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Illa est mortuus (Cuentos de sábado en la tarde)

Les presentamos un cuento escrito por Valeria Báez, estudiante de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, integrante del semillero de creación “CrossmediaLab”.

Valeria Báez – CrossmediaLab de la Tadeo
20 de junio de 2020 - 11:30 p. m.
Illa est mortuus (Cuentos de sábado en la tarde)
Foto: Archivo Particular

Cada mañana, sin falta, encendía mi Marlboro. Era mi café de la mañana. Detestaba salir a fumar a esa banca, pero a mi hermana no le gustaba que el apartamento quedara apestando a cigarro, todo por los niños. Mis adoraciones tenían solo 12 y 6 años, y desde hacía ocho meses me había convertido en la figura paterna de ellos, desde que mi hermana me dejaba dormir ahí. Era ridículo tolerar el frío de la mañana, pero desde que la vi valía totalmente la pena. Ella siempre estaba muy puntual en el parque, la había visto varias veces pasar corriendo. Usaba unos pantalones negros lo suficientemente apretados para que viera la clase de ropa interior que usaba, tenía los senos grandes y una bonita figura, era un privilegio verla. A veces llevaba un saco o una chaqueta a medio abrir que permitía ver un top deportivo gris ligeramente mojado por el sudor. Su piel provocaba un caos en mi cabeza. 

Soñé durante días cómo sería tenerla conmigo, escuchar los sonidos que saldrían de su boca y lo placentero que sería estar ahí, en ese lugar que solo ella y yo conoceríamos. Tenía una fecha perfecta para conocerla, mi hermana saldría de viaje con los niños a Zipaquirá a quedarse con mi mamá. Mi viejita, que con tanto esfuerzo sacó adelante a 3 hijos, sola, sin ayuda, con las uñas.  Yo me quedé en Bogotá con la excusa de seguir buscando trabajo e ir el domingo a la iglesia a cumplirle una promesa a la Santísima Virgen. Mi Virgen, la que siempre me ha cuidado pero ahora no me escucha. Me había abandonado, no me da respuesta y tengo que vivir bajo las naguas de mi hermana. 

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No conocía su nombre pero sentí conocerla de toda la vida, ella era mía, su sonrisa, su cuerpo, su cabello hasta la cintura, su piel pálida, toda ella era mía. Me lo demostró cuando me sonrió el día que decidí hacerme unas bancas más cerca de su camino habitual; al siguiente día se abrió totalmente la chaqueta para mí, fue muy obvia al querer provocarme aunque me evitara la mirada. Me levanté temprano para esperarla, salí con mi saco gris, y cuando me ubiqué en el banco, recordé haber olvidado los cigarros en la mesa del dormitorio, maldecí por dentro pero no podía regresar, debía permanecer ahí, en ese lugar para mi encuentro. 

Ella pasaba, no era la primera vez que sus pies tocaban el asfalto, ese camino pequeño del parque, pero sería la primera vez que estaríamos juntos, el mejor día de mi vida, y de seguro, el de ella también. Ella se enamoraría de mí, estaba hecha para mí, el uno para el otro. Me acerqué como lo había practicado tantas veces, así que creí que era imposible fallar. La tomé del brazo mientras corría, ella frenó en seco, se quitó los audífonos, sus movimientos eran una coreografía. Ella parecía confundida, intentó soltarse de mi agarre pero nunca la dejaría ir, jamás. Como pude, saqué  fuerzas para que de mi boca salieran las palabras que la harían entender que su vida y la mía estaban destinadas. –Eres mía– le dije. Al escucharme, sus ojos se abrieron y de forma sorpresiva intentó de nuevo soltarse de mi agarre; me di cuenta de que tendría que esforzarme para que ella entendiera. Yo estaba preparado para esto, me había planteado esa posibilidad, así que saqué la puñaleta que había comprado días atrás, cuando intentó correr. La devolvía a mis brazos y puse el filo plateado en su espalda. Escuché de su parte un chillido y esperé a que se callara y dejara de balbucear para indicarle que empezara a caminar, nos íbamos a dirigir al apartamento donde tenía todo preparado para nuestra idílica vida. 

Había pensado cada detalle del día, de nuestro encuentro, pero nunca imaginé que dos “polochos” se acercaran a nosotros, solo les faltaban las orejas paradas de un pitbull para revelar lo atentos que estaban a cada movimiento. Supongo que lo hicieron porque ella era hermosa, exageradamente perfecta, y yo no era suficiente. Aunque había escogido mis mejores ropas nunca estaría a su altura, ya se notaba lo desgastado de la tela. Nunca había pensado demasiado en invertir en mi apariencia, en peluquearme, afeitarme seguido, el dinero no me rendía lo suficiente para pagar una maquinilla, un peluquero, o renovar guardarropa; yo prefería comer. 

