El sábado pasado se llevó a cabo la Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), cuya presidencia pro tempore tiene México, con el fin de relanzar este foro multilateral que venía de capa caída. La propuesta para lograrlo, anunciada hace un par de meses por el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), es la de revivir a través de la demagogia la confrontación ideológica en la región, atizando la polarización entre gobiernos. En concreto, lo que pide es la reforma o la sustitución de la OEA por otro ente hemisférico acorde con las nuevas realidades geopolíticas. Contó, entre sus invitados especiales, con sus pares de Cuba y Venezuela, que representan sendas dictaduras.
Resulta curioso, por decir lo menos, que en vez de buscar espacios para el entendimiento, para la verdadera integración regional, el aunar esfuerzos para enfrentar problemas comunes, AMLO haya preferido potenciar el disenso. Escudado en el discurso de la no intervención, quiso legitimar a Miguel Díaz-Canel y a Nicolás Maduro, en cuyos gobiernos no existe la democracia, no hay separación de poderes y se violan sistemáticamente los derechos humanos de manera flagrante como política de Estado. Flaco favor le hace el presidente mexicano al respeto por las garantías individuales al ensalzar a dos regímenes, y con menor énfasis al de Nicaragua, justo en momentos en que en la región se conmemoran los 20 años de la adopción de la Carta Democrática Interamericana.
Como lo expresó el analista Rafael Rojas, en El País, de España, “el tema de la OEA y del falso dilema entre «monroísmo y bolivarianismo» ensombreció otros, de mayor relevancia, como el de la Agencia Regional Espacial, la renegociación de términos con el FMI, los planes de producción de vacunas, el combate al cambio climático, los derechos de los migrantes, la igualdad de género y la no discriminación o la colaboración con la FAO para lograr la seguridad alimentaria regional”. Tiene toda la razón. Reeditar la vieja confrontación que se generó con la ideologización de mecanismos como Unasur, el ALBA y la CELAC por parte de los gobiernos cercanos al socialismo del siglo XXI no augura buenos resultados. La presidencia pro tempore debería pasar a Argentina, a pesar de que hay una férrea oposición por parte de Nicaragua debido a tensiones existentes entre ambos gobiernos, además de los complejos problema internos de dicho país.
Las posiciones antagónicas fueron evidentes en las distintas intervenciones. Maduro dijo: “Debemos pasar la página del divisionismo que se insertó en América Latina, del acoso a la revolución bolivariana y ahora del acoso incesante a la revolución cubana y a la revolución nicaragüense. Tendríamos suficientes piedras que tirar contra algunos de ustedes, pero no vinimos a tirar piedras”. Los señalamientos más contundentes vinieron de parte de los presidentes de Paraguay y Uruguay. El presidente paraguayo, Mario Abdo Benítez, dejó en claro que su “presencia en esta cumbre en ningún sentido ni circunstancia representa un reconocimiento al gobierno del señor Nicolás Maduro”. El uruguayo Luis Lacalle Pou, al decir que “cuando uno ve que en determinados países no hay una democracia plena, nosotros en esta voz tranquila, pero firme, debemos decir con preocupación que vemos gravemente lo que ocurre en Cuba, Nicaragua y Venezuela”.
En estas circunstancias, se hubiera esperado un pronunciamiento similar por parte de la delegación de Colombia que estuvo encabezada, con bajo perfil, por la ministra de Transporte. Frente a este tipo de eventos, y con invitados como Maduro y Díaz-Canel, se debe retomar el carácter de mecanismo de entendimiento y colaboración ante temas acuciantes para la región, y no de politización y espacio para legitimar dictaduras. Que AMLO desee ser el nuevo fato de la izquierda populista es un legítimo derecho, pero no a costa de la tan esperada integración regional.
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