos guerrilleros.

El domingo 8 de octubre, Villar recibió la llamada de un militar que pidió guardar su nombre. Los datos precisos de su llamado eran escasos. Sólo había un nombre y un verbo del otro lado de la línea: Guevara cayó. Villar no supo cómo, ni dónde, ni quiénes lo habían hecho caer. La breve oración podía significar que Guevara había sido capturado o asesinado. Los diarios mencionaban escaramuzas y ningún muerto conocido. Dos días después, cuando el gobierno confirmó —con un 99% de certeza, según sus palabras— que Guevara había perecido, Villar y un fotógrafo boliviano siguieron camino hacia Villagrande.

Llegaron cuando el cuerpo ya había sido lavado y tenía la cabeza sobre una tabla: la copiosa y desgreñada barba tapaba su cuello. Villar y el fotógrafo observaron el cadáver dispuesto en la lavandería: tenía las uñas sucias, el abdomen desastroso. Al salir de allí, otro fotógrafo se acercó a Villar, lo apartó y le ofreció aquella fotografía. Villar la compró. Así describe ese documento en sus memorias tituladas La pasión del periodismo: “(La fotografía) mostraba el mismo cadáver del Che antes del maquillaje a que fue sometido para mostrarlo a los periodistas. Parecía tomada en el momento de llegar a la lavandería y todavía no estaba subido en la alberca. De momento me vino a la memoria ‘La Piedad de Veronese’, con la diferencia de que tenía los ojos entreabiertos y lucía una chamarra o chaqueta negra, como de cuero o de un material sintético, abierta en el pecho y con unas mangas que remataban en una especie de puño de tela fruncida. (…) Pero el detalle más macabro es que en la fotografía tomada antes del arreglo del cadáver la cabeza colgaba hacia atrás y se podían ver con toda claridad cuatro perforaciones de bala a la altura del cuello, como las huellas de una ráfaga, y, desde luego, la perforación de lo que podía ser la zona del corazón”.

Por ese entonces, de boca del gobierno y de los militares, comenzó a circular la versión única de que Guevara había sido derrumbado en combate. La fotografía comprada por Villar comprobaba una versión bien distinta: Guevara había sido ejecutado por órdenes de los militares bolivianos. Tiempo después, el entonces agente de la CIA Félix Ismael Rodríguez contaría que la orden fue rígida: disparar contra Guevara por debajo del cuello para que su cuerpo fuera testimonio de una muerte en combate.

Vigilado por el ejército boliviano, Villar estuvo algunos días más en la zona —el destino del cuerpo fue ocultado— y regresó a La Paz. Desde allí, con las fotografías escondidas en su maleta, viajó hacia Nueva York, donde quedaba la sede principal de la UPI, para que las fotografías llegaran a buen puerto. Villar creyó que había logrado eludir los controles y rescatar todo el material hasta que llegó a su destino. Una fotografía que mostraba las manos de Guevara sobre un ejemplar de un periódico nacional había desaparecido. La tenía entre su chaqueta, y de repente ya no estaba. Su explicación —la única que pudo darse— tenía tono de derrota: quizá en un cacheo, un hábil agente supo dar cuenta de ella con todo sigilo.

El apartamento donde vivía Villar tenía colgada en otro tiempo una fotografía del Che Guevara en uno de los muros de la habitación principal. Su viuda, Jeannette Stein, apunta al lugar preciso —dibujando un cuadro en el aire— mientras busca, entre una pila de sobres y negativos y bolsas plásticas, las fotografías que tiene en su archivo sobre Guevara. “Estaban bien guardadas —dice—. Era su tesoro”. Tras media hora de búsqueda, las fotografías aparecen en una carpeta sencilla, una sobre otra, arrulladas entre las pruebas de Ché Guevara: su vida y su muerte, la biografía que escribió Villar tras su regreso de La Paz basado en las informaciones que había recopilado allí, los testimonios y —sobre todo— aquella fotografía certera.

La edición de 2007 —que no circuló de manera masiva— incluye otras fotografías poco conocidas: Guevara en la selva boliviana acompañado de Tania, una de sus guerrilleras más cercanas; Guevara con un grupo robusto de combatientes —su unidad constó, en su mejor tiempo, de más de 60 combatientes—; Guevara sobre la alberca de la lavandería; Guevara con la cabeza apoyada en un tablón, mirando a la nada, con la boca y los ojos entreabiertos. “La enfermería del Hospital Señor de Malta —escribe Villar en esta obra— estaba a cargo de unas religiosas y alguien me dijo que una monja, cuando vio el cadáver exclamó: ¡Dios mío, es un Cristo!”. Guevara fue visitado en esos días por adeptos, pobladores, curiosos y periodistas que le tomaron fotografías, hablaron sobre su muerte, recordaron su figura.

La versión de Arteaga sobre la misma foto difiere en todos sus detalles: el clérigo Cuartero recibió las fotos poco antes de volver a España de manos de Hutten, quien temía que le fueran decomisadas en su salida del país. Hutten se había refugiado en la zona de Sucre gracias a que una comunidad religiosa tenía su mismo apellido; las fotos tienen señas de haber sido reveladas de urgencia en blanco y negro en un papel que ya no se produce. La historia con todos sus matices fue una leyenda en su familia y sólo después de su muerte se decidió a buscarlas con ayuda de su madre. Es posible —dado el volumen de personas que visitaron por entonces al cuerpo baleado de Guevara— que la fotografía cayera en varias manos aunque Hutten la hubiera tomado. Tal vez, sólo de ese modo pueda explicarse que fuera publicada en la primera edición de la biografía de Villar y que apareciera de nuevo en la edición de casi cuarenta años después.

La verdad sobre el modo en que Guevara murió, conocida sólo décadas después por boca de quienes ordenaron su detención y ejecución, era por entonces una especulación demasiado riesgosa: espiado por la policía boliviana y rodeado por agentes de la CIA, Villar arriesgaba su propia salud al transportar estas fotografías. La vigilancia del estado de las cosas —el modo en que el poder habla y gesticula— era un muro difícil de cavar, y Villar suponía que con esas fotografías era sencillo llegar a conclusiones más serias sobre las últimas horas del líder guerrillero. Las fotografías también le permitieron recordar, a modo de epopeya, las últimas palabras de la conversación que Guevara sostuvo con el ejecutor de su sentencia, el sargento Mario Terán: “¡Póngase sereno —dijo— y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!”.

Por Juan David Torres Duarte

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