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Desde septiembre del año pasado el nombre de Jorge Armando Otálora, defensor del Pueblo, ha estado asociado a graves denuncias de acoso laboral. Pese a la indignación pública, las investigaciones anunciadas por el Ministerio de Trabajo no han dado resultados y todo quedó en la ambigüedad de no saber qué sucedió en realidad. Ayer, el periodista Daniel Coronell, en la revista Semana (“El acoso no era solo laboral,...
En el 2015 se denunció que varios empleados de la Defensoría del Pueblo habían recibido malos tratos por parte del jefe de esa entidad. Juan Manuel Osorio, por ejemplo, delegado para la orientación y asesoría de víctimas del conflicto, renunció con una misiva que decía lo siguiente: “Es inconcebible que sea el dignatario con semejantes responsabilidades quien maltrate, como usted lo hace, en público y privado, de manera frecuente y reiterada, a los directivos y colaboradores de la institución”. Según Osorio, antes de irse de la Defensoría lo obligaron a cambiar las palabras de su carta.
Algo similar le pasó a Astrid Cristancho, quien era la secretaria privada de Otálora. En noviembre renunció a su cargo y escribió lo siguiente: “Me encontré desde el principio con una inclemente violencia verbal y sicológica, gritos, zapateos, manoteos, amenazas, pataletas, malos tratos en general”. Gravísimo.
Ahora, la misma Cristancho expande su denuncia y dice que durante dos años fue víctima de acoso sexual por parte del defensor del Pueblo. Para probar su caso, adjunta mensajes y fotografías comprometedoras. También dice que ha recibido llamadas amenazantes desde su renuncia para obligarla a mantenerse en silencio sobre los atropellos sufridos. Además, confiesa haber vivido con miedo. No es para menos.
Los patrones de abuso siguen un guion similar: usualmente una de las partes, que tiene algún tipo de poder jerárquico, aprovecha esa situación para cruzar líneas que no deberían ser cruzadas. Son muchas las mujeres que confiesan vivir estos acosos en silencio por el miedo que les producen las consecuencias que trae consigo denunciar, como perder su trabajo, la violencia física y verbal y el escarnio social.
La forma en que se les roba legitimidad a las víctimas también sigue los mismos patrones. Cuando casos similares al de Otálora se han presentado —y este, lastimosamente, no ha sido la excepción—, la vida de la víctima es escudriñada hasta el cansancio en una cacería de brujas que busca desprestigiarla. Se dice que lo hace por resentimiento o que ella se lo buscó. El acusado recibe la presunción de inocencia, mientras que a la acusadora se le presume la mala fe, un interés mezquino por hacer daño. Por eso muchas víctimas prefieren permanecer en silencio y la impunidad es habitual en los casos de acoso.
Si una persona con poder ejerce abusos en este país, el mensaje parece ser que nada le sucederá; ni siquiera se abrirán investigaciones. Eso es lo más frustrante sobre este caso. De nuevo: Otálora tiene derecho a defenderse, pero Cristancho, las demás víctimas y el país entero también necesitan un espacio para conocer lo que en verdad ocurrió. ¿Dónde están las autoridades? ¿Por qué no se ha hecho nada? ¿Cuántas denuncias tienen que apilarse antes de que se inicie un proceso que aclare la situación?
Ante el silencio de las autoridades y las declaraciones defensivas de Otálora, la Defensoría del Pueblo, entidad fundamental para la protección de los derechos humanos de los colombianos, pierde el respeto que se ha ganado a punta de años de buenos resultados. Esa es la otra víctima de que en Colombia no se investigue lo que se denuncia.
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