Requerimos una política de asentamientos humanos

Eduardo Barajas Sandoval
11 de abril de 2017 - 04:45 a. m.

En vez de improvisar remiendos desesperados después de cada tragedia, debemos tener y hacer cumplir una política general de asentamientos humanos.

La tendencia a establecerse en un lugar determinado, con ánimo de permanecer, es una característica humana que no conoce fronteras y tiene manifestaciones diferentes, con ciertos denominadores comunes. Uno de ellos es el de agruparse en algún paraje que ofrezca la posibilidad de aprovechar los recursos de la naturaleza, y dentro de ellos el agua, que es sinónimo de vida. Así que en torno, o a la orilla, o en las cercanías de las fuentes de agua, han crecido todas las aldeas y ciudades del mundo.

El proceso, prácticamente irreversible, de crecimiento de los asentamientos, en cualquier proporción, implica la construcción de edificaciones, o refugios, de toda clase. La comunicación entre ellos y las necesidades comunes de su funcionamiento como conjunto generan la existencia de redes de todo tipo, visibles e invisibles, que a su vez hacen surgir nociones cada vez más sofisticadas de espacios públicos. De todo ello se benefician los habitantes de manera individual o colectiva, momento en el cual surge la realidad de las sociedades urbanas, que hoy reúnen a la mayoría de los habitantes del planeta. Fenómeno de mayoría poblacional urbana que ya es una realidad en Colombia.

El funcionamiento de aldeas y ciudades obedece a unas cuantas decenas de “leyes” no escritas, que no son otra cosa que la acción o la reacción de los habitantes a las necesidades de instalarse, construir, relacionarse, trabajar y sacar provecho de todo aquello que les ofrece la vida en ese tipo de sociedad. Inmerso en esa dinámica inatajable, el grupo humano de cada asentamiento encuentra también el límite de sus posibilidades de apreciar el contexto del proceso de desarrollo del cual es protagonista. Entonces es cuando aparece la necesidad de que los gobiernos se ocupen precisamente de apreciar las posibilidades, las ventajas y también los peligros que pueden amenazar a uno u otro asentamiento, en el contexto especifico del entorno que le rodea.

En muchas ocasiones, la principal amenaza para los asentamientos humanos proviene de los desequilibrios que se pueden derivar de una relación anómala con la naturaleza. Sea que se agoten los recursos, sea que se haga mal uso de ellos, sea que se rompan los balances entre los elementos naturales mismos, por ejemplo entre bosques y corrientes de agua, sea que se construya en suelos indebidos o en una ubicación que implique riesgos, ninguna aldea ni ciudad está exenta de la ocurrencia de hechos que pueden derivar en catástrofes. Hechos que por lo general desbordan la capacidad de la sociedad para defenderse por sí sola, y por lo tanto requieren de la acción el Estado, en su sentido más amplio, así sea para minimizar los daños de fenómenos como un terremoto, que están muy lejos de ser controlados. De donde nace una obligación de buen gobierno que no es otra que la de promover, adoptar y hacer respetar una política de asentamientos humanos.

La política de asentamientos humanos, sobre la base de las consideraciones anteriores, que obedecen a una mirada ekística de la materia, no ha de ser simplemente paliativa o curativa. Frente a los problemas de ésta índole no se puede repetir la idea de reunir un Consejo de Seguridad después de cada incidente. La “lectura” general y detallada del territorio, y la toma de decisiones sobre los lugares en los cuales no es posible que se asienten los seres humanos, debe hacerse con anticipación suficiente para evitar desgracias. Pero, además, el Estado debe asumir la responsabilidad de organizar adecuadamente el crecimiento inatajable de aldeas y ciudades en el contexto de un régimen de libertad de movimiento y residencia, y de definir y defender una serie de principios adecuados sobre el uso del suelo y de los recursos disponibles en uno u otro lugar o región.

La capacidad previsiva de nuestro Estado está a prueba, entre otros lugares, a la orilla de los mares, las lagunas, los ríos, las quebradas y las carreteras. No ocuparse de regular la forma como se puede, o no se puede, instalar alguien en ciertos lugares de nuestra geografía puede ser una falta grave, que en unos casos puede traer consecuencias trágicas inmediatas y en otros en el mediano o el largo plazo. Los gobernantes de turno, de todos los niveles, no deben mirar la materia desde la pequeña porción de tiempo de su período. Tienen la obligación de improvisarse, aunque sea, como estadistas, y darle a esta materia una mirada lo más amplia posible. 

La formulación de una política pública en materia de asentamientos humanos, y el establecimiento de medios para hacerla cumplir, por encima de la corrupción que por lo general se hace presente a la hora de los permisos y las excepciones, es una obligación que debe tener como protagonista al gobierno, con la ayuda de la sociedad, cuyos asomos de sabiduría y buen criterio es preciso aprovechar. Pero los gobernantes no pueden cometer la equivocación de considerar que una sola profesión tiene la exclusividad de ocuparse de esos asuntos. Asignarle la tarea a quien no tenga una visión de conjunto y vea los temas urbanos, grandes o pequeños, desde la óptica limitada de su especialidad puede ser una grave equivocación en la media que provee soluciones parciales.

El gobierno nacional debería conformar un grupo de trabajo con los mejores representantes de muy diversas disciplinas, con la seguridad de que todos y cada uno de ellos, así aparentemente no tengan la “especialidad” de la discusión sobre los asuntos urbanos, pueden aportar elementos muy importantes a la atención inmediata de problemas que ya se anuncian, para este año o para los años venideros, como peligros respecto de los cuales no hay excusa para que los buenos gobernantes dejen de atenderlos a tiempo.

La idea no es reconstruir a la carrera lo que haya quedado destruido, para que en un tiempo vuelva la visita de la tragedia, en el Putumayo, en los recodos de los Andes o en la llanura de la Costa Atlántica. Ahí tenemos exalcaldes, urbanistas tradicionales, arquitectos, ingenieros, antropólogos, sociólogos, ecologistas, geógrafos y juristas, para mencionar solo algunos, en orden que no implica jerarquía disciplinaria, que con el adecuado liderazgo del gobierno se pueden ocupar de darle a Colombia una buena fórmula para el manejo de una materia urgente e importante para nuestro destino.

 

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