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EE. UU.: entre “banana republic” y democracia

Cristina de la Torre
09 de junio de 2020 - 05:00 a. m.

Epítome de la democracia, primera potencia económica del mundo, Estados Unidos edificó su poder y su gloria sobre la esclavitud. Y sobre las ambigüedades de Abraham Lincoln. Dio el prócer la libertad a los esclavos, pero no los emancipó del sojuzgamiento de su raza, siempre alimentado por una argucia: la leyenda de superioridad moral del blanco, fuente de todas las afrentas que molieron por siglos a la minoría negra. Sicología aristocratizante de los Elegidos, de Calvino, que hoy encarna un sátrapa de banana republic. Mas si Trump enloda hasta la pestilencia cuanto toca, si confecciona la peor crisis sanitaria y de empleo que se ensaña mayoritariamente en los negros, reanima por torpeza una cepa de la democracia estadounidense que en el siglo XIX maravilló a Tocqueville: el poder organizado de la comunidad y su derecho a voz colectiva.

Por vez primera desde los años 60 se ha volcado el pueblo a las calles de todas las ciudades, desafiando la pandemia, el toque de queda, los perros rabiosos que el presidente alista y al ejército que dispararía, heroico, contra la multitud inerme. Chiquitos le quedarán Pol Pot y Leonidas Trujillo y Rafael Videla y Ortega el de Nicaragua. Tal es la insania del mandatario, que ha galvanizado todas las rabias: las de mujeres, minorías, desempleados, ecologistas, intelectuales. Y la ira milenaria de los negros. Trump provocó fisuras en su propio partido; emplazamiento de gobernadores, alcaldes y figuras del Pentágono y del Departamento de Estado que no ha mucho lo rodeaban todavía; reconvención de cinco expresidentes y extensión de la protesta hacia el mundo entero.

Una poderosa razón económica dio sustento a la esclavitud en ese país: la imperiosa necesidad de mano de obra gratuita para tributar con el más arcaico sistema de explotación del trabajo en inmensas plantaciones de algodón y tabaco a la más formidable acumulación de capital. El sistema esclavista al servicio del sistema capitalista. Recuerda el historiador Howard Zinn el vuelco demográfico que significó: en 1790 la producción de algodón era de mil toneladas y requería 500 esclavos; 70 años después alcanzó el millón de toneladas y cuatro millones de esclavos. Para mantenerlos a raya, se creó todo un sistema de control legal, social y religioso cuyo espíritu conservan los sectores más retardatarios de esa sociedad, pese a la abolición de la esclavitud en 1863 y a la concesión de derechos civiles formales en 1965.

De ello es responsable también Lincoln, emancipador a regañadientes de los esclavos, por el legado de ambivalencia que dejó y sirvió, de lejos, a quienes porfiaban en la opresión de la raza negra. A caballo entre esclavistas y rebeldes, por puro interés electoral, reconocía que la esclavitud era hija de la injusticia, pero creía que buscar su abolición agravaría el mal. Ya proclamaba la igualdad entre los hombres, como reconocía en auditorios de oligarquía esclavista: “Yo tengo por raza superior a la blanca”. Confesaría por fin que su propósito apuntaba a salvar la Unión Americana, no a batirse en la disyuntiva de destruir o preservar la esclavitud.

Ante las multitudinarias jornadas de hoy, invita Obama a “forzar el cambio”. A convertir el momento en un punto de inflexión, combinando política y movilización pacífica, para organizar el voto por quienes harán las reformas. Disuelta toda impostura, derrumbado el mito de la sociedad igualitaria, pero recobrado el poder de la ciudadanía, enfrentan los estadounidenses un desafío dramático: o convierten el grito callejero por igualdad y justicia en programa alternativo de Gobierno, o bien humillan la cerviz a la amenaza del tirano para quien “el único buen demócrata es un demócrata muerto”.

Cristinadelatorre.com.co

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