Lo mejor de Trump

Juan Carlos Botero
02 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

Lo mejor de Trump es que está fracasando. Todavía le falta nombrar a miles de personas en cargos esenciales, pero su gobierno ya golpeó el témpano, el agua se está metiendo a chorros, y sus funcionarios saben que no bastarán los chalecos salvavidas. Cada día estalla un nuevo escándalo: otra revelación de un conflicto de interés de su parte o de algún miembro de su familia; otra frase suya, dicha en un trino o a un medio, que anuncia un nuevo error, otra torpeza diplomática, otro desatino o exabrupto, o la más reciente metida de pata hasta el cuello. Este presidente se la pasa bailando sobre el filo de la navaja de la conducta legal o ética, bordeando la violación de la ley, el acto inmoral, o manoseando a la gente (como hizo con Comey, el entonces director del FBI) en forma inaceptable. Ahora prevalece un ambiente de pugna interna, de crisis y desconfianza en la Casa Blanca, y así es imposible que el gobierno funcione. Basta mirar la prensa para entender que esta administración cojea a diario, dejando un largo rastro de sangre, y que la herida se la ocasionó ella misma con un insólito escopetazo a sus propios pies. Dicho en breve, la administración Trump tiene anticipada fecha de vencimiento.

¿Por qué es esto bueno? Porque lo contrario sería dramático. ¿Qué tal que su gestión fuera exitosa, que sus ideas tan misóginas y racistas, sus propuestas tan antidemocráticas, y sus políticas tan excluyentes tuvieran aceptación, validación nacional y resonancia internacional? Todo lo que se ha luchado y logrado, con tanto esfuerzo y con tanta oposición, en la lucha por la igualdad, el cambio climático, la justicia social y los derechos humanos, y con lo mucho que aún falta por lograr en esos frentes, estaría en peligro de extinción si millones creyeran que los actos del fascista Trump son acertados. Sería un retroceso pavoroso.

Quienes despreciamos a este magnate, que, sin vergüenza, aspira a recortar la ayuda a los pobres al tiempo que aspira a recortar los impuestos a los ricos, aumentando la brecha de desigualdad en su país y en el mundo (la mayor fuente de cólera y frustración en la actualidad), sufrimos una contradicción: la satisfacción de comprobar que teníamos la razón, versus la preocupación de comprobar que teníamos la razón. Porque sentimos una alegría, una sensación de victoria al confirmar que quienes apoyaron la ignorancia y el racismo y la xenofobia estaban equivocados y que les salió el tiro por la culata; pero también nos aterra confirmar que las voces de alarma no bastaron, que aquello que saltaba a la vista fue ignorado por millones, y que las políticas tan peligrosas y las rabietas tan imprevisibles de Trump, en cualquier momento, pueden desatar un daño colosal. De hecho, gran parte del daño ya causado en las relaciones internacionales quizás no tendrá arreglo.

Lo cierto es esto: si su gobierno fuera exitoso, cosas como la libertad de prensa, la democracia y la justicia social estarían tendidas en la lona. Al contrario: lo bueno de este fracaso es que la lección quedará bien divulgada: el racista ignorante que gobierna despreciando la ciencia, atacando a los débiles y acosando a las mujeres y a las minorías, utilizando el Estado para enriquecerse y obrando como un canalla, tiene sus días contados. Y esa lección vale su peso en oro.

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