El ejercicio de la libertad de prensa incomoda, molesta. Es apenas natural que cada quien pretenda que el periodismo compruebe o impulse lo que él piensa que es su verdad; tanto más en estos tiempos de burbujas, en las que los algoritmos nos van clasificando y evitando que contrastemos la información. Las audiencias, además, tienen el derecho a escoger de manera libre lo que quieren consumir y a premiar o castigar el periodismo que satisface sus expectativas o se ajusta más a su pensamiento. Es una fortuna para la pluralidad que hoy existan muchas más fuentes de información de dónde escoger. Lo que, en cambio, resulta censurable y peligroso es esa tendencia que ha venido tomando fuerza últimamente de pretender —y actuar para que así ocurra— que se silencien aquellas voces que resultan incómodas a ciertos bandos ideológicos.
Los medios y los periodistas estamos a diario expuestos al escrutinio ciudadano, y eso está muy bien, pues al final cumplimos un servicio público y nos debemos a los ciudadanos y a nadie más. No son estas líneas, pues, una suerte de solidaridad de cuerpo en busca de eludir nuestras responsabilidades o deficiencias. Pero cuando la labor de un periodista se mide en términos de a quién beneficia algún contenido que desarrolla, si bien sigue siendo válida la confrontación y la crítica, la respuesta no puede ser pretender que esa voz se silencie y montar estrategias comunicativas profesionalmente manipuladas para conseguirlo.
Eso está pasando, sin embargo. Las llamadas “bodegas” y los nuevos medios creados para difundir realidades falsas y destruir nombres con verdades a medias están siendo utilizados de manera estratégica para desprestigiar la labor periodística. Esta casa, y dentro de ella colaboradores de opinión como, por ejemplo, Yohir Akerman, Cecilia Orozco o Ramiro Bejarano, hemos sido víctimas de esos ataques de quienes se resisten a que existamos. Pero también otros medios y colegas han sido atacados de manera inmisericorde: María Jimena Duzán, Vicky Dávila, Salud Hernández, José Manuel Acevedo o Néstor Morales son ejemplos recientes que se nos vienen a la cabeza. Ni que decir de los canales de televisión abierta RCN y Caracol Televisión. Crítica y hasta indignación, toda la que se quiera, bienvenidas, pero pensemos por un momento a qué sociedad podemos aspirar con el silenciamiento de los periodistas porque incomodan o no hacen las cosas como cada quien quisiera.
En ese sentido, resulta deplorable también una misiva como la que Luigi Echeverri, gerente de la campaña del presidente Duque y representante de su gobierno en varias juntas directivas, envió en días pasados a El País, de España, dictándole a quién puede o no entrevistar en Colombia un medio de comunicación. Resulta imposible no leerla como “un mensaje a Bolívar para que lo entienda Santander”, es decir, como una velada amenaza a los medios nacionales que no estén dispuestos a acomodarse en su redil.
Insistimos, la libertad de prensa incomoda, pero si no entendemos que es necesaria para la salud de cualquier sociedad que se pretenda democrática, no estaremos sino abriendo la puerta al totalitarismo.
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