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Torre de Tokio: orgulloso extremeño

Columna para acercar a los hispanohablantes a la cultura japonesa.

Gonzalo Robledo * @RobledoEnJapon / Especial para El Espectador, Tokio
02 de octubre de 2022 - 02:00 a. m.
Sebastián Vizcaíno
Sebastián Vizcaíno
Foto: Dominio público

Los japoneses tuvieron que esperar a la visita del navegante español Sebastián Vizcaíno, en junio de 1611, para confirmar de primera mano cómo las diferencias culturales, y su reticencia a aceptarlas, pueden malograr un proyecto.

El navegante, que de Vizcaíno solo tenía el nombre, pues había nacido en Extremadura en 1548, es recordado como uno de los más famosos cartógrafos españoles de su época, y en muchos de sus recorridos americanos se dedicó a bautizar a su antojo costas, bahías, golfos y ciudades. Las más conocidas, la ciudad de San Diego y la bahía de Monterrey, quedan hoy en la actual California. (Recomendamos más columnas de Gonzalo Robledo sobre Japón).

Llegó a Japón con rango de embajador para agradecer al shogun, el máximo gobernante militar japonés, el rescate de los náufragos del galeón San Francisco, hundido cerca de la actual Tokio en 1609, y devolver un generoso crédito que habían recibido para sobrevivir y continuar su viaje, iniciado en las Filipinas hasta Nueva España (México actual).

Amigo de la pompa y la fanfarria, Vizcaíno figura en las descripciones históricas como aficionado a sombreros emplumados, botas blancas y cuello adornado con lechuguillas de fino encaje.

Anunciaba sus visitas oficiales con cargas de artillería y el redoble de un tambor tocado por un percusionista de origen africano.

Pidió ver al emperador y le dijeron que, además de dejar fuera del palacio las botas blancas, la estruendosa pirotecnia y el rítmico timbal, tendría que arrodillarse y agachar la cabeza hasta el suelo delante del monarca.

Vizcaíno hizo una contraoferta. Dejaría su comitiva fuera, pero entraría con las botas puestas y saludaría con la misma reverencia que hacía frente al rey de España. Después se sentaría junto al emperador, quien convocó a sus consejeros y aceptaron las condiciones del avispado capitán después de diseñar un sagaz protocolo que aprovechaba el diseño de plataformas del salón donde lo recibirían.

Mientras hablaba en nombre del Felipe III, Vizcaíno podría permanecer en el mismo nivel del emperador. A continuación bajaría un nivel y entregaría sus regalos al shogun. Finalmente, cuando estaba a cierta distancia del emperador, se sentaría.

Antes de volver a Nueva España, Vizcaíno calificó a los comerciantes holandeses que venían a Japón de “ladrones y revoltosos”, y pidió al emperador permiso para circunnavegar el mar de Japón ofreciendo a cambio unos buenos mapas. Su misión real era buscar unas míticas islas, llamadas Rico de Oro y Rico de Plata, que nunca encontró.

Años después las autoridades japonesas desterraron curas y comerciantes católicos europeos, cerraron las fronteras al mundo y entregaron la exclusiva de su comercio exterior a los comerciantes holandeses durante casi tres siglos.

Y quedaron muy agradecidas con la excelente cartografía que dejó el orgulloso extremeño.

* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.

Por Gonzalo Robledo * @RobledoEnJapon / Especial para El Espectador, Tokio

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