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En 2012, la organización sueca Diakonia instituyó el Premio Nacional a la Defensa de los Derechos Humanos. Este año exaltó al Consejo Comunitario de Alto Mira y Frontera por un proceso organizativo que persiste pese al asesinato de al menos nueve de sus líderes —James Escobar, Francisco Hurtado, Armenio Cortés, José Jair Cortés, Genaro García, Pablo Gutiérrez, Patrocinio Sevillano y Yerly Maricel García—. Por si no fuera suficiente, la Fiscalía refuerza la agresión deteniendo a su vicepresidenta Sara Quiñones y su madre Tulia Maris Valencia. El actual representante legal es Johnary Landázuri, un joven de 25 años quien, junto con el Proceso de Comunidades Negras, se apoya en ONG de derechos humanos para exigir justicia y rebatir las pruebas del presunto vínculo de Sara y su madre con el Eln. En adición, el juez del caso es un racista quien ha maltratado a las dos mujeres por ser afros y para quien la Ley 70 de 1993 es tan insignificante, como los territorios colectivos de las comunidades negras y sus consejos comunitarios.
A Johnary le ha correspondido adelantar la intrincada tramitología del programa de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos. Se basa en formularios ideados por la burocracia internacional con jerga de economistas y abogados, cuyo trámite sería expedito si quienes manejan el programa comprendieran la región y la visitaran. Casi no lo han hecho porque Naciones Unidas les prohíben pasar de Tumaco y alcanzar las zonas rojas. Por contraste, en esos límites con Ecuador la erradicación forzada es con drones terrestres —horugas— que afectan los cultivos alimenticios. Los campesinos negros plantan coca en dos hectáreas, entreveradas con cacao, arroz, plátano y frutales. Replican el funcionamiento de la selva, fundamento de sus títulos colectivos. En cambio, los colonos a quienes llevaron las Farc y congregaron en Asomunima talan franjas hasta de 15 hectáreas a sabiendas de que su permanencia terminará con la siguiente fumigación y el consecuente desplazamiento para reiniciar la tala y siembra de coca.
Nace una etnografía sobre esas metamorfosis y violencias a cargo de músicos de trap como Junior Jein o King Charles. Habla de los carteles de Sinaloa y Jalisco, de ascensos sociales y consumos exóticos debidos a ilicitudes percibidas como legítimas porque doblegan el racismo cotidiano y la indolencia de un Estado de garantías plenas para los empresarios de la palma. Hoy quedó la Unidad de Restitución de Tierras a cargo de Andrés Castro, exsecretario general de Fedepalma entre 2004 y 2013, “cuando se multiplicaron los desplazamientos, los señalamientos por despojos de tierras”, afrenta que también afecta a otros consejos comunitarios del Afropacífico, incluidos los chocoanos de Jiguamandó y Curvaradó.
La música emergente hace críticas afiladas a la cuales fagocitará la economía naranja porque para el presidente Iván Duque la “herencia cultural de nuestra región” consiste en artesanías y un folclor aséptico que no perturbe a sus mimados empresarios. La película Somos calentura recoge esa rítmica rebelde plena de disidencias étnicas y estéticas. Por escurridiza, el ministro de Defensa se verá en calzas prietas para prohibir esa forma insólita de protesta social.
* Miembro fundador, Grupo de Estudios Afrocolombianos, Universidad Nacional.
