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A juzgar por las evidencias, el uribismo se encuentra en serias dificultades. Ellas se pueden caracterizar por tres circunstancias básicas. Primero, aunque ha aceptado con entusiasmo algunos aspectos de la democracia —como las elecciones competitivas, donde tradicionalmente le fue muy bien—, rechaza apasionadamente otros. Entre estos últimos se encuentra la alternación en el poder. En lugar de contemplarla como una eventualidad quizás dolorosa pero rutinaria del régimen político, la pinta como un cataclismo irreversible que nos conducirá al desastre. Esto sucedió incluso con Santos, que finalmente procedía de sus toldas pero a quien se esforzó por pintar, de manera inverosímil, como un “oligarca comunista”. El dilema que el uribismo ha querido presentar al país siempre ha sido: o el caudillo o la catástrofe.
Segundo, el registro de Duque y de su equipo en los sondeos de opinión es persistente y masivamente negativo. La última encuesta de Polimétrica, según lo ha publicado este diario, sugiere que la caída continúa. Peor aún, la favorabilidad de Duque parece ser peor a medida que baja la edad. Los únicos que toleran al presidente en la actualidad son los adultos mayores (los “abuelitos”, en la jerga oficialista), personas que en 2002 eran cincuentonas o sesentonas y a quienes sobre todo el primer gobierno de Uribe marcó (favorablemente) con fuego. Duque parece no darse cuenta de su aislamiento; desde su bruma mental le dice al país en medio de pucheros y mohínes que quienes se opongan a sus propuestas son “populistas”. No es claro qué pueda significar en concreto eso que para el presidente de la República parece obvio, ni cómo pueda lograr con esta clase de pronunciamientos que lo quieran más.
Tercero, en la agenda gubernamental están varias medidas que combinan las características de ser de alta visibilidad y de resultar (creo) muy impopulares, tanto dentro de la población como dentro del sistema político. La reforma tributaria y la fumigación con glifosato son apenas dos de las muestras más recientes. Con la primera, a propósito, podrían estar cargando con más impuestos las pensiones de esos abuelitos que son el último reducto de afecto más o menos sólido que le queda a esta administración. Más aún, el Gobierno se ha rajado en varios exámenes vitales en los que bastaba con un mínimo de eficiencia y seriedad para salir avante. Por varias razones, veo muy difícil que mejore su desempeño.
Es decir, una fuerza política que ya había gastado parte importante de su capital político bombardeando implacablemente la paz ahora carga con la responsabilidad de un Gobierno bastante desprestigiado, que se propone sacar adelante propuestas que no les gustan a la mayoría de los colombianos. Hay por tanto una probabilidad real de que ella pierda las próximas elecciones. Pero ese es precisamente el desenlace que considera absolutamente inaceptable.
¿Qué hará frente a este panorama? La pregunta destaca la otra cara de la moneda: las dificultades y riesgos que enfrentamos los colombianos. Una opción para el uribismo es comenzar a hacerle oposición (al menos en una versión soft) al Gobierno; ya ha dado señales de querer tomar al menos alguna distancia (lo que le ha servido además para promover al hijo del caudillo en este proceso de sucesión hereditaria que se desarrolla ante nuestros ojos). ¿Bastará? Otra sería una salida autoritaria, abierta o taimada. Ya tenemos muchos movimientos en esa dirección, incluyendo el copamiento de distintas agencias que al menos en teoría deberían servir de pesos y contrapesos, y su uso para propósitos electorales o de protección del caudillo y su círculo cercano. El uribismo está apostando duro a establecer su control sobre los mundos que hasta el momento le son refractarios o que perdió en los últimos años, a través de reformas (eliminación de la JEP, cirugía de las altas cortes) u ofensivas mediáticas. Pero esta opción tiene también problemas, incluyendo restricciones internacionales que el año pasado no estaban.
