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Lo que Chernóbil no cambió

Para contener la contaminación provocada por la explosión de esta central nuclear se han empleado más de 500.000 trabajadores. Sin embargo, la periodista Galia Ackerman dice que “la radiación continuará durante siglos”.

Ricardo Abdahllah
25 de abril de 2016 - 02:57 a. m.

Galia Ackerman enciende el computador que tiene en la sala de su casa para mostrarme S.T.A.L.K.E.R., un popular juego de video producido por la compañía GSC Game World. Para buscarlo usa Google y luego uno de esos motores de búsqueda rusos que lo encuentran todo y todo lo proponen para descarga. En la pantalla aparecen las imágenes de un edificio industrial en ruinas, los almacenes de una ciudad abandonada, una noria inmóvil. En la vida real no hay monstruos que se lancen sobre los raros exploradores, “pero el paisaje sí es igualito”, dice Ackerman, mientras intenta (sin éxito, y yo tampoco) empezar el juego cuyo escenario son las calles de Prypiat y el resto de “la Zona” en los alrededores de la central nuclear de Chernóbil.

Los jóvenes fanáticos de S.T.A.L.K.E.R., que toma su nombre de la cinta posapocalíptica que Andrei Tarkovski estrenó en 1976, son un tipo frecuente entre los visitantes, autorizados o no, que Ackerman ha encontrado en sus viajes a la Zona, que visitó por primera vez en 2004, luego de años de recoger testimonios de quienes habían vivido y trabajado en la región desde antes de la catástrofe. A partir de sus recorridos en la Zona, y de una investigación que había comenzado años antes de su primera visita, Ackerman ha publicado tres libros: Los silencios de Chernóbil (2006), Chernóbil, regreso a un desastre (2007) y este año Atravesar Chernóbil. Ackerman es también la traductora al francés de la obra de Svetlana Alexiévich, quien abordó el tema en Voces de Chernóbil, y organizó la exposición Érase una vez Chernóbil, presentada en Barcelona con motivo de los veinte años del accidente.

En su opinión, descontaminar Chernóbil era un sacrificio innecesario porque de todas maneras nadie volvería a vivir allí.

Tras el accidente era indispensable tratar de confinar el reactor número cuatro, pero me pregunto qué sentido tenía descontaminar los números uno y dos, y sobre todo “separar” los sistemas de control comunes que unían a los número tres y cuatro. Se buscó mantener la central funcionando, cuando lo lógico habría sido esperar y confinar por completo todo el territorio de la central, que cubre varios kilómetros cuadrados, y así evitar la exposición de los trabajadores y la dispersión de la radiación.

Era tal vez una cuestión de orgullo nacional...

Sin duda. Y por eso el accidente se trató con los mismos reflejos de intervención que si se tratara de un terremoto. Nadie pareció darse cuenta de que se trataba de algo inusual, de que no podía abordarse con la lógica. “Hubo un accidente. Vamos a repararlo y que vuelva a funcionar”. No existía la conciencia de que el átomo es un enemigo al que no podemos vencer, o al menos no en nuestra escala temporal.

Usted ha sugerido que a largo plazo las consecuencias de un accidente nuclear civil son peores que las de una bomba nuclear.

En Hiroshima y Nagasaki hubo centenares de miles de personas que murieron quemadas o sufrieron terribles enfermedades a causa de la irradiación. Ese es un horror que no puede negarse. Pero en el caso de una explosión intencional, la reacción va hasta el final y hoy en día, como usted lo sabe, las ciudades han sido reconstruidas y la región es habitable. En el caso de un accidente, la reacción continúa durante siglos, sin que siquiera podamos acercarnos para tener una idea de lo que está ocurriendo. Las consecuencias de la bomba son monstruosas, pero, hasta cierto punto, previsibles, mientras que las de un accidente, por definición, entran en el terreno de lo que no podemos calcular.

Usted, que conoce bien a Svetlana Alexiévich y es su traductora al francés, ha sido muy crítica con su trabajo. ¿Cómo debe un lector abordar la obra de esta autora?

