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“El doctor Jorge Ignacio Pretelt Chaljub es un servidor público y además un magistrado de la Corte Constitucional. Dadas esas calidades, el estándar de exigencia legal y moral de comportamiento en su caso es mucho más alto que el de un ciudadano cualquiera… a mayor poder y mayores privilegios, mayores responsabilidades”.
El anterior es un párrafo del documento con que la comisión parlamentaria encargada de estudiar el proceso Pretelt acusa, formalmente, al togado ante la plenaria de la Cámara en un hecho sin precedentes en el país y, diría, en el mundo: ¡un miembro de la corte más influyente del Estado a quien se le encuentran indicios graves de haber pedido dinero a cambio de un fallo!
En el pasado no tan lejano, la Cámara examinó la conducta de dos presidentes de la República. Pero esta es la primera vez que un magistrado de alto tribunal —para más grima, presidente titular de la Corte Constitucional— es requerido por concusión, es decir, por presunta corrupción. Por eso sorprende la indiferencia con que los medios han recibido la noticia. Al parecer, tuvo efecto favorable a Pretelt la estrategia de la congresista María Fernanda Cabal, quien recomendó, en mensaje de su celular, “contratar” periodistas… o si no “lo muelen”. Tengo la esperanza de que Pretelt, que ha demostrado un cinismo sin límites, no haya podido convencer a ningún reportero de trabajar para él, pues eso significaría traición a los principios del periodismo. Pero sus argucias y las de sus mal reputados abogados han tenido éxito, en parte por la indolencia y la ausencia de principios de muchos, y en parte por sus relaciones con la clase alta y con la derecha ideológica nacional, incluyendo, claro está, al uribismo que lo condujo a un recinto que individuos como él nunca deberían pisar.
También es cierto que la acusación a Pretelt, proferida, en principio, por el representante investigador Julián Bedoya y, después, por la totalidad de los asistentes a la sesión de la Comisión, está lejos de llegar a conclusión: falta un largo y tortuoso camino, como sentenció La Silla Vacía. Si la mayoría de los 166 representantes vota la confirmación de la acusación, ésta sería enviada al Senado, en donde volvería a empezar el proceso: un investigador que propone o no una sanción, una comisión que aprueba, y la plenaria que confirma o niega. El margen de maniobra es todavía amplio y las habilidades de malabarista de quien enreda, confunde, inventa y pasa, con facilidad asombrosa, de su rol de acusado al de acusador, están demostradas. El procurador general, dizque defensor de los derechos de los ciudadanos, ya está en su bando y no lo oculta; el Partido Conservador guarda —en público— un silencio penoso y, en privado, le brinda su respaldo; la universidad de la que fue fundador Álvaro Gómez y, por tanto, uno supone que es guardiana de los valores que él pregonaba, voltea la espalda para no ver su catadura; sabemos de qué lado están Uribe y sus subalternos, no tienen que decirlo. Y congresistas de otros partidos que exhiben, como Pretelt, un pragmatismo fronterizo entre la legalidad y la ilegalidad no tendrán inconveniente en entrar en tratativas con él a la hora de la votación.
Lejos, muy lejos estamos de castigar, de manera ejemplar, al denunciado por más de media docena de personas que han reforzado su testimonio con pruebas circunstanciales y documentales. Y ¡el sujeto y sus defensores pagados y de oficio todavía sostienen —mientras otros simulan que le creen— que es víctima de una conspiración! Si todas las víctimas fueran como Pretelt, no habría una sola en el planeta. Pero en Colombia puede pasar como tal. Así estamos, así dormimos, dizque tranquilos.