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Porque nosotros nunca nos concentramos, ¿cierto?

Tatiana Acevedo Guerrero
11 de diciembre de 2014 - 03:57 a. m.
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Tengo en la mano los niños, de Carolina Sanín, publicado en Colombia por Laguna Libros. La portada se siente suave en sus colores, su papel y sus dibujos.

 Por detrás hay flores y hojas, un dibujo de mujer narizona con cola de caballo y vestido de fiesta, que lleva un perro. El logo de la editorial es de un barco pequeño, entre las olas, pero tranquilo. En la parte de adelante todo es lindo. Hecho a semejanza de una técnica en la que se doblan dos pliegos de papel celofán y se corta con tijeras de punta una figura entre el doblez. Luego, al separarlos se repite dos veces la misma forma. Perros, flores, hojas, palomas, venados, colas de ballena.

Todo de a dos, por el juego de papel recortado. El frente y el revés insinúan florecimientos y vida. Una pequeña descripción cuenta que Laura vive con su perro Brus, que un día aparece bajo su balcón un niño y ella lo acoge en su hogar. Hospitalidad y maternidad. En Arcadia, Juan David Correa afirma que la novela explora principalmente ambos temas. También nos habla de la historia en términos de una fábula consistente, desestabilizada por un episodio final “en donde nada queda igual”.

Yo, sin embargo, me sentí desestabilizada desde las primeras páginas. O no “desestabilizada”. Asustada. En mi lectura tampoco encontré la mentada hospitalidad. Lo que sentí, más bien, fue desasosiego, entre los pedazos de días en Bogotá. Ir a la Olímpica por aceite, cebollas, perejil, huevos, pimentón. Ir y volver del trabajo en bus. Seguir por entre la lluvia, ver basura que se esparce por la tempestad. Trabajar con horario y tratar de no aburrirse. Consumir, comprar rebajas. Cada rutina de Laura tiene algo de macabro. Algo que no nos dicen y que será evidente tal vez en su rostro, en los rostros de quienes la miran (pero a esos no los vemos).

Se forman nuevas jornadas tras la llegada de Elvis Fider, o Fidel, como decide llamarlo Laura. Con la aparición del niño perdido comienza uno a inquietarse más. Lo inquietante, lo turbador, queda entredicho en las conversaciones más mundanas. “Laura llamó a la policía. Dijo que había encontrado a alguien perdido. —¿Usted no llamó anoche con eso mismo? —le preguntó la operadora. Ella contestó que no. —Es la del perdido —dijo la operadora en un susurro”. Cada diálogo, cada día que pasa despacito va aumentando la sensación de espanto, de ignorancia. ¿Quién es el niño? ¿Quiénes son los papás? ¿Quién está vivo en la historia? ¿Qué está olvidado? ¿Cuál es esta maternidad de chicles, islas y recuerdos interrumpidos?

No me recibieron Brus ni Laura, o Fider, hospitalariamente. O sí lo hicieron, pero me angustiaron desde que los conocí. Los niños me enganchó como una de esas pesadillas casi perfectas que uno tiene (con suerte) pocas veces en la vida. De topografía exacta a ratos: un apartamento del norte, una esquina precisa en la bahía de un supermercado con lluvia y charcos. De detalles que abren posibilidades, conversaciones cortas que dan susto. En este tipo de pesadillas el que sueña se sobresalta pero sigue ahí, avanzando en los días. O se despierta y va hasta el baño. Completa un sudoku. Necesita distracción. Y una vez cae profundo agarra todo por donde lo dejó, lo busca, lo sigue hasta el final.

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