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Al que mucho se agacha...

Arlene B. Tickner
25 de noviembre de 2009 - 03:40 a. m.

Indignante, inaceptable, injusto, hipócrita y cobarde son tan sólo algunos de los adjetivos que han empleado columnistas, analistas y políticos para referirse al silencio de Estados Unidos (y de los países de América del Sur) y su inacción frente a la crisis desatada entre Colombia y Venezuela. 

La irritante e “incomprensible” soledad del país en el mundo, su condición de “víctima” frente a la agresión verbal, comercial y física (con la voladura de dos puentes caseros en la zona de frontera) del gobierno de Chávez y el frenesí patriotero que se ha generado han dado lugar a un nuevo llamado a la unión nacional y la reprobación de aquellos “antipatrióticos” y “traicioneros” que no han rodeado públicamente al Presidente o que intentan plantear otros matices del problema.

Después de un siglo de relaciones signadas por el respice polum, doctrina que ha propendido por la alineación voluntaria de Colombia con los intereses de Estados Unidos, en el país no se entiende que en una relación entre súbdito y amo, como la que se construyó entre Bogotá y Washington, la solidaridad y la simetría son inusitadas, mientras que el sometimiento del súbdito y los desaires del amo son el pan de cada día. Dan risa quienes estiman que Estados Unidos se va a arrepentir de no haberle respaldado a su único “amigo” en la región durante esta difícil coyuntura. El buen súbdito sabe que el amo jamás actúa si no por interés propio. Regla que aplica por supuesto a la política exterior en general. Si Estados Unidos no se ha pronunciado a favor de Colombia es porque considera que sería contraproducente para sus intereses. Alimentaría la teoría de Chávez sobre un complot gringo y dispararía el conflicto binacional en lugar de apaciguarlo.

 A diferencia del resto de América Latina, el servilismo colombiano no ha generado sentimientos antiamericanos, sino que ha alimentado el deseo de mantenerse cerca. En otros países como Argentina y los centroamericanos el amor terminó justamente cuando Washington les dio la espalda en momentos de crisis. No así en nuestro caso. Ni siquiera hoy, cuando el Congreso estadounidense sigue bloqueando la aprobación del TLC, presiona para una mayor reducción del Plan Colombia y endurece sus críticas sobre los derechos humanos, y la Casa Blanca “abandona” al gobierno Uribe para que explique solo el tema de las bases.

Tan arraigada está la mentalidad de súbdito en el imaginario colombiano, que su rentabilidad, es decir, la relación entre los gestos de incondicionalidad con Estados Unidos, las recompensas específicas que se reciben y los eventuales costos, no se ha evaluado a fondo.  Es claro que la sumisión no se traduce siempre en beneficios concretos, como ocurre en el caso del TLC, y que la alineación genera pérdidas en otras relaciones fundamentales con los países de Suramérica, por ejemplo. Es de esperar que “al que mucho se agacha, el trasero se le ve”. Colombia se debe estar preguntando qué hacer con la relación súbdito-amo que ella misma propició y cómo equilibrar su alineación estratégica con Washington con otras facetas de interés nacional, incluyendo el mantenimiento de buenas relaciones con la vecindad.

 

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