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Tomarse las calles para manifestarse es un acto político. Es extraño, entonces, que se acuse a quienes se manifestaron esta semana de estar persiguiendo una agenda política. Por supuesto que lo hacen y, además, tienen el derecho constitucional de hacerlo, sin importar qué afiliación tengan. Lo que sí resulta cuestionable es la necesidad del gobierno de Gustavo Petro de invertir recursos públicos en promover el apoyo popular. Y tanto más cuestionable es que lo haga en medio de unas elecciones locales, cuyos resultados serán una toma de temperatura de lo que sienten los colombianos sobre su Presidencia y cuando los candidatos del Pacto Histórico andan rezagados en las encuestas de las ciudades principales.
Hay varios aspectos positivos de las manifestaciones que vimos esta semana y que además hacen eco de las que han ocurrido este año. En Bogotá, por ejemplo, según datos de la Secretaría de Gobierno Distrital, más de 32.000 personas llegaron hasta la Plaza de Bolívar, pero no hubo disturbios, vandalismo ni enfrentamientos con la Fuerza Pública. Según la Defensoría del Pueblo, en más de 100 municipios del país se vieron personas saliendo a manifestarse en apoyo de los proyectos del gobierno Petro. El común denominador fue la actitud pacífica. En un país donde el estallido social fue acompañado de abusos por parte de las fuerzas del Estado, y donde las diferencias ideológicas han tendido a “resolverse” mediante la violencia, es una señal de madurez democrática nada desdeñable que se pueda protestar en paz. También es un mensaje inequívoco para aquellos que ven en las vías de hecho la única forma de hacerse sentir.
Por eso es irresponsable estigmatizar a las personas que marcharon. No están comprados, no están manipulados, se trata de personas que ven en la agenda reformista del presidente Petro una reivindicación histórica. Tanto ellos como la oposición, que este año ha mostrado también su gusto por salir a marchar, tienen todo el derecho de tomarse las calles cada vez que lo consideren.
Dicho lo anterior, es fundamental diferenciar a los manifestantes del Gobierno y sus propios intereses electorales. En plena Ley de Garantías, cuando alcaldes y gobernadores tienen una mordaza para manifestarse a favor o en contra de los candidatos en contienda, el presidente Petro decide utilizar recursos públicos para tomarse las calles del país. El mismo mandatario no pudo ocultar el interés de hacerse sentir electoralmente: “Las encuestas reales nos dicen que si mañana hubiera elecciones, otra vez ganábamos la presidencia”. Después, el viernes pasado, solo por citar un ejemplo, Presidencia de la República hizo una publicación defendiendo los logros de la “Bogotá Humana”. ¿Será pura coincidencia que hay un candidato a la Alcaldía de Bogotá que está buscando reivindicar la administración que hizo el presidente Petro cuando fue burgomaestre? Blanco es, gallina lo pone, frito se come...
El problema de tener a un presidente en campaña política constante es que olvida sus responsabilidades de representación de todos los colombianos. Quienes defienden el uso de los recursos públicos para esta manifestación dicen que nunca se deja de gobernar, que justo hay reformas estancadas en el Congreso que necesitan apoyo. Es verdad, ¿pero no podían esperar los tres meses de la campaña local? En busca del acuerdo nacional, un punto clave debería ser no intervenir en política malversando dineros públicos. En últimas, es la Casa de Nariño la que termina permitiendo que se instrumentalice de manera perversa la protesta social, lo que no hará más que debilitarla como poderosa herramienta política de la ciudadanía. Lamentable.
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