Ella no lloraba pero estaba a punto de hacerlo. Después de la pregunta del más alto de los sardinos intenté bandear la situación con un –Sí, agente, ya nos íbamos para la casa–, mientras el miedo llenaba mi cuerpo con un calor insoportable, miedo a que ella hablara, a que se escapara de mis brazos. Ella no habló, creo que no podía, ella nunca lo hizo. Ellos se limitaron a mirarnos con atención, y para normalizar la incómoda escena, estampé un beso en su mejilla, pude sentir cómo su cuerpo se estremeció levemente aunque nadie lo notó; se sintió muy bien su piel en mi boca. Después de una mirada despectiva por parte de ambos, de esas que dicen ¿Qué hace un tipo como él con una mujer como ella?, se fueron. 

Llegamos al apartamento a tropiezos, porque ella con cada paso se resistía, sentía las marcas que dejaba con sus largas uñas enterradas en mi brazo cada que nos acercábamos un poco más al lugar. Cuando entró abrió los ojos de manera exagerada, no dejaba de mirar las cuerdas que tenía encima del comedor y empezó a llorar. Yo me volví a su rostro y me acerqué a su cuello, aspiré con fuerza su aroma, era delicioso. Le dije que se sentara y le pedí que se calmara, no me gustaba verla así, unos ojos tan preciosos no debían derramar lágrimas, así que me puse de cuclillas y acaricié su mejilla intentando calmarla, como lo hacía con mis sobrinos cuando algo les aquejaba. Me levanté del suelo para dirigirme a la cocina por algo de papel para ofrecerle, ella se levantó e intentó salir corriendo. Apenas pudo dar unos cuantos pasos cuando reaccioné y fui tras ella. Logré agarrarla de nuevo, y cuando estaba a punto de zafarse, la llevé con fuerza hacia atrás, sonó un fuerte golpe mientras caía al suelo. La silla, donde momentos antes estábamos teniendo ese momento tan íntimo y especial, se había volteado. 

La ira inundó mi cuerpo, ¿por qué ella hacía ese tipo de cosas? y ¿por qué le costaba tanto entender que aquí era donde debía estar? Ella debía entenderlo, así que me acomodé sobre su cuerpo en el suelo, y como tenía los ojos cerrados, la sacudí, debía aprender que no podía jugar conmigo de esa manera. La tomé por el cuello y continué sacudiéndola con más fuerza, quería que despertara para hablar, para explicarle cómo serían las cosas de ahora en adelante. Ella seguía con sus ojos cerrados, hice varios intentos por despertarla pero no funcionaban, así que me detuve. La sostuve en mis brazos y la miré con atención, eso me dio calma. Sus pómulos eran pronunciados, sus pestañas largas y su piel suave, parecía dormida, sus labios tenían una forma hermosa, provocativos, de su cabeza salía abundante cabello con unos crespos muy bonitos. Algunos crespos estaban enredados en mis dedos y noté que estaba húmedo. Hasta ese momento me fijé en ese detalle. Miré debajo de ella y había un charco de sangre en el suelo,  su cabeza estaba empapada. Volteé a ver la silla y en el borde había una mancha. 

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La dejé de nuevo en el suelo con cuidado, no la quería lastimar, no quería hacerle esto. Miré mis manos y estaban llenas de sangre, yo había hecho eso, yo la había… No, yo me había enamorado, me había quedado cada mañana mirándola, pensando cómo hacerla mía, había ensayado mis palabras, había demorado toda la noche preparando mi ropa, aseándome muy bien para darle una buena impresión, yo hice muchas cosas pero no esto, yo no le hice esto. Ella está muerta. 

Mi cerebro se encarga de recordarme que en el bolsillo del pantalón aún permanece la puñaleta con el que había controlado su resistencia a venir conmigo. Ni siquiera sé lo que hago, no soy yo quien maneja mi cuerpo ahora y lo único que puedo sentir es cuando caigo al suelo, justo al lado de la mujer más perfecta que he conocido en mi vida.

***

Un nuevo caso de feminicidio se produjo en la ciudad de Bogotá. Los cadáveres de Elkin Morales y Carolina Galindo fueron encontrados en un apartamento del Conjunto Residencial Flor II, cercano al parque La Florida de la localidad de Engativá el pasado sábado. El hombre, de mediana edad, habría asesinado a la mujer de 23 años después de haberla retenido a la fuerza en el apartamento que habitaba. 

Según Medicina Legal, la necropsia arrojó que la causa de muerte habría sido “asfixia, estando en estado de inconsciencia, producido por un severo trauma craneoencefálico”. El hombre se habría suicidado momentos después causado una herida profunda en su cuello con arma blanca. 

El general de la Policía Nacional, Pedro Mantilla, confirmó que el operativo se desplegó gracias a la información que proporcionó un patrullero que había reconocido la foto de la víctima en los medios de comunicación, pues 36 horas antes, había identificado una conducta sospechosa por parte del hombre en el parque aledaño a la escena del crimen.  

Por Valeria Báez – CrossmediaLab de la Tadeo

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