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Costas extrañas

Alerta: un aluvión de invenciones arrasa con un escritor

J. D. Torres Duarte
29 de noviembre de 2023 - 02:05 a. m.

Marcel Proust compuso los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido en 13 años: es un tiempo cortísimo para las miles de páginas que escribió y para las miles que alcanzó a enmendar y reescribir, en la penumbra de su último cuarto, bajo las tensiones de un cuerpo vidrioso y difícil. De los siete volúmenes, dejó cuatro en su forma definitiva y en sus afanes de moribundo acribilló los últimos tres con tenues indicaciones manuscritas que otros retomaron tras su muerte en 1922 para la edición final. Se trata de un flujo cabalgante de creación que se trepa a toda velocidad sobre numerosas cumbres de lucidez y belleza y que pareciera refutar la noción de que las obras profundas y vastas son sólo el fruto de una labor exhaustiva, lenta y espesa de varias décadas.

Tal refutación, sin embargo, es un espejismo: aunque fue compuesta en 13 años, En busca del tiempo perdido fue concebida a lo largo de una vida de labores exhaustivas, lentas y espesas, sin atajos ni recetas de profesores estadounidenses, y su concepción no se limitó a los años previos a su composición, sino que se prolongó durante la propia escritura, que en su proceso de traducir y variar las intuiciones y los recuerdos tiende a hacer florecer, como un derivado de la levadura, las materias secundarias que en los primeros planes parecían infértiles y también aquellas principales cuyo contenido se había fatigado, en un estremecimiento cíclico de creación. La composición de un libro es el colofón y el alumbrón de un recogimiento pausado y oscuro de fuerzas; el libro terminado es un aparato donde esas fuerzas mantienen de choque en cambio, de modo que podría pensarse que un libro nunca abandona su estado de concepción: es un hierro siempre al rojo y está siempre siendo escrito. Y las palabras finales acogen entre sus espacios los fantasmas de las palabras anteriores: los libros más o menos logrados (en el caso de Proust, Los placeres y los días, Jean Santeuil e incluso algunos apartes de Días de lectura) que, vistos desde la muerte, son apenas instrumentos de práctica y sondeo, tentativas de desbrozamiento y fuego de fósforo.

Cierta corriente descomunal llevó a Samuel Beckett a escribir el conjunto más elaborado y fundamental de su obra en apenas dos años y ocho meses. Entre mayo de 1947 y enero de 1950, en un torrente de invención que jamás le ocurrió de nuevo, a mano en pedestres cuadernos escolares, Beckett compuso y remató Molloy, Malone muere, El innombrable y Esperando a Godot, tres novelas y una obra de teatro que refrescaron los fundamentos de sus géneros y dieron renombre y alimento a su autor. Como ocurre con Proust, esta cascada de libros no es el resultado de un súbito roce ultraterrenal, sino la suma de décadas de lectura omnívora, de maduración de formas y de numerosas incursiones literarias de diversa fortuna (para entonces, Beckett ya había publicado un libro de historias y una novela, Murphy, y escrito otros tres libros inéditos, Relatos y textos para nada, Watt y Mercier y Camier); en su proceso interviene además un cambio de lengua, puesto que en los años cuarenta, establecido en París, Beckett eligió escribir en francés antes que en su inglés natal. Pero en Beckett, a diferencia de Proust, se siente todavía más la velocidad de su empeño, su cualidad de trance: Esperando a Godot tardó apenas tres meses en su composición. Su aluvión creativo denota una urgencia de desprendimiento, casi como si la acumulación de tantos años de lecturas y humores se hubiera condensado en una criatura viva y aleteante que exige, desde su cueva en el centro del cráneo, una exposición inmediata a la luz y al enigma, hasta el punto de despojar al autor de una porción considerable de su voluntad y de convertirlo en una suerte de médium cuya única función es emplear sus fuerzas mentales en el pulimento de una materia que se dirige y se gobierna a sí misma.

No quisiera dar la impresión, sin embargo, de que una gran obra literaria resulta de la conjunción racional, ordenada y distinguible de ciertos aspectos de la educación literaria. Amaestrar la técnica, intentar un estilo y leer todos los libros no depara los dones del temblor. Existe, quiero creer, una región de oscuridad y caos que ni siquiera el escritor más agudo consigue dilucidar: una franja significativa del cuarto de máquinas en donde las poleas, las correas y los primeros engranajes funcionan a buena marcha por sí solos y en donde se intuye una presencia ajena que suministra formas de la belleza, a veces desconocidas incluso para el autor, a medida que él va enfilando, como montoncitos de aserrín, sus cadenas de palabras. Es una voz, quizás. Una voluntad, la llamaré. Un animal ubicuo de plumaje oscuro y líquido, sin duda.

Quizás así se pueda explicar, al menos en parte (también se debió a cierta urgencia proverbial de supervivencia), la brevedad con que García Márquez escribió Cien años de soledad. En 18 meses, entre 1965 y 1967, García Márquez compuso y corrigió un texto de cientos de cuartillas cuya amplitud de alusión y metáfora y cuyas acrobacias verbales corresponden más bien a un esfuerzo literario de quinientos años. Se sabe por sus biógrafos que García Márquez mantuvo la novela en remojo durante casi dos décadas, que la alimentó en silencio con un ejército de lecturas medievales y modernas, que los libros que la precedieron son, en buena medida, sus penínsulas menores. Aun así, la novela tiene un aire de grandeza que no explican aquellas dos décadas instructivas de remojo, un aire que es más ancho que la vida, puesto que agrupa con habilidad lo de este lado y lo del otro. ¿Qué entidad oscura le otorgó a García Márquez ese talento de juntar tanta realidad? La misma que debió de espolear a Kafka cuando, mientras descansaba en su cama la miseria de todos los días, tras meses de insatisfacción e impotencia, se le ocurrió de improviso la historia del agente viajero que se transformaba en insecto. Escribirla le tomó apenas tres semanas.

* Esta columna descansará y volverá el 31 de enero.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

 

Constanza(15576)01 de diciembre de 2023 - 02:21 p. m.
Se dice que Gabo recibió la visita de un extraterrestre que le indicó cómo escribir Cien años de soledad. Usted va por el camino correcto.
Hernando(19105)30 de noviembre de 2023 - 01:57 a. m.
¿VACACIONES? Pero si estamos necesitando esta columna.
Maryi(41490)29 de noviembre de 2023 - 09:55 p. m.
Gracias J.D
JUAN(tw0bt)29 de noviembre de 2023 - 09:11 p. m.
Es deslumbrante su columna, como muchas otras. El rigor, detenimiento y precisión con que desarrolla sus ensayos es sencillamente admirable. ¡Cuánto celebro ser suscriptor de El Espectador! Disfrute sus vacaciones, JD., si es que lo consigue de verdad: podrían poseerlo las potencias del submundo, al acecho siempre..
luis(18551)29 de noviembre de 2023 - 07:50 p. m.
Beckett tardó en escribir "Esperando a Godot" tres meses y quince años. Así es cuando se sabe Nada es gratis ni caído del cielo. Persistencia, emborronar y volver a comenzar. No hay más camino.
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