El monje que partió en dos la historia de la cristiandad

Breve semblanza del momento histórico vivido por Lutero antes y después de sus 95 tesis. Sin embargo, su motivación no fue otra que abrir un debate para preservar su conciencia.

Alfonso Ropero*
28 de abril de 2017 - 03:57 a. m.
Representación del momento en que Lutero fijó sus 95 tesis en la iglesia de Wittemberg.  / Google
Representación del momento en que Lutero fijó sus 95 tesis en la iglesia de Wittemberg. / Google

No hay lugar a dudas: la Reforma protestante del siglo XVI produjo cambios en casi todos los aspectos de la vida social, económica y política de Europa, con grandes repercusiones en la historia moderna del mundo occidental. Fue una de las pocas revoluciones cuyos logros van más allá de su inmediatez. Sin embargo, fue esencialmente un movimiento religioso y los reformadores no tuvieron interés distinto a predicar el Evangelio y dar testimonio de Cristo. (Puede ver nuestro especial de los 500 años de la Reforma protestante aquí)

Que tuviera consecuencias no extraña en una sociedad donde la religión tenía un rol principal en la economía, la medicina, el arte, la educación, la política, la ciencia y el trabajo. Pero, como escribe Hans Lilje, “la Edad Moderna nace de una experiencia religiosa”: la del monje agustino Martín Lutero, padre de la Reforma protestante, nacido en noviembre de 1483 en Eisleben (Alemania) y educado por los Hermanos de la Vida Común de Magdeburgo, baluarte de religiosidad entre los laicos.

El 2 de julio de 1505, después de una experiencia cercana a la muerte, Lutero se consagra a la vida religiosa e ingresa al Convento Negro de los agustinos ermitaños. En medio de angustiosos combates espirituales, tiembla ante su noción de justicia de Dios y nada calma sus temores. Ayuna, mortifica su cuerpo, hace penitencia, pero también prosigue con sus estudios, hasta alcanzar la condición de doctor en teología, que lo habilita para ser profesor de Sagrada Escritura en la universidad de Wittenberg.

En su lucha llegó a odiar a Dios, pero al final obtuvo la revelación, el desciframiento del misterio, la comprensión del significado de la iustitia dei, la justicia de Dios. Entendió el sentido de las palabras de san Pablo en la carta a los romanos, cuando interpretó que esta justicia no se basa en disposición divina para condenar, sino para impartir misericordia: “Se hizo la luz y entendí que la vida del justo es un regalo de Dios y que el justo tiene que vivir por la fe”.

Otra palabra le produjo consuelo: poenitentia. Todas las terribles asociaciones a pecado, culpa y castigo partían del mismo concepto de “penitencia”, que entendió podía traducirse como “cambio de corazón”, “conversión”. También de esa experiencia nació la Reforma. Sin ella no existirían ni las famosas tesis ni la Dieta de Worms. Esa lucha religiosa de Martín Lutero fue el punto de partida para un tiempo nuevo y todo el cristianismo evangélico que ha surgido desde entonces se basa en esa misma convicción de que el individuo se siente perdonado y renacido no por sus obras sino por la gracia de Dios.

Cuando el sacerdote dominico Juan Teztel llegó en 1517 a Wittenberg, predicando una nueva indulgencia plenaria del papa León X para impulsar la basílica de San Pedro en Roma, y Lutero lo oyó decir a pleno pulmón que “el alma sale del purgatorio en el instante en que la moneda resuena en la caja”, ya tenía claro que la fe no era compatible con esas indulgencias ni el perdón de los pecados admite tasación económica. Entonces consignó su pensamiento en las 95 tesis que fijó en la puerta de la capilla de Wittenberg.

Su intención era provocar un debate académico, pero el arzobispo Alberto de Maguncia remitió las tesis a los teólogos y juristas de la universidad de Maguncia, y muchos frailes y religiosos señalaron a Lutero de hereje, apóstata o pérfido. Roma abrió proceso en su contra en junio de 1518. Lutero no acudió y su príncipe le dio protección. A través de la bula Exurge Domine, la Iglesia lo conminó a la excomunión si no se retractaba de sus tesis. No lo hizo y fue separado. De esa convicción religiosa surgió la Reforma.

Lutero acudió ante el emperador Carlos V y la Dieta de Worms. Un bando papal trató de evitarlo, pero al final se hizo, y desde el primer día la sala de la audiencia se llenó con altos dignatarios. Los enemigos de Lutero, agrupados alrededor del duque Jorge de Sajonia, y él, un simple monje, hijo del pueblo, frente a frente con el monarca más poderoso y distinguido de su época. El encuentro empezó cuando Johannes von Eck, obispo de Tréveris, preguntó a Lutero si reconocía como suyos 20 libros ubicados sobre una mesa.

Lutero asintió y cuando el obispo le preguntó si se retractaba de las herejías que esos libros contenían, el monje pidió tiempo para reflexionar. Al día siguiente, ante el mismo interrogatorio, hablando en alemán, Lutero rechazó retractarse hasta tanto no se refutaran sus ideas con base en las Sagradas Escrituras. Incluso se declaró dispuesto a ser quemado en la hoguera. Un siglo antes, Juan Hus había intentado lo mismo y terminó en las llamas. Al terminar su alegato, pronunció su frase histórica: “Estoy sometido a mi conciencia y ligado a la palabra de Dios. Por eso no puedo ni quiero retractarme de nada, porque hacer algo contra de la conciencia no es seguro ni saludable. ¡Dios me ayude, amén!”.

De forma inequívoca, Lutero se atrevió a decir que el papa y los concilios estaban equivocados. La reacción de Carlos V fue anunciar a los príncipes alemanes que ejecutaría el designio de prender a Lutero en cuanto expirase el salvoconducto que garantizaba su seguridad en Worms. Además ordenó que todos los libros de Lutero fueran quemados y confiscar los bienes de quienes le dieran apoyo. Por eso, durante su viaje de regreso a Wittenberg, en mayo de 1521, Federico el Sabio lo hizo “secuestrar” para garantizar su seguridad y lo condujo al castillo Wartburg, cerca a Eisenach, en el este de Alemania.

Allí vivió de incógnito haciéndose llamar “caballero Jorge”. Pero antes que inactividad o reposo, en once semanas tradujo el Nuevo Testamento del griego al alemán. Sin quererlo, mientras él persistía en su convicción religiosa, sus ideas reformistas empezaron a expandirse. Tres sacerdotes se casaron en 1521. El día de Navidad del mismo año, su compañero de claustro Andreas Bodenstein, o Carlstadt, celebró por primera vez misa sin vestiduras litúrgicas y habló a la gente en alemán. Lutero nunca quiso ser un agitador social; sólo sintió el llamado a predicar el Evangelio y exponer la palabra de Dios con fidelidad.

En ambas tareas fue clarividente, adelantado de su época. Sin duda, un genio religioso. Un precursor que se adelantó cinco siglos a la Iglesia de Roma en el concepto de Iglesia como pueblo de Dios donde todos son sacerdotes. El llamamiento universal a la santidad de los cristianos, sin necesidad de hacerse monje o sacerdote para servir a Dios. Y, sobre todo, la insistencia en la justificación por gracia, mediante la fe, no por obras materiales ni penitencias. Un cambio en la forma de acceder a Dios que liberó millones de almas del temor a la condena y les abrió las puertas del paraíso.

* Teólogo, filósofo escritor, historiador. Director de Editorial Clie.

*Trabajo conjunto con El Medio Comunica

Por Alfonso Ropero*

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