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La victoria de Javier Milei para convertirse en el nuevo presidente de Argentina fue apabullante. Casi 14 millones y medio de votos lo coronaron como el próximo ocupante de la Casa Rosada, sacándole tres millones de votos y 11 puntos porcentuales de distancia a Sergio Massa, actual ministro de Economía. La participación del electorado fue alta (76 %) y los votos en blanco, que se anunciaban como decisorios unas semanas antes de la segunda vuelta presidencial, fueron irrelevantes (1,55 %). Por donde se le mire, se trata de un golpe de autoridad y un mandato incuestionable. ¿Cómo es posible que la victoria haya sido tan amplia, si la figura de Milei despertaba (y despierta) tantos temores?
No debería sorprendernos. Los ecos de 2016 se podían escuchar con claridad. Cuando Reino Unido votó a favor del brexit, las izquierdas y los liberales nos lamentamos: ¿cómo era algo así posible? Cuando en Colombia el No ganó el plebiscito por la paz, nos volvimos a lamentar: ¿cómo era posible que algo así ocurriera? Cuando Donald Trump fue elegido presidente del país más poderoso del mundo, después de ocho años de la presidencia histórica de Barack Obama, el lamento fue similar. Las respuestas fáciles abundaron, tildando al electorado de ignorante, al populismo de ser inevitable, a las fuerzas conservadoras de manipular las elecciones. Pero lo que hemos aprendido con los años es que cuando los gobiernos democráticos no son transparentes ni dan respuestas efectivas, las personas votan para castigar y figuras como Milei surgen.
Sí, hay un componente de regeneración conservadora en el triunfo de Milei en Argentina. Ante los logros del feminismo en un país que se convirtió en referente internacional en la lucha a favor del aborto, la candidatura de La Libertad Avanza quería echar para atrás ese progreso. Lo mismo, en discusiones sobre derechos LGBT o memoria histórica. Buena parte del electorado de Milei tiene posturas muy preocupantes en lo que han denominado como una guerra cultural. Eso no se puede ignorar. Sin embargo, la contundencia de la victoria invita a pensar en otras causas. Vuelve a la mente la famosa frase de campaña de Bill Clinton: “Es la economía, estúpido”. Y la corrupción, podemos agregar.
El rechazo a Sergio Massa fue rotundo. Era ingenuo pensar que los argentinos iban a encumbrar al ministro de Economía en una nación con 140 % de inflación, con 40 % de pobreza, con un aparato estatal de subsidios que fue instrumentalizado por el presidente Alberto Fernández para chantajear y conseguir votos a favor de su candidato. La figura de Cristina Fernández de Kirchner, actual vicepresidenta, era el fantasma presente en las urnas, con su condena por corrupción y su autoritarismo en el poder. El Estado de bienestar argentino se convirtió en una burocracia inmanejable, injusta y entregada a la corrupción. Aunque después de la cuestionada presidencia de Mauricio Macri el peronismo volvió a la Casa Rosada, los años de gobierno de Alberto Fernández mostraron a un movimiento político sin respuestas y atrincherado en ideas caducas. Cuando se planteó la elección de Milei como un salto al vacío, muchos de sus votantes consideraron que no podían estar peor de lo que están. Si eso no genera reflexiones en el progresismo latinoamericano, de poco servirá el desastre electoral.
Sigue a El Espectador en WhatsAppEl problema, claro, es que Milei sigue siendo una incógnita. ¿Se estancará en sus frustraciones ante un Congreso opositor? ¿Seguirá fomentando el odio y la agresividad? A pesar de su elemental discurso inicial de esperanza, todo indica que vienen tiempos aún más difíciles para Argentina.
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