Un estudiante de séptimo grado del Colegio Granadino, en Manizales, casi fue empalado por sus compañeros de clase y la preocupación de algunos padres y estudiantes fue por la reputación de la institución, a donde suelen ir las personas más adineradas de la capital de Caldas. En entrevistas anónimas, varios de los alumnos del colegio no ven un hecho criminal, sino una falta de medir las consecuencias. Pese a las manifestaciones públicas de indignación y el ofrecimiento de disculpas, la amarga sensación que nos queda tras el hecho es la normalización de la violencia, el matoneo, el acoso escolar y los malos tratos. Profesores, directivas, padres de familia están entre la impotencia y la incapacidad de actuar. Y no se trata de un problema específico de este colegio: Colombia es de los peores países de América Latina en términos de matoneo escolar.
Lo ocurrido en el Granadino no es un caso aislado, sino el síntoma de un problema nacional que suele discutirse entre murmullos, a regañadientes, con discursos rimbombantes que van acompañados de medidas ineficientes. Hace poco, un especial de El Espectador reveló que “los últimos cuatro años la Secretaría de Educación de Bogotá ha recibido 24.276 alertas de estudiantes víctimas de diferentes tipos de violencia, y no solo en entornos educativos”. Niñas, niños y adolescentes del país están bajo ataque de un mundo hostil, ambientes escolares poco idóneos y una cultura que normaliza las peores agresiones.
El matoneo escolar se une, por ejemplo, con las dinámicas del acoso sexual dentro de los colegios porque se aprovechan de los mismos patrones: las víctimas, humilladas, tienen muchos incentivos para guardar silencio; las directivas y los docentes, a menudo superados o en ocasiones cómplices, no tienen herramientas para romper los ciclos de violencia, y los padres de familia no se enteran o entran en espacios de justificación de lo ocurrido. Los hechos terminan en una zona gris perversa donde agresores y agredidos no saben cómo dimensionar la gravedad de lo que pasó. Por eso, volviendo al Granadino, muchas reacciones de padres y alumnos giran en torno a si en realidad hubo acoso o más bien fue un acto irresponsable aislado. Como si ese fuese el debate esencial que tenemos que dar.
Gracias al Laboratorio de Economía de la Educación de la Universidad Javeriana, tenemos datos para mostrar que la situación está fuera de control: “Colombia es el segundo país entre los latinoamericanos miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos con mayor exposición al bullying, después de República Dominicana”. Es así como el “32 % de los estudiantes en Colombia reportaron haber sufrido cualquier tipo de bullying en su colegio; 12,2 %, que otros estudiantes les robaron o destruyeron cosas que les pertenecían; 11,2 %, que fueron golpeados o empujados por otros estudiantes; 15,9 %, que otros estudiantes los dejaron afuera de cosas a propósito; 18,1 %, que recibieron burlas de parte de otros estudiantes; 10,6 %, que fueron amenazados por otros estudiantes”.
Las consecuencias son terribles: baja autoestima, peor rendimiento escolar, inseguridad, ideación suicida en los peores casos y tendencias violentas en algunos, lo que nos lleva a un ciclo perverso, donde los malos tratos engendran más malos tratos. A riesgo de tener que decir lo obvio, los colegios de Colombia no pueden ser campos de batalla, acoso y violencia. Claramente, no estamos haciendo lo suficiente.
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