Las protestas contra las vacunas son cómplices de las muertes que siguen ocurriendo por COVID-19 y de la crisis económica y social que eso desencadena. No hay que andarse con rodeos: las decenas de miles de personas que se tomaron las calles de Francia y Grecia, incluso con actuaciones violentas, quieren que su encumbramiento de las teorías de la conspiración lleve a la pérdida de más vidas y a que la pandemia se siga alargando. Las libertades individuales siempre están en negociación con el bienestar común. Que cada persona tenga derecho a creer las mentiras y la desinformación que desee no le otorga la potestad de obligar al resto de la sociedad a sufrir por sus decisiones. Quienes deseen participar de los espacios comunes deben vacunarse; tildar esa idea de fascismo es querer distraer el debate de lo que está ocurriendo en realidad.
Esto es lo que sabemos con alto grado de certeza: mientras no haya inmunidad de rebaño, conseguida gracias a la vacunación masiva, el COVID-19 seguirá esparciéndose y sus mutaciones, cada vez más letales, continuarán apareciendo. Eso, en la práctica, significa más personas muertas, más tiempo de colapso del sistema de salud y más crisis financiera. Los movimientos antivacunas desde siempre han sido culpables de cobrar vidas vulnerables e inocentes, pero ahora más que nunca esa realidad se ha puesto de presente.
En Francia salieron más de 20.000 personas a protestar y, como es costumbre en ese país, incendiaron vehículos y causaron estragos. En Grecia se contabilizaron más de 3.000 personas con pancartas que decían “no a la vacunación obligatoria. Sí a las libertades individuales, a la libre elección. No a la participación estatal en la medicina”. El motivo es que ambos países dijeron que la vacuna sería obligatoria para el personal de salud. En el país galo, a partir del 21 de julio las personas necesitarán el pasaporte de vacunas para ir al cine, teatro, espectáculos deportivos e incluso para entrar a bares. El plan es que no habrá nueva normalidad y espacios compartidos si las personas no se vacunan.
Eso no es fascismo, es sentido común; además, funciona. Desde los anuncios de la presidencia en Francia, más de tres millones de personas se han apuntado para vacunarse. En Grecia se acercan al 44 % de la población vacunada. Son buenos resultados que necesitan expandirse. Mientras tanto, la variante delta está disparando los contagios, las hospitalizaciones y las muertes, convirtiendo en realidad el temor a una terrible cuarta ola. No es momento de ser cómplices de la devastación que produce la pandemia.
Como dijo Clément Beaune, secretario de Estado de Asuntos Europeos, “querría que hubiera muchas dictaduras como Francia”. Los gritos de autoritarismo parten de una visión infantil y maniquea de los derechos individuales. Uno de los principios rectores de El Espectador es ser siempre defensor de las libertades, pero esa idea es compleja y parte del reconocimiento obvio de que siempre hay un diálogo entre los intereses individuales y el bien común. La autodestrucción está permitida, pero en el momento en que esta afecta a los demás es necesario entrar a ponderar. Oponerse a la vacunación deja de ser una simple decisión caprichosa y aislada, pues afecta a los demás al aumentar el riesgo de todo el país.
En últimas, las personas pueden seguir sin vacunarse, pero no deben ocupar espacios comunes. El acuerdo básico de todas las sociedades es cuidarnos entre todos. Así de sencillo.
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