El radicalismo político es sexy. Quienes dan un salto al vacío en busca de lo que por ahora sólo existe en fantasías, destilan un misterioso encanto. Son personas que no se conforman, que niegan la realidad y promueven permanentemente el cambio, no siempre para mejor. Aunque, claro, el idealista nunca quiere empeorar las cosas. El horizonte hacia el que se desplaza siempre es esplendoroso. Tanto así que los sacrificios, riesgos o atropellos que se cometen en el trayecto siempre son poca cosa comparados con las recompensas que vendrán cuando el ideal permee y transforme la realidad.
Y qué duda cabe, las biografías de estos personajes suelen ser fascinantes, llenas de obstáculos, conflictos, luchas, pasiones. Compáresela con la de cualquier demócrata liberal en una sociedad abierta. Qué cosa tan insípida: votar puntualmente cada cuatro años, trabajar para comprarse una casa, irse de vacaciones como sucedáneo comercial de la verdadera aventura y, como única exigencia política, pedirles a sus gobernantes, sin alharaca callejera, que reformen gradualmente lo que anda mal y fortalezcan las instituciones. Esto, definitivamente, no es nada sexy. Le hacen falta todos los elementos que convierten una simple biografía en una vida de película.
Por eso el que quiere escapar de este estilo de vida encuentra en el extremismo político un seductor refugio. La vida, ese cuento que contamos y que nos contamos, pide momentos de exaltación. Y la radicalidad política la ofrece a borbotones. Si no hay más jóvenes lanzándose a la aventura del ideal es porque basta mirar atrás para ver los desastres que han dejado este tipo de ambiciones. El problema es que el tiempo pasa y lo que ayer era importante recordar hoy no lo parece tanto. Se erosiona esa alarma social que previene contra los extremos, y luego llega una crisis económica que, como en 1929 o 2007, convence a muchos de que ya habiendo perdido mucho por qué no acabar de jugárselo todo.
Pasa en Cataluña hoy. Cerca de la mitad de la población está dispuesta a independizarse de España a sabiendas de que las consecuencias son inciertas. ¿Qué pasará al día siguiente? ¿Saldrían de la Unión Europea? ¿Dejarían el euro? ¿Se quedaría sin inversores? No son cuestiones menores y sin embargo parecen no importar. Que la causa de la nación agrupe voluntades y llegue hasta donde tenga que llegar, luego ya veremos. Pero lo cierto es que ni el ropaje de izquierda que viste, ni la apelación victimista a la supuesta opresión o expolio de una España imperial, pueden borrar el hecho de que el nacionalismo promueve aventuras políticas poco fiables. Convertida en causa suprema, la nación pasa por encima de la legalidad y de la individualidad. Es una novia celosa que exige identificación total: nada de parar oídos a ideas que no la exalten, nada de coquetear con otras identidades o afiliaciones. El nacionalismo pide todas las libertades, pero no para el individuo. Las exige para alguna abstracción que está por encima de él, llámese Estado o nación, y todo el que no se adapte que se vaya.
“Por qué no se van del país”, cantábamos en los 80 con Los Prisioneros. No sabíamos que en esa frase iba inscrito el germen del fascismo. Construir un país donde las voces minoritarias no cuentan, más que épico, resulta descorazonador.