La imagen de Juliana Giraldo Díaz botando sangre por la cabeza es tan dolorosa como la de su marido, Francisco Larrañaga, gritando enloquecido del dolor, en la mitad de una carretera. “Me mataron a Juliana. Yo no llevo droga, no llevo nada, y ellos me la mataron”. En un retén militar, se la mataron hace diez días.
“Quisiera morirme con ella”, insiste Francisco en cada reportaje. Y sus palabras son reflejo de una historia de amor luminoso, transparente, que contrasta con la oscuridad institucional. Él se enfrentó a los eventuales prejuicios de casarse con una mujer trans en un pequeño municipio y ella se sintió libre de ser, a la luz, quien le diera la gana. Consolidaron una familia, pintaron las paredes de blanco, montaron un negocio y una vida rodeada del amor y el respeto de los habitantes de Miranda.
El crimen de Juliana ocurrió tan solo un día después de que Iván Duque y el ministro de Defensa patalearan contra el fallo de la Corte Suprema que los insta a pedir perdón a las víctimas de abuso policial durante las protestas de 2019. Es por eso que, aunque la muerte de la mujer fue por otros motivos, el desacato del fallo de la Corte hace poco creíbles las condolencias oficiales.
Porque, al fin y al cabo, los victimarios de Juliana comparten el título de fuerza pública con los policías que mataron a Javier Ordóñez en un CAI, con el agente del Esmad que le disparó a Dilan Cruz en el centro de Bogotá, o con el cabo que desnudó y asesinó al excombatiente de las Farc Dimar Torres, antes de enterrarlo en un hueco en el Catatumbo.
La terquedad oficial está acompañada de una narrativa que no cede y que incluso en coyunturas tan dolorosas sigue calificando a soldados y policías como héroes de la patria. Tal vez algunos han sido héroes, pero no lo son todos y no son los únicos. Y no es héroe, sino más bien víctima, el soldado de 20 años que le disparó al carro en que iba Juliana y que cumplió a la brava con un servicio militar que se alargó seis meses más por cuenta de la pandemia. “La cagué”, dijo tras el disparo.
Es una cuestión de empatía, de conexión con el momento: héroes también son Dimar por jugarle a la paz y Juliana Giraldo y su marido, por imponérsele a la godarria y servir a la comunidad. También lo son Julieth Ramírez, Fredy Mahecha, Paola Baquero, Jaider Fonseca, Julián González, Germán Puentes, Cristian Hernández y los demás jóvenes que murieron a bala el 9 de septiembre en Bogotá. ¿Ha usado el Gobierno alguna vez un hashtag de heroísmo para ellos?
Pero tal vez el aspecto en el que más contrastan la actitud de las víctimas y la arrogancia del Gobierno es el que tiene que ver con el perdón. Han pasado más de diez días en los que, desde sus cuartos oscuros, el Gobierno se niega a pedirlo. En contraste, las familias de Juliana y de Javier Ordóñez ahora han invitado a la calma, han perdonado a los asesinos de sus hijos y hermanos y han evitado polarizar. Lo mismo hizo la hermana de Dilan hace un año.
Que las víctimas perdonen debería ser para el presidente y para el ministro de Defensa una profunda lección de humanidad. “No es culpa suya” , le dijo Larrañaga a la madre del soldado que le disparó a su esposa.