A medianoche del 9 de marzo de 1687 se oyó en la religiosa Santa Fe de Bogotá un ruido espantoso que duró media hora. Los habitantes de lo que era una fría aldea saltaron de sus camas con gorro de noche y pantuflas, a correr.
Correr para todos lados. Hedía a azufre, el diablo podía salir de cualquier agujero. En la Catedral, en San Agustín, en San Francisco, en La Capuchina se refugió el tropel mientras los curas sermoneaban y pedían que los asustados parroquianos se arrepintieran. Se recuerda como “época del ruido”. Nunca se supo la causa del espantoso estruendo, pero el recaudo de diezmos y primicias se debió multiplicar. Lo mismo sucedería en 1812 cuando se derrumbó Caracas y los frailes salieron a gritar: Arrepentíos, Dios os castiga por levantaros contra el Rey. El miedo y el terror han sido siempre arma de sometimiento. Han servido también para crear ambientes de subordinación como, quizá sin proponérselo, lo hizo Orson Welles cuando por la radio montó una obra en vivo sobre la invasión de marcianos a Nueva York. La gente despavorida corría por calles, avenidas y se refugiaba en el subway, llamaba a la Policía y clamaba por la intervención de los marines. Fue en octubre del 38, un año antes de estallar la Segunda Guerra Mundial, de la que saldrían vencedores también los Estados Unidos.
No ha sido para menos la violencia que hemos vivido desde siempre. Las cabezas que cortaban los españoles y exponían en las entradas de los pueblos obligaban a la obediencia, al silencio, al acatamiento. Los miles de muertos de la batalla de Palonegro, que se suspendió por el hedor y porque ningún combatiente podía alzar un machete, dejaron una huella viva y sangrante. La Iglesia, para perpetuar el miedo a los enemigos de la fe —el liberalismo—, mandó construir catedrales por todas partes, la más famosa —el Voto Nacional— en el mismo lugar donde existía el paredón de fusilamientos. Para crear el terror, los chulavitas, durante la época de la Violencia, usaron las formas más brutales de mutilación de cuerpos y de exposición pública de sus partes. Los paramilitares heredaron las horrendas prácticas con idéntico objetivo. El terror paraliza, divide, amordaza. Los gobiernos han sido hábiles en crearlo, fomentarlo, aprovecharlo y no pocas veces en señalar a la oposición de hacer lo que ellos, los gobiernos, ordenan o permiten. Al caso de la UP no se le puede echar tierra. Más de la que se les echó a los cadáveres que las “fuerzas oscuras” dejaban tirados. El país no puede olvidar que cinco días antes del asesinato de Bernardo Jaramillo, candidato a la Presidencia por la UP, Carlos Lemos, ministro de Gobierno de Barco, acusó a este movimiento de ser el brazo político de las Farc. El ministro actual del Interior sugiere que Robledo está detrás de las movilizaciones violentas de campesinos y mineros. Una semana después, los Rastrojos amenazan de muerte a defensores de derechos humanos y a dirigentes del Polo.
La fuerza pública ha especializado cuerpos de oficiales en publicidad y propaganda bélica como parte de lo que considera guerra sicológica. El mecanismo es simple: elaborar tendenciosamente toda información sobre orden público para dividir el país entre buenos y malos y justificar automáticamente todo exceso como blanco legítimo. Unos tacos de dinamita “encontrados” en Usme son presentados como bombas para atentar contra el ministro de Defensa. La impronta queda. Hoy abundan técnicas sofisticadísimas para crear pánico, zozobra, amenazas permanentes, atentados inminentes, terror gaseoso, y arrinconar a la ciudadanía para someterla y usarla. El uribismo, que conoce muy bien esas estrategias de intimidación y gobierno, hace cuanto está a su alcance para fomentar el apocalipsis. Santos se ha pillado el peligro: prestarles los micrófonos informativos a los coroneles y dejar que su primo ponga vallas puede salirle muy caro. Por eso ahora —quizá ya tarde— llama a no dejarse contagiar por el miedo, cuando durante los tres años no ha hecho más que jugar con el frankenstein.