Por lo pronto, es seguro, tres personas han muerto después del alud. Una tragedia, claro. Tragedia anunciada, por demás: la Agencia Nacional de Minería lo advirtió hace un año. La Defensoría del Pueblo venía insistiendo sobre el punto en consejos de seguridad departamentales y municipales. El ministro de Minas y Energía, Amylkar Acosta, luego de saber del accidente, levantó su voz, acongojado: que todo es por la falta de solidaridad de los propietarios de las máquinas retroexcavadoras, que ellos son los que están detrás de la minería ilegal. Así estamos entonces con las autoridades competentes de nuestro país: previendo todo y sabiendo muy bien dónde está el problema, pero haciendo poco o nada al respecto. Porque nada se hizo y en esto podemos ver las consecuencias.
Mucha de la culpa, claro, reside en la irresponsabilidad que comporta el hecho de adelantar minería sin las precauciones necesarias. Esta es, nada menos, que la ilegalidad en su perspectiva más macabra. Pero el resto de la culpa, completa y redonda, pertenece al Estado que no ha sabido enfrentar ni mucho menos resolver este problema latente.
Decíamos hace año y medio en este espacio, cuando el actual Gobierno anunciaba que acabaría con la minería ilegal, que de nada servirían sus buenas intenciones si no estudiaba las zonas con precisión, separando el acto prohibido de la minería artesanal que desarrollan las pequeñas comunidades: pregonaba el anuncio de entonces que se buscaría la maquinaria sofisticada y se la destruiría sin distingo alguno. Y no. Ni lo uno ni lo otro: ¿o lo que pasó en Santander de Quilichao no es prueba suficiente de que esa política no tuvo tantos dientes como se anunciaba? ¿Esta tragedia humana, que aumentará sus proporciones con el paso de los días, no es muestra clara de que la tarea no está hecha a la medida necesaria?
Y si las autoridades tanto anunciaron lo que iba a pasar, ¿por qué no hicieron nada para impedirlo? Nos resulta inconcebible que, unas y otras, vayan advirtiendo la caída de la mina y luego todas confluyan en sus advertencias. Si no eran la Defensoría del Pueblo o la Agencia Nacional de Minería las que debían actuar, ¿quién sí? ¿A quién de todo nuestro organigrama institucional podemos pedirle cuentas? ¿La alcaldía, tal vez? Eduardo Grijalba, por ejemplo, el alcalde del municipio, dijo que hace dos meses amenazaron a su secretario de Gobierno, Ricardo Cifuentes, porque incautó una decena de retroexcavadoras. Lo iban a matar. Y, entonces, de ahí para arriba, ¿a quién le preguntamos?
Este es, nada menos, un problema de abandono. Institucional y humano. Abandono que se ve de su forma más abyecta en el hecho de que un grupo de ciudadanos tengan que ir a arriesgar su vida (a sabiendas, porque nos resulta improbable que no lo sepan) para recolectar un gramo de oro a punta de bateas de madera como esperanza de supervivencia. Ese es el nivel de desesperación que puede respirarse en un ambiente como estos. Y, en el fondo, a nadie parece importarle.
¿Quién tiene la palabra, pues, en este trágico caso? Nadie, según parece; es como si fuera una cuestión del destino. Y no, no lo es. ¿Cuántos casos similares más tendremos que ver? No es el primero, lo sabemos. Y, lamentablemente, todo da para pensar que no será el último.