Estamos de acuerdo en que el paso del testimonio oral al escrito exige una intervención. Para que sea legible, para evitar las repeticiones, etcétera. Svetlana, sin embargo, lleva ese proceso más allá. Yo tuve acceso a más o menos cuatro horas de video del material que ella usó para “Voces de Chernóbil” y es notorio que llegó a inducir a sus entrevistados y a retrabajar en exceso sus declaraciones para darles no sólo un valor periodístico sino sobre todo literario. Dramático. Eso produjo unas voces que funcionan como conjunto, pero no como documentos originales. Svetlana trabaja en un género muy particular entre el periodismo y la ficción, o al menos la ficcionalización. Esto lo digo sin ningún juicio de valor.

Tras la catástrofe de Fukushima, usted decía que “la humanidad no había aprendido nada desde Chernóbil”.

A diferencia de las catástrofes naturales en las que hay rasgos y parámetros que se repiten, las catástrofes provocadas por el hombre son únicas, y ese es el caso de las catástrofes nucleares. Los reactores de Chernóbil y Fukushima eran diferentes y también las circunstancias de los accidentes, y no se liberaron los mismos isótopos. Además está el secreto que rodea todo lo que tiene que ver con el uso civil o militar de la energía nuclear. Años antes de Chernóbil ocurrió un accidente en una base militar nuclear llamada Maïak. Allí se realizaron estudios y mediciones que daban pistas suficientes para abordar Chernóbil. Pero los científicos no los conocieron y, tras el accidente de la central, tuvieron que empezar de cero.

El mal manejo de la catástrofe suele atribuirse al hermetismo soviético. ¿La situación es diferente en Occidente?

No. El accidente de Fukushima ha sido manejado más o menos de la misma manera. Los datos son inaccesibles. Todo lo que tiene que ver con lo nuclear está rodeado de secreto y no estoy segura de que si ocurriera algo en Europa en este momento habría más transparencia, porque Chernóbil, como industria, como accidente y como respuesta al accidente, fue el fruto de una sociedad productivista, que en eso no es radicalmente diferente de aquella en la que vivimos.

Chernóbil cambió el discurso sobre la energía nuclear de “un accidente no puede ocurrir” a “tenemos que prepararnos para cuando ocurra”. ¿Cómo se piensan los accidentes nucleares después de Fukushima?

Ahora ya no se habla de una respuesta en términos de evacuación y descontaminación, sino de “aprendamos a vivir en zonas contaminadas”. Las agencias responsables han aumentado las dosis aceptadas como tolerables, no porque haya nuevos estudios que demuestren que la radiación no es tan dañina, sino para que sean coherentes con las condiciones de vida que habrá que soportar en caso de un nuevo accidente. Tras el impacto que representó Chernóbil se detuvo la construcción de centrales nucleares, pero luego se insistió en que el accidente se debió a errores humanos y se recomenzó la carrera del uso civil de la energía nuclear. Fukushima demostró que puede ocurrir y la industria se adaptó diciendo que la vida en las zonas irradiadas seguirá siendo posible.

Usted ha entrevistado a centenares de personas que viven y trabajan cerca de Chernóbil. ¿Por qué lo hacen? ¿Tiene sentido permitirlo?

Todas las personas son unánimes en que Chernóbil fue una desgracia que jamás debió haber ocurrido, pero luego lo asumen de diferentes maneras. Hay personas mayores que nunca abandonaron sus casas o que regresaron a ellas. Hay quienes van para hacer negocios ilegales, en particular traficar metal, o para trabajar en la construcción y el mantenimiento de las estructuras de contención. En estos dos casos las motivaciones son económicas. En Ucrania hay mucho desempleo, y en Chernóbil se gana bien y se tienen condiciones de pensión y vacaciones que ningún trabajador ucraniano puede soñar en otra parte. Hay también aventureros, que aman la libertad de una región donde la naturaleza ha recuperado su terreno. Yo de cierta manera los entiendo. La belleza de los bosques de Chernóbil es innegable.

Por Ricardo Abdahllah

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