Mucho antes de que Putin invadiera Ucrania, sus ataques solían ser respondidos con la acusación, formulada por John Kerry y Ángela Merkel, entre otros, de que se trata de una figura del siglo XIX en un mundo del siglo XXI. Esta frase parecía destinada a culpar a Putin no solo de maldad, sino de anacronismo, lo que es de alguna manera más confuso para la mente moderna.
Sin embargo, en cierto sentido, ser un hombre del siglo XIX en el siglo XXI vuelve a Putin una figura muy actual, un personaje característico de nuestra época, no un hombre de las cavernas confundido por un mundo que lo rebasó. El presidente ruso ejemplifica nuestra transición a una especie de futuro que retrocede, en el que elementos cruciales de la era victoriana se sobreponen en el paisaje social, cultural y tecnológico muy diferente de nuestra época.
A medida que la primacía de Estados Unidos disminuye, regresa del pasado un cierto tipo de consolidación y competencia de grandes potencias, que recuerda la dinámica del imperio europeo de los últimos años del siglo XIX, pero esta vez con actores globales, no casi exclusivamente occidentales.
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En esta analogía, Estados Unidos se asemeja tanto al Reino Unido victoriano (la gran potencia naval e imperio mundial) como a la Francia de finales del siglo XIX (la república desgarrada por la guerra cultural): es una potencia dominante desde hace tiempo acechada por el espectro del declive.
La China contemporánea, India, Rusia y, quizá, hasta la Unión Europea tienen objetivos que recuerdan las ambiciones de la Alemania y la Italia del siglo XIX, de la Rusia de los Romanov y, en última instancia, del Imperio de Japón: establecer la mayor unión política posible con base en la herencia cultural o la etnicidad compartidas, fortalecerse lo suficiente para desafiar la hegemonía anglosajona, proyectar poder en regiones del mundo que carecen de un Estado-nación dominante, ya sea en Asia Central y Oriente Medio, o en África y América Latina.
En este mundo multipolar hay alianzas emergentes que hacen pensar en las alineaciones que precedieron a la Primera Guerra Mundial: por ahora, Rusia y China contra Europa y Estados Unidos. Y luego están las naciones y regiones más pequeñas atrapadas en medio, agitadas por sus propias ambiciones y que ofrecen polvorines en potencia para guerras mayores. En aquella época, Manchuria, Alsacia-Lorena y los Balcanes; hoy, Taiwán, Afganistán, Siria y ahora Ucrania.
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Pero todas estas reminiscencias y resurgimientos no logran revivir el siglo XIX del todo. Más bien, la vieja geopolítica está reapareciendo en un contexto totalmente del siglo XXI.
En primer lugar, la globalización ha llegado más lejos que en el siglo XIX. La escala de nuestra interdependencia a veces se exagera, pero sigue siendo extraordinaria, al igual que la escala de la riqueza que estaría en juego ante cualquier alteración sostenida del sistema mundial. Eso no significa que no se puedan desenredar algunos hilos de la vasta red. Pero que esto ocurra de forma repentina y desgarradora, como le está sucediendo a Rusia en este momento, es un peligro mayor que el que enfrentaron los constructores de imperios del siglo XIX.
Esos constructores de imperios, además, operaban en un mundo en el que todavía era posible hablar de una verdadera legitimidad pública para el imperialismo, la conquista y el gobierno autócrata. Esos días pueden regresar, pero por ahora hasta los dictadores de facto como Putin sienten que tienen que fingir que han sido elegidos democráticamente, hablar de dientes para afuera de autodeterminación y negar que están invadiendo a su vecino, aunque sea evidente para todos.
Esta fraudulencia alimenta el escepticismo y la alienación que también son rasgos definitorios de nuestra época. La consolidación de Alemania o Italia, o, en su caso, de Estados Unidos en el siglo XIX, se moldeó y fue moldeada por nuevas formas de movilización masiva y política de masas, incluyendo el surgimiento de partidos políticos, sindicatos, movimientos ideológicos y más. Pero nuestra era es más bien una época de fragmentación y aislamiento, de repliegue hacia las fugas virtuales. Esto promete un mundo, tal vez en el futuro cercano, en el que las élites se volcarán en grandes rivalidades civilizatorias, pero las masas mostrarán poco entusiasmo por la lucha.
Por otra parte, las grandes potencias actuales son mucho más viejas que sus antecesoras, y carecen de la población joven que en los imperios del pasado aportaba energía, creatividad y carne de cañón. Como señaló el escritor británico Ed West, la guerra de Ucrania es una guerra entre dos sociedades con niveles de fertilidad muy por debajo del nivel de reemplazo, en la que las familias podrían perderlo todo al perder a su único descendiente. Esto plantea interrogantes sobre la duración que puede tener una guerra de este tipo y también sobre lo que ocurrirá después.
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Por ejemplo, una figura llena de energía como Volodímir Zelenski evoca a los nacionalistas y nacionalismos jóvenes del siglo XIX: los movimientos Jóvenes Turcos y Joven Irlanda. Pero la nación que Zelenski intenta preservar en realidad no es joven, y es posible imaginar una Ucrania que mantenga su independencia y no haga más que estancarse junto a una Rusia senescente, con su conflicto enterrado por la vejez.
Por último, el nuestro es un mundo con armas nucleares, a diferencia del antiguo mundo de las grandes potencias. Esperamos que esta diferencia sea para bien, que haga casi inimaginables ciertas formas de guerra total y les dé a nuestros líderes una razón existencial para evitar el sombrío final de ese viejo mundo de 1914 a 1918. No obstante, esos líderes necesitarán verdadera sabiduría para sortear una nueva era de rivalidad entre potencias nucleares que quizá sea muy diferente de la era de la Guerra Fría y a veces más parecida al lejano pasado del siglo XIX.
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