1989-2019: el futuro no es lo que nos dijeron

Que el tiempo pasado fue mejor no es cierto. Era más estable, porque era menos libre y porque estaba sometido a la tutela de las dos grandes superpotencias. El riesgo hoy es volver a cometer los errores con los que populistas y demagogos hicieron el terrible siglo XX.

Miguel Benito Lázaro / @mbenlaz
09 de noviembre de 2019 - 03:00 a. m.
1989-2019: el futuro no es lo que nos dijeron

La mítica película Blade Runner (Ridley Scott, 1982) estaba ambientada en Los Ángeles en noviembre de 2019. Así lo decía un rótulo en el comienzo de esa obra de ciencia ficción futurista que acontecía en esta ciudad, difícil de reconocer, lluviosa, degradada, sobrepoblada y transitada por una variopinta mezcla de gentes de etnias, culturas y formas de vida distintas. Aquella película combinaba con maestría, con un deslumbrante aspecto e imaginería visual ciberpunk, mil veces copiada desde entonces, con algunas preguntas trascendentes y atemporales bajo la forma de un relato policiaco.

Aquella película, basada en el relato ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, se aventuraba a imaginar el mundo entonces futuro y que es nuestro actual presente. Ya saben, noviembre de 2019. Y fallaba en muchas de las apuestas que hacía. Hoy no hay autos voladores. No estamos colonizando otros planetas. Ni hay androides que se encargan de los trabajos más duros. Quizás en el ámbito en el que la película fallaba más era en la visualización de una tecnología degradada y muy distinta a como luce cualquier computador o teléfono celular de nuestros días.

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Pero en algunas cosas los autores de aquel filme apuntaron hacia cosas que sí pueden sonar más a cualquier lector de estas líneas: la formación de macrociudades, la aparición de grandes megacorporaciones con más presencia que los gobiernos en muchos ámbitos de la vida cotidiana, una clara escasez de recursos naturales y un clima cambiante o cambiado, y, sobre todo, en 2019 de Blade Runner, como en nuestro 2019, la Guerra Fría no estaba presente.

Y sostener en 1982 que la pugna global entre Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, con sus respectivos aliados, iba a desaparecer era osado. Porque en 1982 Ronald Reagan estaba en su segundo año de su presidencia y estaba apostando por enfrentar a los soviéticos en cualquier lugar en el que pudiese hacerlo (como bien saben en Centroamérica). Lejos de verse el final de la Guerra Fría se hablaba de un recrudecimiento de esta. Pero en 1989 lo que políticos, politólogos y servicios de inteligencia no concebían o, en el mejor de los casos solo contemplaban como una idea aún lejana, ocurrió. En apenas dos años, entre 1989 y 1991, el mundo asistió a la caída del muro de Berlín y al colapso de todo el sistema comunista y del propio Estado soviético. El mundo que se construyó desde 1947 se había evaporado.

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Y con el colapso del bloque del Este llegó un nuevo tiempo. Un tiempo que parecía inevitablemente abocado a la democracia liberal capitalista, y como suele pasar con aquello que se cree inevitable, lo que ha venido no se ha parecido a lo que estaba previsto. Lo que ha surgido ha sido un mundo contradictorio. Un mundo en el que hay grandes desigualdades, brechas de todo tipo (económicas, tecnológicas, etc.). Un tiempo en que coexisten realidades nuevas, como la Globalización, y algunas anteriores a la modernidad y a los propios Estados (realidades medievales, como la coexistencia de soberanías compartidas).

