La discusión en el Congreso sobre la ratificación del Acuerdo de Escazú ha generado un debate mucho mayor de lo esperado. Incluso ha alineado al partido de gobierno en contra del mismo Gobierno. Con llamado de urgencia, el presidente envió el proyecto para aprobación del Congreso hace dos meses y el Centro Democrático está en plena oposición.
El compromiso, como lo dice su título, es un “acuerdo regional sobre el acceso a la información, la participación pública y la justicia en asuntos ambientales en América Latina y el Caribe”. En palabras de António Guterres (Naciones Unidas), “el Acuerdo establece estándares regionales, promueve la creación de capacidades —en particular, a través de la cooperación Sur-Sur—, sienta las bases de una estructura institucional de apoyo y ofrece herramientas para mejorar la formulación de políticas y la toma de decisiones. Ante todo, este tratado tiene por objeto luchar contra la desigualdad y la discriminación, y garantizar los derechos de todas las personas a un medio ambiente sano y al desarrollo sostenible… Es un instrumento poderoso para prevenir conflictos, lograr que las decisiones se adopten de manera informada, participativa e inclusiva, y mejorar la rendición de cuentas, la transparencia y la buena gobernanza”.
Si bien es cierto que Colombia ha avanzado en su legislación sobre algunos estándares del Acuerdo de Escazú, el énfasis de este tratado no es solo la consagración de los tres derechos fundamentales contenidos en él, sino el fortalecimiento de capacidades y la implementación plena y efectiva de los mismos. De allí que afirmar que lo que el Acuerdo contiene ya está todo en la legislación colombiana está lejos de la realidad.
La OCDE, en su documento “Evaluaciones del desempeño ambiental: Colombia 2014”, señala la importancia de promover la democracia ambiental y la necesidad de mejorar la participación pública en la toma de decisiones, y de manera reiterativa demuestra que la legislación ambiental en Colombia es buena y compleja, y que su debilidad no está en el contenido sino en su aplicación.
El caso no es exclusivo de Colombia, pues toda la región debe mejorar. Naciones Unidas en su informe “Estado de derecho ambiental: primer informe mundial” (enero, 2019) dice: “La primera evaluación global del Estado de derecho ambiental encuentra que la aplicación débil es una tendencia global que está exacerbando las amenazas ambientales, a pesar del crecimiento prolífico de las leyes y agencias ambientales en todo el mundo durante las últimas cuatro décadas”.
El debate en el Congreso muestra gran prevención por parte de algunos gremios económicos. Prevención que, considero, carece de fundamento, pues Escazú busca instrumentalizar recomendaciones de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible (Río+20). En el Congreso, tanto defensores como contradictores coinciden en manifestar su firme compromiso con la garantía de los derechos humanos y la protección del medio ambiente. Si así es, ¿por qué tan férrea oposición?
Ratificar el Acuerdo significa apoyo internacional para mejorar la aplicación de la legislación, mayor transparencia y protección de los líderes ambientales. La seguridad jurídica y la confianza en las instituciones públicas son cruciales para el desarrollo sostenible. No queda claro el temor de algunos políticos y gremios a que las leyes se cumplan. Adicionalmente, recordemos que en el marco de las “conversaciones nacionales”, el presidente Duque se comprometió a ratificar el Acuerdo de Escazú, y todo el país, incluidos los movimientos sociales, está atento a que cumpla su palabra.