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¿Para qué sirve la literatura?

Juan Francisco Ortega
17 de abril de 2013 - 11:00 p. m.

Me lo preguntó, hace ya algún tiempo, un examigo médico: "¿Para qué sirve la literatura?"

Fue durante una cena con amigos que aún conservo. Un encuentro instructivo, formativo. Aprendí el origen y evolución del azúcar en Colombia desde el inicio del S.XIX hasta nuestros días.

A mi buen examigo, si bien no lo dijo expresamente, las lecturas no prácticas debían parecerle una pérdida de tiempo. Era una declaración implícita en la pregunta que no resulta extraña en estos tiempos de adoración técnica, culto a los tecnicismos e idolatría a los técnicos. Hasta algunos juristas dicen ser técnicos en derecho lo que siempre me ha parecido, más que un acto de soberbia, un acto de ordinariez frente a más de dos mil años de pensamiento. Lo cierto es que abundan los técnicos y faltan humanistas, no siendo ambos términos incompatibles. Abundan quienes tienen instrucción detallada en alguna rama del saber y otros que, siendo así, además, tienen una concepción global del ser humano, siendo capaces de arrojar algunas luces de dónde venimos y hacia dónde vamos. Los primeros son los técnicos y los segundos, los humanistas, para irnos situando.

La pregunta en cuestión obtuvo una sonrisa por respuesta. No era el momento ni el lugar para medianas profundidades intelectuales. Durante los años, he aprendido la inconveniencia de charlas de altura, o clases eruditas por muy azucaradas que sean, en espacios distendidos.

No obstante, si tuviera que dar una respuesta, diría que la literatura es el primer instrumento para tener una visión global del hombre. Las historias se construyen a partir de experiencias ajenas, de vidas de terceros que, a través de un proceso de construcción estético, son compartidos con los demás. El lector, el buen lector, tiene algo de egoísta porque desea apropiarse de las experiencias de otros que, generosamente, las comparten. Por eso la novela es el género de la madurez. Porque se comparte, aún de manera ficticia, todo lo que se ha vivido y viviendo las vidas de otros se viven mil vidas propias que nos dan una visión más amplia, cuando no global, del mundo que nos rodea. Una visión que nos hace entender nuestro comportamiento y que nos descubre que, muchas de las cosas que nos pasan, ya las experimentaron otros seres, reales o imaginarios, dentro de ese universo literario. A los más jóvenes, los invita a la reflexión, los torna más conscientes y los vuelve mejores conversadores; a los más viejos, si fueron lectores desde la juventud, les devuelve la capacidad de asombro al constatar que, muchos otros, vivieron o pensaron experiencias o conclusiones a las que habían llegado por sí mismos a través de sus propias conductas.

Hace poco, supe que, el matrimonio de mi examigo había fracasado. Imagino que jamás le gustó la literatura política y que, si hubiera leído el famoso discurso de Lincoln en Gettysburg hubiera sabido que se puede engañar a algunos todo el tiempo pero no a todos todo el tiempo. Tampoco, según parece, leyó Madame Bovary, Flaubert le hubiera enseñado que las relaciones con mujeres a modo de trofeo, sin atención y amor, aun colmándolas de bienes materiales, sólo llevan a la desesperación moral y al fracaso. Y siguió sin leer. Según parece, el nuevo amor de la que fue su esposa se convirtió en un terrible enemigo.

Es una psicodinamia natural. La culpa siempre es de otro. El cerebro humano no está diseñado para aceptar la verdad a cualquier precio sino para hacer más soportable la realidad. Así lo dice la literatura científica -¿técnica quizá?- aunque de lectura amena como el libro “Eye and Brain” de Richard L. Gregory que estudió durante años el fenómeno de la percepción y el conocimiento. Con todo, prefiero a mi admirado Hanif Kureishi que en su Intimidad nos enseñó la responsabilidad propia en las relaciones de pareja y en los procesos de divorcio. Y tanto otros, Kundera con su Insoportable levedad del ser y cómo las acciones diarias nos debilitan los sentimientos; Stendhal con su Rojo y Negro y cómo la ambición desmesurada puede destruirlo todo o A sangre fría, de Truman Capote, que pone de relieve como el complejo de superioridad puede llevar a cualquiera, en este caso al fatídico personaje de Dick, a cometer las locuras viles más disparatadas y, en última instancia, a la propia autodestrucción. Miles de enseñanzas de una “utilidad” y “tecnicidad” indiscutible.

Dicen que el buen examigo planea la mayor de las venganzas. Espero que siga sin leer. Si en sus manos cae El conde de Montecristo, del genial Alejandro Dumas, aprenderá que la venganza es un plato que se sirve frío y podría servirle de hoja de ruta. Para que luego digan que la literatura no sirve para nada.

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