Porque en 1991 se esperaba que el futuro solo podía ser extraordinario, sobre todo por comparación. El siglo XX había sido terrible. Había sido el siglo de las dos Guerras Mundiales, el holocausto, de los totalitarismos y de la posibilidad de una destrucción real del mundo por las armas nucleares. El futuro no podía ser peor que eso. Para garantizar el advenimiento de ese tiempo solo había que esquivar algunos de los errores del pasado. El comercio debía sustituir a la política y los Estados debían diluirse para facilitar el intercambio entre actores del sector privado. El Estado-Nación fue la gran víctima de esta transición. En el marco de la globalización, el Estado se explicaba como una fuente de problemas. Al fin y al cabo, los propios Estados habían sido los responsables de las violaciones a los derechos humanos, desplazamiento interno, genocidio, etc. El nazismo y el estalinismo solo habían podido existir y hacer lo que hicieron porque fagocitaron estructuras estatales completas. Así que sin Estados no había peligro de repetición de fenómenos similares.

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La preocupación de los tiempos fue, por tanto, aligerar a los Estados, no hacerlos más capaces. Y sin la Guerra Fría los viejos problemas que nunca habían estado en el interés de Washington D. C. ni en Moscú reaparecieron. Cuestiones religiosas y tensiones étnicas y raciales saltaron a las noticias con virulencia y crueldad extrema, todo ello en las pantallas de los cada vez más sofisticados sistemas de comunicación. Desde los Balcanes a Ruanda. Y esos problemas eran, en muchos casos, previos a la existencia de los Estados y, al manifestarse, revertían hacia una extraña mezcla de conflictividad de baja intensidad, larga duración y difícil resolución. ¿Quién debía garantizar la correcta transición al futuro? Si no eran los Estados, debían ser las instituciones multilaterales. ¿Pero acaso esas instituciones no son más que sumas de Estados? Y si los Estados eran más débiles, ¿por qué se podía suponer que iban a poder dar solución a viejos problemas?

La certeza de que durante el siglo XX los conflictos internos causaron más muertos que los internacionales y que las grandes guerras ya no eran viables, se empezaron a popularizar términos como “Estados fallidos” o “Estados fracasados”, e incluso se empezará a hablar de espacios vacíos de poder, en los que corrupción y redes de criminalidad encontraron dónde hacerse fuertes y arraigarse. Organizaciones terroristas, señores de la guerra, narcotraficantes, contrabandistas y todos ellos a la vez han cooptado algunas regiones del mundo. Estructuras que evolucionarían y desarrollarían una agenda global propia. Les suenan Al Qaeda y el yihadismo global, ¿verdad? Organizaciones surgidas en territorios en los que nunca hubo Estado, como Afganistán, y en los que los conflictos simplemente eran, en el contexto de la Guerra Fría, insignificantes.

¿Un mundo feliz? 1947-1991

Dicho lo anterior, los agoreros dirán que el mundo vivido entre 1947-1989/91 era mejor. No lo era. Era más estable, porque era menos libre y porque estaba sometido a la tutela de las dos grandes superpotencias. Muchos de los problemas de hoy ya estaban ahí, simplemente no preocupaban a nadie. Hoy la participación de minorías interesa. La diversidad es un asunto clave. La política ha vuelto, aunque parece que el miedo es lo que domina la política, porque la política ha vuelto, pero lo ha hecho de manos de demagogos y populistas de todos los pelajes e ideologías.

El fin de la tensión Este-Oeste, que había marcado el período 1947-1991, construyó un orden en el que la estabilidad era impuesta. La globalización puede ser caótica, pero lo es del mismo modo en el que la vida en una democracia es más confusa que la vida bajo una dictadura. Y la Guerra Fría no fue una buena época para los derechos humanos. Y la amenaza nuclear, si bien evitó la guerra directa entre Estados Unidos y la URSS, era una amenaza de destrucción mutua asegurada.

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La nostalgia es una trampa. Y todo tiempo pasado no fue mejor. Estos son tiempos interesantes. El riesgo es volver a cometer los errores con los que populistas y demagogos hicieron el terrible siglo XX. Terrible siglo XX en el que se incluyen los aproximadamente 40 años de la Guerra Fría.

¿Qué es lo que viene? Nadie lo sabe. Ni los intelectuales, ni los políticos, ni los artistas, porque el futuro nunca es lo que esperamos.

Internacionalista e historiador.

Por Miguel Benito Lázaro / @mbenlaz

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